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lunes, 30 de septiembre de 2019

El perturbador libro sobre el futuro que está leyendo Ana Botín

El texto de Shoshana Zuboff generó muchos debates en el momento de su publicación. No es extraño que la presidenta del Banco Santander lo tenga entre sus lecturas

Foto: Ana Botín. (EFE)

Ana Botín (EFE)


'The Age of Surveillance Capitalism' (La era del capitalismo de vigilancia), el voluminoso libro de Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Harvard Business School, suscitó numerosos debates en el tiempo de su publicación. Sus análisis acerca de la acción de las empresas tecnológicas, del modelo de mercado que están construyendo y de las consecuencias que provocarán, alimentaron la reflexión tanto en los medios de comunicación anglosajones como en algunos sectores del mercado, preocupados por el auge de las Big Tech. El texto está en la mesa de lecturas de Ana Botín, y tiene su lógica.

La descripción que hace Zuboff de lo que nos espera no es nada halagüeña. Cifra el punto de partida de este nuevo capitalismo en 2001, cuando Google comenzó a recoger información de sus usuarios para afinar la publicidad. De esos datos utilizaba solo una parte, aquella que le era funcional, y desechaba el resto, hasta que sus directivos se apercibieron de que lo descartado también podía ser útil, ya que ofrecía numerosos rastros de las actividades cotidianas y del comportamiento de las personas que usaban el buscador. El siguiente paso fue el salto de Google a Facebook de Sheryl Sandberg, que demostró que ese modelo de negocio podía funcionar en otros ámbitos. A partir de entonces, se extendió a sectores como los seguros, las empresas médicas, las finanzas, la educación, el transporte o la venta de productos culturales.

Shoshana Zuboff. (Reuters)

Shoshana Zuboff. (Reuters)

Una red total


En la actualidad, estas firmas han desarrollado toda una serie de instrumentos que permiten conocer con bastante precisión qué hacemos en nuestra vida cotidiana, los lugares que visitamos, nuestras preferencias de consumo, nuestro estado financiero, la salud de la que gozamos, las relaciones afectivas que mantenemos y muchos más aspectos de nuestra privacidad. Cualquier dispositivo con acceso a Internet forma parte de una red de transmisión de información que cada vez será más amplia, ya que tales instrumentos van a estar más presentes en muchos más lugares, desde los hogares hasta numerosos espacios públicos.

No solo conocen nuestra vida, sino que pueden predecir nuestro comportamiento futuro, y ese es el centro de su negocio

La recolección de esa información y su tratamiento informático no solo concede un gran conocimiento sobre nuestra vida, sino que ofrece muchísimas probabilidades de saber qué haremos en el futuro. Ese es el centro del negocio de estas compañías, afirma Zuboff: los seres humanos nos hemos convertido en productos de predicción.

La desaparición de la incertidumbre


El capitalismo actual se basa en la medición y la auditoría y, a través de ellas, en la reducción de los riesgos. El modelo de la vigilancia da un paso más en ese camino, ya que el conocimiento exhaustivo de las acciones humanas y su tratamiento a través de algoritmos provocará (o eso se afirma) la desaparición de la incertidumbre. Las empresas sabrán con un elevado nivel de precisión cómo vamos a actuar y, por tanto, podrán realizar inversiones sustanciales con beneficios asegurados.

Estas empresas no solo predecirán nuestro comportamiento, sino que podrán alterarlo; Cambridge Analytica es un buen ejemplo

Esta conversión de la experiencia humana en materia prima gratuita, avisa Zuboff, genera un par de problemas graves. En cierta medida, la profesora estadounidense reproduce la teoría marxista sustituyendo el trabajo por los datos como nueva fuente de plusvalía, lo que llevaría a que nos convirtiésemos, según ese esquema, en productores pasivos de beneficio para las grandes empresas. Pero advierte de algo más, ya que el peligro reside en el siguiente paso, el de la conversión de nuestras sociedades en conductistas: las empresas no solo predecirían nuestro comportamiento, sino que podrían alterarlo, y la irrupción de Cambridge Analytica en el Brexit es un buen ejemplo de cómo influir radicalmente en las decisiones individuales. Las intenciones de fondo del capitalismo de la vigilancia no son ideológicas, subraya Zuboff, sino lucrativas: la pretensión es dirigir nuestra voluntad hacia gasto y consumos inducidos.

El final de la democracia


El segundo gran problema es político. Si ese conocimiento tan amplio de la privacidad y la mentalidad de cada ser humano, así como la capacidad de influir en nuestros comportamientos y decisiones, es empleado con fines de control ideológico, nos dirigiremos a un escenario nada democrático, en el que las estadísticas y los algoritmos sustituirán a los representantes elegidos y las instituciones que conocemos se desvanecerán bajo el peso de la inteligencia artificial. Zuboff advierte de esta nueva forma de absolutismo como un horizonte nada descartable y algunas señales en este sentido se están produciendo en China.

Zuboff es optimista porque la democracia suele ir por detrás del mercado, pero siempre reacciona, y este caso no será diferente

El problema es cómo evitar que estos graves peligros se desarrollen. La propuesta de Zuboff es la de la regulación, y es optimista en ese sentido, porque espera que una vez revelado cómo opera el capitalismo de la vigilancia, las instituciones sepan dar una respuesta legislativa al problema. La democracia suele ir por detrás del mercado, pero siempre reacciona, y este caso no será diferente.

