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domingo, 18 de febrero de 2018

ESTA GUERRA ES UNA BUENA GUERRA

“Il faut sauver l’espérance. C’est le grand problème de ce siécle" (Jullien Green, Journal, 1975). Es necesario salvar la esperanza; es el mayor problema de este tiempo. 




Llevamos con nosotros, tienen arraigo en los fondos de nuestra vida, las raíces de la esperanza,. Y aunque Albert Camus diga que la esperanza implica o equivale a resignación y que por ello anda lejos del vivir, que es precisamente no resignarse nunca (A. Camus, L’Eté à Argel. Noces), pienso que la esperanza, alguna esperanza, es imprescindible componente de la vida y que, sin ello, vivir es andar muriendo a cada paso. 

Por eso, acepto el recado de J. Green. Hay que salvar, recobrar, ganarse la esperanza para ser humanos positivos y no desesperados. Pero, ¿cómo ha de salvarse, ganarse, recuperarse la esperanza?

Éranse una vez diez doncellas, cinco eran necias y las otras cinco eran sensatas y cuerdas… Llamadas todas ellas a un banquete de bodas, unas entraron y otras se quedaron a la puerta…

La verdad, el relato evangélico de los últimos del pasado año cristiano, parece un cuento, pero no lo es. Uno de esos cuentos que se recitan a los niños para entretenerlos y, de paso, inculcarles alguna moraleja. Sin embargo, bajo las apariencias de cuento, encubre –y también desvela- un drama humano sin par. La imagen de las cinco doncellas llamando en vano a la puerta de acceso al banquete de bodas cobra perfiles de verdadero drama y quizás tragedia.

Dios quiere que todos los hombres se salven, pero Dios no es el “tonto del pueblo” que se chupa el dedo ante las burlas de los vecinos; tampoco es un profesor de matemáticas o de filosofía que teoriza pregonando sabidurías lejanas y extrañas al común de los hombres. Dios sólo es un Dios de amor hacia todo hombre sin excepción, de arriba y de abajo, de la derecha o de la izquierda, los listos y los tontos. 

Pero, claro, es ley primera del amor -no del románico, ni del platónico, ni del de solas palabras, ni del farsante o mentiroso- que al amor se le pague con moneda de amor. Poco hace decía yo a mis amigos más cercanos que el pensamiento luterano de la “fe sin obras” no desdice del amor de Dios al hombre sino todo lo contrario. Es una de las lecciones del evangelio de las diez doncellas, que –hablando a guisa de cuento- es una lección de amor.

El Verbo de Dios se hizo “carne” para evangelizar y poner a la mano del hombre que lo quiera y se esfuerce –Dios respeta la libertad, sobre todo la de ser o no ser hombres de fe- los caminos, que –llevándole a ser hombre de verdad- le ponen a la vista de Dios. 

Lo más nuclear del Evangelio de Jesús está en poner marcas y señales a ese camino del hombre hacia Dios. Lo ha ido haciendo de varias maneras, con milagros, con discursos, con ejemplos como al echar del templo de Dios a los mercaderes; al vivo en parábolas como la del buen samaritano o el buen pastor; en diatriba y polémica con los fariseos, saduceos y sacerdotes de la vieja ley.

Este día, como señala San Mateo, el perfil del reino de Dios en la tierra se dirige a los discípulos, a los suyos, a los que han decidido seguirla, a los que –como las diez doncellas del caso, no le ponen zancadillas, ni le discuten, ni le tienden trampas en que cogerlo para acusarlo. Como las diez doncellas, todos ellos salen con sus “lámparas” a esperar al esposo para entrar con él al banquete de bodas. Todas iban guapas y bien ataviadas; todas llevaban sus lámparas en la mano para dar brillo y color a la llegada del novio; y sin embargo….

Como la vida humana es historia y esa historia es nuestra historia, y no sólo la de Guzmán el Bueno, los Reyes Católicos o Agustina de Aragón, y en la historia las circunstancias mandan, esas circunstancias hicieron, en el caso de las diez doncellas del evangelio de hoy, que el novio se retrasara, se durmieran todas -la fe no mata la naturaleza sino que la sublima- y, al despertar por la llegada efectiva del esposo, cinco de ellas –al refregarse los ojos para espabilarse- vieron con sorpresa que no tenían aceita para avivar sus lámparas y cumplir el cometido que ellas mismas se habían empeñado en cumplir. 