Las malas noticias


Sin embargo, hay dos malas noticias para esa postura optimista, y están relacionadas. Tomar conciencia de un problema y promulgar normas para solucionarlo no arregla por sí mismo las cosas.
Hay asuntos recientes (sin ir más lejos, el cambio climático) que nos demuestran que es necesario algo más que la voluntad legislativa para enderezar un mal rumbo. En segundo lugar, centrarse en la regulación de los datos es necesario, pero no suficiente, porque el núcleo del problema está en otra parte.

Las Big Tech son grandes antes que tecnológicas: son monopolios, el modelo de negocio preferido por Silicon Valley y los fondos de inversión

En última instancia, no es una cuestión de la tecnología y de su uso indebido, sino de poder. Las Big Tech son grandes antes que tecnológicas: son en primer lugar monopolios, el modelo de negocio preferido por Silicon Valley y por los fondos de inversión. Esa posición dominante les permite una grandísima libertad de acción que utilizan para dominar a sus competidores, para crecer más rápido y externalizar sus costes, pero también para extraer más rentabilidad de sus usuarios y clientes, y para todo ello poseen una libertad de medios amplísima. En este sentido, la regulación siempre llega por detrás de las prácticas, y a menudo no hace más que limitar de un modo insuficiente su capacidad de acción.

Una partida de poder


Por lo tanto, la regulación de los datos es una acción que deberá acometerse de un modo decidido, sin duda, pero el problema está en otra parte. Y, probablemente, quienes mejor hayan entendido qué acciones institucionales deben realizarse no hayan sido los nuevos especialistas en tecnología, sino los viejos expertos 'antitrust'. Lo que se juega es una partida de poder y nos afecta a todos.

Jaime Guardiola, consejero delegado de Banco Sabadell, aseguró que "en Europa hemos sido muy torpes" al dar datos de la banca a los rivales

Y, desde luego, a los bancos, por lo que es natural que la presidenta del Banco Santander esté interesada en saber cómo funciona la competencia. Las grandes tecnológicas no solamente cuentan con una posición privilegiada para dominar o eliminar a los rivales de su sector, sino que poseen el poder suficiente como para abordar sectores que no les eran propios y arrebatarles buena parte de su negocio. La banca es uno de ellos. El músculo financiero de las Big Tech, las nuevas posibilidades que abren la recolección de datos y su tratamiento, el respaldo de sus países (las grandes tecnológicas son estadounidenses o chinas), su fuerza para hacer 'lobby' y la capacidad de innovar en medios técnicos hacen de estas empresas rivales demasiado poderosos para la banca europea.

Cuando Jaime Guardiola, consejero delegado de Banco Sabadell, aseguraba que "en Europa hemos sido muy torpes" al abrir los datos de un sector clave como la banca a sus rivales y que a él también le gustaría acceder a los datos de Amazon, no hacía más que poner de manifiesto esta debilidad estructural. Las endebles recomendaciones de flexibilidad y agilidad a la hora de competir de la Autoridad Bancaria Europea son una muestra más de quién tiene mayor fuerza, ya que son los consejos típicos que se dan a la parte perdedora.

Combatir el tamaño con el tamaño


Las Big Tech están entrando ya en parcelas del sector bancario, como los medios de pago o los préstamos personalizados, en los que la rentabilidad es mayor. Y todo esto en un instante en que las firmas europeas sufren la competencia en un mundo global de las entidades estadounidenses y chinas, bastante más fuertes.

Las nuevas entidades concentradas ganarían en poder de resistencia y tratarían de aumentar su rentabilidad a través de la intermediación

La opción más probable, al igual que ocurrió en otros sectores, es la de combatir el tamaño con el tamaño. Las recomendaciones de impulsar la concentración bancaria para crear entidades europeas más grandes son muy frecuentes. De ocurrir así, las nuevas entidades ganarían en poder de resistencia y tratarían de aumentar su rentabilidad a través de su capacidad de intermediación. Lo cual, a su vez, generaría distorsiones para los intermediados, y particularmente para los consumidores y clientes, que cargarían sobre sus espaldas las pérdidas que las Big Tech ocasionan a los bancos.

Cómo cambiar el escenario


Este es un ejemplo más, en un sector que se creía poco vulnerable, de la recomposición del mercado que las tecnológicas están llevando a cabo. Para afrontar sus notables efectos negativos, la mirada de Zuboff es útil solo parcialmente. Los datos son una más de las manifestaciones, particularmente importante pero no nuclear, de esta nueva clase de poder. La solución puede estar mucho más en el creciente movimiento antimonopolio, que trata de asegurar otro tipo de funcionamiento del mercado, que en la simple regulación de los datos. En la medida en que el poder se concentra, también lo hacen los instrumentos a su disposición, así como aumentan sus efectos. En ese escenario, el pez grande está en disposición de comerse todo lo que encuentra a su paso. Quizá sea hora de plantearse cómo cambiar el escenario.


                                                                         ESTEBAN HERNÁNDEZ  Vía EL CONFIDENCIAL

ESTACIÓN FINAL


Opinión

Juan Manuel de Prada


El “debate” sobre la eutanasia que se está abriendo tiene, como todos los “debates” que se suscitan en Occidente, un final cantado. Todas las legislaciones de los países occidentales incorpo­rarán, de aquí a unos pocos años, el sarcásticamente llamado “derecho a una muerte digna”, que con el tiempo –de forma progresiva y sibilina, siempre engalanada con los disfraces de una falsa “compasión”– se impondrá como un instrumento formidable para el exterminio de enfermos y ancianos enojosos.

La imposición de la eutanasia nos sirve para reflexionar sobre las consecuencias del liberalismo, la ideología mefítica que muchos católicos panolis siguen abrazando, pensando –risum teneatis– que así frenan el advenimiento del comunismo. Pero el enemigo del orden cristiano por excelencia no es otro que el liberalismo, que introdujo en el ámbito católico la idea más nefanda de cuantas el hombre haya podido concebir, inspirada por aquel que dijo: “Non serviam”.

Dicha idea no es otra que la libertad desligada de la verdad, la libertad que se revela contra la ley divina y natural (o sea, contra la naturaleza humana), la libertad sin responsabilidad, la libertad que convierte a los seres humanos en criaturas débiles, esclavas de sus caprichos, arrojadas a un torbellino de apetencias contingentes que los devora y hace trizas.

La libertad del liberalismo, que nos promete convertirnos en soberanos de nuestras decisiones (¡autonomía de la voluntad!), es la forma más aberrante y a la vez seductora de envilecimiento (y las consecuencias de ese envilecimiento las vemos por doquier, lo mismo en los abortorios que en los pasacalles orgullosos). Solo que el liberalismo, en su afán por destruir el orden cristiano, quiso que ese sórdido envilecimiento que procura su libertad recibiese el nombre de “dignidad humana”.
Para el liberalismo, el hombre no es digno cuando obedece la ley divina y natural (cuando obedece su naturaleza) haciendo cosas dignas, sino que califica de “dignas” las cosas más indignas, la monstruosidades y caprichos variopintos inspirados por una libertad desembridada, codiciosa de satisfacer todos sus apetitos.

Resulta, en verdad, paradójica la estación final a la que nos conduce esa libertad hedionda consagrada por el liberalismo. El hombre engreído que ha renegado de su naturaleza y de Dios acaba solicitando… ¡que lo maten cuando ya no se siente sano!

Así, la libertad del liberalismo acaba delatando su fin último, que no es otro sino la destrucción del hombre, al que primeramente ha despojado de Dios y privado de su naturaleza, para arrastrarlo hasta un vacío perfumado por el disfrute de placeres plebeyos que, sin embargo, en cuanto aparece en escena el sufrimiento, se convierten en desesperación y angustia. He aquí la estación final a la que conduce la libertad del liberalismo: a una autonomía de la voluntad que se autodestruye, o que reclama que la destruyan.

Pero esta ideología execrable reservaba para sus adeptos una ironía final. El liberalismo supo engatusar a los cretinos haciéndoles creer que, en el mundo regido por la libertad individual, sería eliminado el Estado “intervencionista”. Ahora, ¡oh sorpresa!, descubrimos que, en este viaje hacia el corazón del horror en el que nos embarcó el liberalismo, es el Estado el que se halla al final del túnel. Pues resulta que será el Estado “intervencionista” el que nos administre la muerte “digna” que reclama nuestra libertad soberana. ¿Cabe ironía más cruel y ensañada?

Con razón escribía Bloy que el diablo es un magnífico ironista; y que en el infierno los condenados tendrán que reírle las gracias durante toda la eternidad. Ya empezamos a reírselas hoy, mientras se abre el “debate” sobre la eutanasia.


                                                                                        JUAN MANUEL DE PRADA
                                                                                        Publicado en Revista Misión.


LA INTELIGENCIA DE LA DEMOCRACIA

En una sociedad del conocimiento los Estados ya no tienen enfrente a una masa informe de ignorantes, sino a una inteligencia distribuida, una ciudadanía más exigente y una humanidad observadora

La inteligencia de la democracia 

/EDUARDO ESTRADA

 

Tras el debate acerca de si la figura central de nuestras democracias es el intelectual, el experto o el tertuliano (suscitado por Fernando Vallespín en estas páginas el pasado 1 de septiembre), se esconden diversas maneras de entender la relación entre conocimiento y democracia. ¿Debemos confiar en la autoridad moral de los intelectuales, en la objetividad de la ciencia y los expertos o en la opinión común de la gente? Es indudable que nuestros sistemas políticos necesitan dotarse de mayores recursos cognitivos para hacer frente a los problemas que tienen que gestionar. La pregunta es si esto se consigue mejor confiando en unas figuras excelsas o en la gente corriente.


Las democracias son los sistemas políticos que mejor aprovechan el saber distribuido de la sociedad contemporánea, que producen una mejor legislación y unas políticas públicas de mayor calidad. Cuando Charles E. Lindblom habló de “la inteligencia de la democracia” en los años sesenta estaba formulando, al mismo tiempo, una constatación de hechos y un requerimiento. Las democracias son los sistemas políticos más inteligentes, pero son también los que requieren desarrollar más inteligencia colectiva si quieren mantener sus estándares de legitimidad. Por supuesto que la legitimidad democrática se ve reforzada cuando nuestros sistemas políticos, gracias a que potencian su capacidad cognitiva, ofrecen mejores resultados, pero no tenemos democracia gracias a nuestro conocimiento, sino en virtud de nuestra ignorancia. Las democracias son mejores que sus modelos competidores no solo por los valores que promueven, sino también por la inteligencia que institucionaliza. Las dictaduras, las oligarquías y las aristocracias de los expertos no tienen ninguna superioridad epistémica ni están libres de errores de quienes supuestamente saben más. La democracia, tantas veces disfuncional, sigue siendo epistémicamente imbatible porque cultiva mejor que otros sistemas políticos la división del trabajo, los hábitos deliberativos y la multiplicación de las fuentes de información. Las democracias lo hacen mejor a este respecto que sus modelos alternativos. Existe democracia porque desconocemos lo que hay que hacer y hemos diseñado nuestras instituciones de manera que se aproveche mejor el saber de la sociedad. Nuestros sistemas políticos están atravesados por el debate entre quienes quieren que gobierne quien más sabe y quienes sospechan de que no habrá libertad si quienes gobiernan lo hacen apelando a que son quienes más saben. La democracia requiere conocimiento, pero se justifica por el desconocimiento.