Por su dejadez, su inconsciencia, el dislate de querer el fin sin poner los medios para lograrlo, su pecado de dormirse en los laureles, la estulticia de creer que, con echar a andar, ya se ha cumplido el camino… se quedarona la puerta sin poder entrar. Yo diría que perdieron la guerra, su guerra, la que se pierde siempre que faltan lealtad y fidelidad a los propios principios, a los propios compromisos, a la propia dignidad incluso al arruinar uno mismo los propios quereres. 

Las guerras se pierden, de ordinario, por muchas posibles causas que no es del caso mencionar. Las propias guerras, las del hombre o la mujer consigo mismos, las más de las veces se pierden por falta de responsabilidad. Tenemos las lámparas en la mano pero de nada valen porque –a la hora de la verdad- nos fuimos por las ramas y fallamos en lo esencial. Perdieron su guerra las cinco doncellas necias.

Estamos hablando de guerras perdidas y de guerras ganadas. Hemos oído muchas veces que las guerras son un mal, que no hay guerras buenas y justas, que las guerras son una salvajada y destruyen más que edifican, ¿Hay guerras buenas?, podemos preguntarnos. ¿Hay alguna guerra buena?

La verdad, aborrezco las guerras y me parece un sofisma ese afán de los que dicen que, gracias a las guerras, la humanidad ha progresado. No lo creo, o no lo creo a pies juntillas.

Saben mis amigos que soy fervoroso de la buena poesía, especialmente de la que logra combinar la belleza de los pensamientos y de las expresiones con la sabiduría del que crea lo que cada uno de nosotros siente pero sin acertar a expresarlo como el buen poeta lo hace. Y como este acierto de la belleza ornamentando la vida diaria lo veo cumplido casi al ciento en Antonio Machado, he de confesar qwue soy un fervoroso de este gran poeta.

Esta letrilla del mismo, que tantas veces he disfrutado leyendo y otras tantas me ha servido para colgar de ella la ropa sucia de malos pasos por la vida, hoy la tomo para enaltecer –ante este evangelio de las diez doncellas- la clase de guerra que perdieron aquel día lss cinco necias.

Dice Antonio Machado en uno sus admirables Proverbios y Cantares (XII), “No extrañéis, dulces amigos, que esté mi frente arrugada; yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas”. 

Todas las guerras menos una –me dice a mí este proverbio feliz- son malas. Todas ellas, menos la guerra que todo ser humano está llamado, y obligado si quiere ser hombre, a librar consigo mismo, son deplorables sumamente; esta otra guerra en cambio es de obligado cumplimiento y de primera necesidad humana.

Los seres humanos tenemos –se quiera o no reconocer- el corazón partido. Cargado casi siempre de ambivalencias y contradicciones; sectorizado; irreconocible muchas veces hasta para quien lo porta (el propio san Agustín, tan intuitivo de su propia intimidad, no dudaba en admitir que “mihi metipsi mysterium sum” hasta para mí mismo soy un enigma), todo hombre –si no es subnormal o necio- ha de contar con esta lucha para sobrevivir como tal. Si esta guerra se pierde, pasa a los hombres lo que a las doncellas necias: lo del dicho popular, “compuestas y sin novio”.

Que el fracaso en ser hombres o mujeres es también fracaso en ser cristianos, o políticos, o profesores, o casados, o revolucionarios e independentistas, o sacadores de muelas o simplemente, por no mencionar más, personas a secas.

Porque a las cinco doncellas necias no les dieron con la puerta en las narices por dormirse –a las cinco sensatas también les entró el sueño y se durmieron-, sino por haber perdido la guerra al no luchar por ganarla.

Hace pocos días, en un librito de análisis de la situación mundial actual, ante lo que muchos afirman de que el mundo estáen guerra el analista replicaba que el mundo no está en guerra que la guerra está en cada uno de nosotros.

Ganar esta guerra es –como indicada al comenzar- apostar en firma por la esperanza. Salvemos la esperanza.

Y para cerrar estas reflexiones dominicales, lo de la gente de mi pueblo ante los que pasan la vida jugando a todo menos a ganar su propia guerra. 


 Suelen decir que “El que juega no asa castañas”.


                                SANTIAGO PANIZO ORALLO   Vía el blog CON MI LUPA

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