La última razón de la democracia es que gestiona mejor la ignorancia que cualquier otro sistema político

El saber es uno de los principales recursos del Gobierno, pero se encuentra actualmente muy limitado. Estas limitaciones se ponen especialmente de manifiesto en ciertas asimetrías cognoscitivas a las que el poder político no estaba acostumbrado, más bien al contrario. Por un lado, en una sociedad del conocimiento, los Estados ya no tienen enfrente a una masa informe de ignorantes, sino a una inteligencia distribuida, una ciudadanía más exigente y una humanidad observadora. Por otro lado, el aumento de la complejidad de los problemas que la política debe resolver se traduce en una disminución de las competencias cognitivas del poder político, muchas de cuyas dificultades proceden no tanto de que no pueda como de que no sabe. Este desafío tiene lugar en un momento en el que la política debe aprender a tomar las decisiones con un conocimiento incompleto, en entornos de incertidumbre.

A diferencia de otros sistemas de gobierno que se apoyan en las (supuestas) capacidades extraordinarias de algunos individuos (teocracias, monarquías, aristocracias, dictaduras…), la democracia es especialmente vulnerable a las debilidades de la naturaleza humana porque se sustenta en las propiedades de las personas ordinarias. El que gobiernen los mejores es o bien una casualidad o algo debido a la inteligencia de un sistema institucional, más que a una correcta selección de personal. Aunque podemos entender la aspiración a ser gobernados por los mejores, esta misma formulación no deja de ser cuestionable. ¿No hay en este prejuicio un resto de aquel pensamiento según el cual los seres humanos solo pueden ser gobernados por algo que esté por encima, dioses o superhombres? ¿Por qué nos sorprendemos y escandalizamos tanto cuando descubrimos que quienes nos gobiernan tienen debilidades y cometen errores? ¿Acaso nuestros sistemas políticos no están llenos de disposiciones para que esos errores puedan corregirse y no hagan demasiado daño, como los plazos tras los cuales el poder se revalida o no, las garantías constitucionales, la división de poderes, los instrumentos de responsabilidad y rendición de cuentas?

La última razón de la democracia y de la inteligencia de sus instituciones es que gestiona mejor la ignorancia que cualquier otro sistema político. No hay democracia a pesar, sino en virtud de la ignorancia pública. Existen cosas objetivas, por supuesto, pero la mayor parte de lo que entendemos por política tiene muy poco que ver con ellas. Quien, como visionario o experto, se crea en disposición de monopolizar la objetividad producirá grandes distorsiones en la vida política. Una de las principales razones para utilizar con sumo cuidado la expresión “verdad” en política tiene que ver con la experiencia histórica de en cuántas ocasiones creerse en posesión de ella ha servido para olvidarse de otras dimensiones de la convivencia más necesarias. Que las tiranías ideológicas o tecnocráticas hayan abusado de la verdad no dice, en principio, nada en contra de la verdad, por supuesto, pero parece recomendable que el debate político se sitúe siempre que sea posible en otros términos. Hay muchos asuntos políticos que no son categorizables conforme a las calificaciones de lo verdadero y lo falso, o que siendo verdaderos no son políticamente realizables, por diversos criterios que también forman parte del elenco de dimensiones y valores con los que opera la razón política.

El modelo del tertuliano representa mejor ese régimen de opinión que es el sistema democrático

La ignorancia suele tener una connotación peyorativa y personaliza esa incompetencia en ciertos ciudadanos o políticos, pero no advertimos ni su carácter general (se trata de una incompetencia sistémica más que de los agentes políticos concretos) ni su inevitabilidad (estamos realmente sobrepasados por la naturaleza de los problemas a los que tenemos que enfrentarnos). Y mucho menos se considera que esa ignorancia pueda ser la causa de que tengamos sistemas políticos democráticos.

¿Por qué hemos pensado siempre que la ignorancia nos hacía desiguales, justificaba el poder de las élites y los expertos, y no hemos advertido que puede ser un factor de igualación, ya que todos somos ignorantes frente a la envergadura de los problemas que tenemos que resolver?

La democracia sería precisamente una organización política de la sociedad que no se apoya tanto en lo que sabemos (autoridad de los expertos y los intelectuales, irrevisabilidad de los acuerdos constitucionales, sospecha hacia la disidencia, evitación del conflicto a cualquier precio) como en la necesidad de considerar que la ignorancia es un recurso (que todo poder tiene que permitir su resistencia, del mismo modo que cualquier tesis científica está abierta a su refutación). Todas las instituciones de la democracia se apoyan a fin de cuentas en la ignorancia, le confieren un valor y la protegen como su verdadera razón de ser.

Desde este punto de vista, teniendo en cuenta que la democracia gestiona nuestra inmensa ignorancia y no el pequeño saber del que disponemos, el modelo del tertuliano representa mejor ese régimen de opinión que es el sistema democrático, lo encarna mejor que el profeta intelectual, con su tufillo de superioridad moral, y que los expertos que se creen con el monopolio de la exactitud y la objetividad.


                                                                                      DANIEL INNERARITY*  Vía EL PAÍS

*Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. @daniInnerarity

domingo, 29 de septiembre de 2019

EL CAMPO DE MARTE CATALÁN


El nacionalismo catalán simulaba ser de Venus pero siempre fue marciano


 

/ULISES CULEBRO 

En su discurso como Premio Nobel de 1970, el disidente comunista Alexandr Solzhenitsyn, víctima del peor totalitarismo del siglo XX, advertía de una circunstancia que, a veces, se olvida y que siempre conviene tener presente. La violencia sólo puede ser disimulada por la mentira y ésta, a su vez, únicamente puede ser sostenida por la violencia, existiendo entre ambas "el más íntimo y el más profundo de los vínculos naturales". El autor de Archipiélago Gulag, obra clave en el ocaso del comunismo en la extinta URSS, refería que esa saña progresaba desvergonzada y victoriosa mediante su exultante justificación.
Desde la convicción de que el poder puede hacer cualquier cosa y de que la justicia no puede hacer nada en cambio, Solzhenitsyn observaba cómo aquellos demonios de la novela de Dostoievski -en apariencia una fantasiosa pesadilla provincial del siglo XIX- se esparcían e infectaban a países donde, por la vía de explosiones y atentados, podrían muy bien llegar a triunfar. A tamaño dislate contribuían jóvenes que, al carecer de experiencia y al faltarles años de sufrimiento, refrendan "jubilosamente nuestros depravados errores rusos del siglo XIX creyendo que han descubierto algo nuevo". Ello les hace relativizar -e incluso aclamar- la última temeridad. Pero también lo facilitan quienes, habiendo vivido más y comprender los graves riesgos en ciernes, no osan oponerse a ellos; al contrario, los adulan para no parecer retrógrados, para disfrutar de la eterna adolescencia o, simplemente, para no hacerse notar.
Unos y otros encarnan el "espíritu de Múnich" que jaleó a Chamberlain tras claudicar ante Hitler, al creer que había cosechado la paz que no tendría, y que no encuentra otro modo de enfrentarse a la bestialidad que el apaciguamiento. A juicio del premio Nobel, el "espíritu de Múnich" es una enfermedad que anula la voluntad de gobiernos y personas en la falsa idea de que "mañana, ya verás, todo estará bien", pero nunca termina de estar porque la cobardía se hace tributaria de la maldad.
Al cabo de 40 años, aquel alegato de Solzhenitsyn describe con precisión el tiempo presente de una Cataluña con un Gobierno en insubordinación -ya previno el juez Llarena, al concluir su instrucción del sumario del 1-O, que el proceso seguía en marcha- y que, ya desprovisto de la máscara de la "revolución de las sonrisas", ha uncido el soberanismo con el terrorismo. Lo ha hecho al condenar la última detención de un comando de los autodenominados comités de defensa de la república (CDR) acusados de preparar atentados con explosivos este octubre, como anticipo a la sentencia del Tribunal Supremo contra los cabecillas de la asonada. Viendo a los diputados separatistas gritar "Libertad, libertad" para un grupo armado, a la par que votaban la expulsión del mismo cuerpo que logró su desarticulación, hay que inquirir aquello mismo que Samuel Johnson planteó en su día: "¿Cómo es que los más clamorosos gañidos por la libertad los oímos entre los tratantes de esclavos?".
No se conoce, desde luego, precedente en el que un Gobierno, a la sazón representante máximo del Estado en Cataluña, y un Parlamento legitimen de forma tan artera a unos supuestos terroristas. Pero tampoco nunca un ex presidente en fuga, como el prófugo Puigdemont, había presumido de que "damos miedo, y más miedo que daremos", según exclamó el 1 de julio de 2017 ante medio millar de alcaldes en la Universidad de Barcelona en abierta amenaza al Estado; ni que otro en ejercicio, su valido Torra, alentara a esas guerrillas de los CDR al grito enronquecido de "Apretad, apretad, hacéis bien en apretar" con ocasión del primer aniversario del referéndum ilegal, tras confesarse uno de ellos y jactarse de que "yo tengo toda mi familia apuntada a los CDR", convirtiéndose en cómplice de sus acciones.
Éste ha pasado de negarse a condenar los actos tumultuarios de los CDR -ni siquiera cuando señalaron con excrementos las sedes del Pdecat y ERC y amenazaron al Govern por no aplicar los resultados del simulacro de referéndum del 1-O- a respaldar su explosivo terrorismo. Es más, según uno de los arrepentidos del Equipo de Respuesta Táctica (ERT) estaba al corriente de los planes y otro de ellos mantuvo contacto directo con él, según la investigación.
En el archipiélago Orwell catalán, merced a su absoluto control de los medios, bien entregados a la mentira, bien resignados a la servidumbre voluntaria de un silencio ominoso, el manejo de la información le permite amalgamar la realidad a conveniencia e incluso hacerla olvidar como si no hubiera sido. Así, Pilar Rahola, autora de la biografía de MasEl rey Arturo y consejera áulica de Puigdemont, determina que los CDR son "un movimiento cívico, transversal y con gente de buena fe". O la televisión oficial considera "una gran acción mediática" colocar una bomba en el Parlamento. De este modo, corrobora la distorsión cognitiva del nacionalismo. "El nacionalista -escribió Orwell, que vivió la Cataluña de la Guerra Civil- no sólo no desaprueba atrocidades cometidas por su bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ello".
Lo peor, empero, es que esa ceguera voluntaria sea adoptada por aquéllos que, como Chamberlain, han de refrenar y reconducir esa deriva totalitaria. Por más que los votos que hoy los sostienen en La Moncloa provengan de declarados insumisos al Estado, no desean enemistarse con ellos por si han de precisar de sus sufragios tras la ruleta de la fortuna del 10-N o anhelan que, haciéndose los distraídos, devolverán el tigre a su jaula.
En ese delirio de la sinrazón, cobraría sentido la confusa reacción del Gobierno con respecto a la detención del supuesto comando terrorista de los CDR. Llama poderosamente la atención la bronca del ministro Marlaska a los mandos de la Guardia Civil, revelada por EL MUNDO, porque éstos no le pormenorizaron la operación Judas -reveladora denominación que alerta de posibles traiciones- cuando 72 horas le anticiparon el calado de la misma. No se puede desconocer -mucho menos un ministro-juez- que esos guardias civiles, si bien están bajo su mando operativo, son policía judicial y, en consecuencia, se deben al juez de la causa.
Sabedor, además, Marlaska de cómo se la jugaron como magistrado los cargos policiales del ministro Rubalcaba al sabotear el 4 de mayo de 2006, para no interferir las conversaciones secretas de Zapatero con ETA, el desmantelamiento del aparato de extorsión de la banda en el bar Faisán mediante un chivatazo a miembros de la organización sobre su detención inminente. Como Marlaska hizo figurar en las diligencias sobre la delación, los jefes policiales, más atentos a Rubalcaba como ministro que a él como juez, no le dieron cuenta de la filtración hasta discurridas 72 horas cuando "disponían del teléfono profesional de este instructor y su móvil".
Por eso, al margen de que a Sánchez y a Marlaska les resulte difícil entender algunas cosas cuando su sueldo depende de no entenderlas, parece evidenciarse que ahora como entonces el Gobierno en funciones hubiera preferido que esta operación judicial no se hubiera anticipado a la sentencia del 1-0. Habría supuesto una temeridad que, conociendo la inmediatez de los planes terroristas, el juez García Castellón hubiera supeditado su urgente actuación al calendario político.
Desgraciadamente, quedan atrás aquellos pretéritos tiempos -engañosos por lo demás- en los que los nacionalistas vascos parecían de Marte, a causa del terrorismo, y sus colegas catalanes simulaban ser de Venus. Pero no es que estos últimos, tras 40 años en Venus, hayan mutado de naturaleza para cultivar con entusiasmo los campos de Marte, pues siempre fueron marcianos. Pese a su máscara venusina, blasonando el cacareado seny de los tiempos dorados del pujolismo, el nacionalismo catalán ha ejercido una violencia, más sutil si se quiere. Pero violencia al fin y al cabo, como sufren hoy en día muchos catalanes que no se someten a las horcas caudinas del separatismo obligatorio.
De la misma manera, tampoco el nacionalismo vasco, al adquirir una envoltura venusiana tras el adiós a las armas de ETA, ha dejado de ser de Marte. Asume un pragmatismo no violento que le reporte, a cambio de no seguir descerrajando las pistolas, ventajas considerables. Amén, claro, de los pingües beneficios de un provechoso cupo que le libra de contribuir solidariamente en proporción a su alto nivel de renta. Persiguiendo una vieja aspiración del nacionalismo de txapela, éste apremia ahora un concierto político que le dote de carácter de Estado Libremente Asociado atendiendo a la fórmula fijada en Puerto Rico en 1952.
Probablemente, el aparente cruce de caminos entre ambos nacionalismos haya que fijarlo en el encuentro del otrora consejero-jefe de la Generalitat con Maragall, Carod-Rovira, en ese momento president en funciones, y por tanto primera autoridad del Estado en Cataluña, con la organización terrorista en enero de 2004 en Perpiñán. A resultas del mismo, ETA estableció su protectorado catalán, mientras seguían asesinando en el resto de España. "Euskal Herria y Catalunya -según los amanuenses etarras- son las cuñas que están haciendo crujir el caduco entramado del marco institucional y político" español.
Traducido a román paladino, un socio del PSOE -promotor del pacto antiterrorista con Aznar- otorgaba a ETA la vitola de garante del camino emprendido por ERC hacia la independencia. En caso contrario, el perjuicio está asegurado: Cataluña dejaría de ser zona franca del terrorismo sanguinario y sufriría nuevos atentados tan crueles como los de Hipercor o de la casa-cuartel de Vic. Un socio de Zapatero guarnecía a los catalanes bajo el paraguas terrorista y situaba al resto de españoles en la línea de fuego de unos asesinos. Ante el silencio del PSOE, Carod y ERC perpetraban la fechoría de convertir en votos propios las esquelas de defunción ajenas, al igual que había ocurrido con el pacto suscrito en Estella entre el PNV y ETA. A raíz de la encamisada, Bono advertiría a Zapatero: "José Luis, con Carod allí, no podrás ir a un entierro de víctimas de ETA".
Ya, a principios de los 80, el entonces ministro socialista de Exteriores, Francisco Fernández Ordoñez -antes lo había sido con UCD-, hizo una confidencia a sus colaboradores más directos que resultaba sorprendente por el momento en el que la efectuó. Pese a que no habían cejado de registrarse atentados durante los Gobiernos de Suárez y González, se mostraba más preocupado por el nacionalismo catalán que por el vasco, si bien dudaba de si el día en el que desapareciera ETA la reivindicación separatista no se contagiaría al conjunto de partidos abertzales.
Aun dispensándole una gran amistad a Jordi Pujol, se maliciaba que, detrás del lenguaje ambiguo y de su equívoco comportamiento, ocultaba un independentista pragmático que aguardaba la hora oportuna. En vez de clamar sus sentimientos por los tejados -explicaba-, roía competencias para que el Estado fuera un cascarón huero. Al tiempo que producía su vaciamiento y sacaba al Estado de Cataluña, Pujol establecía las bases de lo que Tarradellas, ya fuera de la Generalidad, tildó de "dictadura blanca" y que catalogó de más peligrosa que las rojas. "La blanca -argüía- no asesina, ni mata, ni mete a la gente en campos de concentración, pero se apodera del país".
Los recelos de Fernández Ordóñez se veían, pues, corroborados por el anciano Tarradellas al que algunos independentistas quisieron ingresar en un psiquiátrico cuando estaba en el exilio. En una carta de 1981 al entonces director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero, le testimoniaba que, tras darle posesión a Pujol en un acto en el que éste se negó a cerrarlo con vivas a Cataluña y a España, tenía el presentimiento de que iba a iniciarse una etapa que "nos haría recordar otros tiempos muy tristes y desgraciados para nuestro país".
"¿Cómo es posible -se preguntaba y conviene preguntarse 38 años después- que Cataluña haya caído nuevamente para hundirse poco a poco en una situación dolorosa, como la que está empezando a producirse?". Pues seguramente practicando el mal, mientras proclamaba el bien. Fue la estratagema de un Pujol que, mientras se llenaba los bolsillos, siempre concibió que, "hecho el país, hay que hacer el Estado" en una España que, con respecto al nacionalismo, ha estado guiada por una izquierda ciega y una derecha paralítica.

                                                                               FRANCISCO ROSELL  Vía EL MUNDO

El rapto de Cataluña: 'Solo un dios puede salvarnos'

Los partidos han raptado a Cataluña. Todos se mueven por intereses electorales. Heidegger lo dejó claro: cuando falla el pensamiento solo un dios no teológico "puede salvarnos"

Foto: El presidente de la Generalitat, Quim Torra (d) y el conseller de Interior, Miquel Buch (i). (EFE) 

 El presidente de la Generalitat, Quim Torra (d) y el conseller de Interior, Miquel Buch (i). (EFE)

Cuando Rudolf Augstein y Georg Wolff entrevistaron en marzo de 1966 a Martin Heidegger para el semanario alemán 'Der Spiegel', no podían imaginar que aquel encuentro pasaría con el tiempo a convertirse en uno de los testimonios más dramáticos de la historia de la filosofía del siglo XX.

Heidegger había sido acusado de colaborar con el nazismo y de aceptar en silencio prácticas antijudías, como la quema de libros, durante su etapa como rector de la Universidad de Friburgo, y fue en aquel contexto, extremadamente difícil para él, en el que el filósofo alemán accedió al encuentro, aunque con una única condición: la entrevista no se publicaría hasta después de su muerte. El fallecimiento se produjo una década después, en mayo de 1976, y fue entonces cuando el semanario alemán, fundado precisamente por Augstein, uno de los entrevistadores, publicó el resultado de aquel diálogo, en el que una frase destacaba con luz propia: "Solo un dios puede aún salvarnos".
Nada mejor que el ejemplo de Cataluña para visualizar las dificultades para encontrar no ya una pasarela, sino un escarpado camino
El autor de 'Ser y tiempo' se refería a que "en el actual estado de cosas del mundo" ni la filosofía ni ninguna otra disciplina académica, incluida la política, podía resolver los problemas de una sociedad dominada por lo que el alemán denominaba "cibernética", un término muy utilizado en aquellos días, y de ahí que reclamara la necesidad de un dios no teológico construido a partir del pensamiento, situado entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Es decir, entre la pasión sagrada y la representación serena. Entre lo terrenal y lo racional. El propio Heidegger era consciente de que era una tarea imposible, y de ahí que utilizara la expresión 'pasarela' para referirse al tránsito en busca de 'las cosas mismas', una idea central en el pensamiento del filósofo alemán.
Nada mejor que el ejemplo de Cataluña para visualizar las dificultades para encontrar no ya una pasarela, sino un escarpado camino, aunque sea angosto y lleno de peligros, en busca de lograr una salida a una cuestión que envenena la política española. Hasta el punto de que buena parte de la inestabilidad, cuatro elecciones en cuatro años, tiene que ver la pérdida de centralidad del sistema de partidos. Precisamente, a raíz de que los nacionalistas catalanes se echaran al monte y olvidaran ese papel moderador que caracterizó a quien gobernó durante décadas, aunque nunca en coalición, con el PSOE y con el PP.

Un rehén político

El resultado es que Cataluña se ha convertido en un rehén político para unos y para otros, como históricamente ha ocurrido con el pueblo palestino en el avispero de Oriente Medio, donde todas las superpotencias han intentado influir en la región. Sin duda, porque utilizar a Cataluña como argumento político tiene premio.
Simpatizantes independentistas se manifiestan en la plaza de Sant Jaume. (EFE)
Simpatizantes independentistas se manifiestan en la plaza de Sant Jaume. (EFE)
Quien mantenga una posición más intransigente es quien se lleva el gato al agua. En definitiva, la estrategia de la tensión a costa del Estado, de sus instituciones y de la propia estabilidad política.
Si ERC y lo que queda de la vieja Convergència se disputan irresponsablemente la hegemonía del frente independentistas (de hecho, sus líderes recibirían con alborozo un nuevo 155, como ha publicado en este periódico Marcos Lamelas); los partidos nacionales han visto en Cataluña un inmenso festín de votos, lo que explica la existencia de una enorme sima que nadie se atreve a cruzar. Obviamente, porque tiene un indudable coste político para quien busque una solución. La pasarela de la que hablaba Heidegger ha saltado por los aires.
No es una posición equidistante ni un blanqueamiento de la demencial postura del independentismo, cuya cultura democrática hace tiempo que se esfumó, sino la constatación de que, si Cataluña es España, y lo es, son los partidos nacionales quienes deben ofrecer una alternativa en el marco de la Constitución. Y hoy por hoy ni el PSOE, ni el PP, ni Ciudadanos, tampoco Unidas Podemos, han sido capaces de articular una propuesta para resolver un problema que existe, aunque a veces se quiere resituar como si se tratara de un asunto "entre catalanes".
Sin duda, porque la política española ha entrado en un círculo vicioso, que, como se sabe, es lo contrario a un círculo virtuoso. La continua convocatoria de elecciones hace imposible atender a problemas de Estado, como es la situación de Cataluña y, ante esta evidencia, hay que convocar nuevas elecciones porque no se alcanzan mayorías estables. Una espiral absurda.
Esta instrumentación de Cataluña como un valioso activo político explica mejor que ninguna otra cosa, más allá de su oportunismo antropológico, la errática estrategia de Sánchez con Cataluña. Justamente, el mismo líder político que hace pocos meses todavía decía que "una crisis política requiere una solución política". Cataluña, de alguna manera, forma ya parte de su viraje hacia el centro político para ocupar el espacio político de Ciudadanos en esa comunidad, cuya inexplicable gestión de su mayoría en el Parlament ha dejado un hueco enorme que el PSC de Miquel Iceta pretende ocupar.

La ira de los españoles

Y hay razones para pensar que la apuesta por el 10 de noviembre no fue casual. Forma parte de un calendario bien calculado que pasa por capitalizar la ira de muchos españoles (es una redundancia decir que también de catalanes) ante el disparate nacionalista, y que ya de forma casi recurrente y hasta cansina se visualiza en octubre. ¿O es que alguien pensaba que las semanas previas al 10-N serían una balsa de aceite a las puertas de una sentencia que el nacionalismo victimista instrumentará en aras de lograr la hegemonía interna? ¿No hubiera sido más razonable alejar las elecciones de la sentencia para que Cataluña deje de condicionar de una forma determinante al resto del país? Cataluña, siempre Cataluña.
La errática estrategia de Sánchez frente al independentismo —sus aliados en la moción de censura—, sin embargo, no ha caído del cielo. Está basada en una evidencia. Ciudadanos y Vox no han crecido casi en vertical (ahí están sus resultados) por lo atinado de sus propuestas económicas o sociales, ni siquiera por el carisma de sus líderes, sino por su posición sobre lo que ocurre en Cataluña, lo cual es un incentivo perverso que ahora pretende recoger el presidente del Gobierno mostrando una presunta firmeza que poco tiene que ver con el Sánchez de la moción de censura que reclamaba una salida constitucional a la crisis catalana. Solo Rajoy, y ahí están los resultados del PP, no vio en Cataluña un banderín de enganche electoral. Y así le fue. Cataluña hundió a Rajoy y todo el mundo ha aprendido la lección.
El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera (d), y el líder de VOX, Santiago Abascal (i). (EFE)
El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera (d), y el líder de VOX, Santiago Abascal (i). (EFE)
En el fondo, lo que se pone de relieve es la intrínseca capacidad del actual sistema de partidos para destruir, pero su insolvencia para construir un nuevo clima de convivencia, que es el mejor caldo de cultivo para el independentismo. Incluso, convirtiendo en estéril todo lo que se toca. Hasta el punto de que cada elección está marcada por la agenda catalana, que, a su vez, deriva en un plebiscito permanente sobre el nivel de apoyo popular al independentismo. Un laberinto fatal y endiablado del que España es incapaz de salir.
Lo que sucede, sin embargo, no es un conflicto entre España y Cataluña, como pretenden los soberanistas, sino entre españoles. Precisamente, porque lo contrario sería lo mismo que aceptar una realidad política (el célebre sujeto político con potestad para decidir) que no existe, y que es el terreno en el que quieren jugar los partidarios de la independencia. Cataluña vs. España. España vs. Cataluña.

Soberanía popular

Y si se trata de un problema entre españoles (aunque le duela a Junqueras, Mas o Torra) deben ser los partidos que representan la soberanía popular quienes deben procurar una solución. Es decir, son los líderes políticos nacionales quienes deben fijar el perímetro constitucional en el que debe buscarse una solución para Cataluña en el marco de una renovación del pacto territorial dibujado en la Carta Magna, y al que se le han roto muchas costuras.
Y ahí está, por ejemplo, el vergonzante espectáculo del partido de Errejón, mojando aquí y allá, como si España fuera un país confederal, para demostrar que continúa vigente el célebre ¡Viva Cartagena! de la I República. Todos quieren su diputado —gallegos, murcianos, aragoneses— para fragmentar un poco más el Congreso de los Diputados, y se irán con quien les garantice un escaño que ahora, piensan, no les asegura Iglesias.
Íñigo Errejón. (EFE)
Íñigo Errejón. (EFE)
En definitiva, un absurdo calendario político que hace que las elecciones vayan a girar de nuevo en torno a Cataluña, lo cual es un disparate para un país con significativos problemas, como el desempleo, la desigualdad o la productividad.
La realidad, sin embargo, es muy distinta. El PSOE, sí o sí, necesitará tras el 10-N a Ciudadanos o a Unidas Podemos, salvo que quiera gobernar con una exigua mayoría gracias a la abstención del PP, lo que instalaría al país ya de una forma estructural en la más absoluta inestabilidad política con Cataluña, como una pesadilla, como telón de fondo.
La filosofía, sin embargo, como dijo Heidegger en la entrevista con 'Der Spiegel', no da más sí. Ha llegado a su fin. Hay que pasar de las musas al teatro. Lo contrario es el hartazgo.

                                       CARLOS SÁNCHEZ  Vía EL CONFIDENCIAL