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domingo, 16 de mayo de 2021

SÁNCHEZ Y EL GOBIERNO DEL CAOS

El Ejecutivo no ha tenido mayor ocurrencia que poner a gobernar a los Tribunales.

ULISES CULEBRO 

ULISES CULEBRO

Como ordinariamente el Tribunal Constitucional (TC) se hace oír tarde (o nunca, como con su irresolución sobre la ley del aborto más de una década después), cuando ya es imposible impedir la realización de los hechos reprobados o cuando sus muñidores ya están fuera del cargo, es fácil concluir -yendo del hecho al dicho- que sus sentencias se ajustan, por lo general, al refrán de que a burro muerto, cebada al rabo. No cabe mejor apostilla a las nimias secuelas que cosechará el fallo del Alto Tribunal que declara nulo el precepto que permitió integrar al hasta hace nada vicepresidente Pablo Iglesias, así como al fontanero-jefe del presidente, Iván Redondo, en la Comisión Delegada del Consejo de Ministros que supervisa el Centro Nacional de Inteligencia. Redunda en esa apreciación el hecho clamoroso de que el tribunal de garantías constitucionales aún aguarde a pronunciarse sobre un estado de alarma abolido este 9 de mayo al cabo de 14 meses de vigencia y rigor.

Al abdicar de su alta encomienda, como el Gobierno hace a su vez dejando en manos de los tribunales que gobierne la salida al estado de alarma, el TC propicia una ilusión de control que no es tal cuando los veredictos se dilatan de tal modo que son brasas frías que no calientan y a las que no cabe otro destino que esparcir sus cenizas. Lejos de desincentivar las prácticas que mueven a su condena, las estimulan, bien por conveniencia política, bien por egoísmo propio de magistrados que no quieren arruinar sus expectativas de destino en plena renovación de este órgano de extracción parlamentaria. Burla burlando, como en el soneto que Violante mandó hacer a Lope de Vega, esos gobernantes desaprensivos suman abusos como tercetos y cuartetos aquel fénix de los genios del Siglo de Oro español hasta proclamar: «Contad si son catorce, y está hecho».

Así, según el TC, en el asalto al CNI no concurrían los requisitos que facultan al Gobierno para eludir la tramitación ordinaria de una norma en las Cortes y tomar la vía expedita del decreto-ley que, en este año y medio de estado de alarma, Sánchez ha explotado con frenesí de ludópata. A razón de uno por mes y para meter de matute cuestiones que no se correspondían con la finalidad de estos. Pese a contravenir el artículo 86.1 de la Constitución que fija que sólo por extraordinaria y urgente necesidad puede el Gobierno dictar decretos-leyes, Sánchez coló de rondón a Iglesias en la comisión del CNI en la disposición final segunda del decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, que activaba medidas económicas y sociales sobre el coronavirus. Por la gatera, obró una modificación encubierta de la Ley Reguladora del CNI.

Como resalta su ponente, Pedro González-Trevijano, su propósito último no guardaba relación alguna con la pandemia. Pero sí, claro, con la ambición de Iglesias de estar al acecho de los servicios secretos, así como con el compromiso adquirido por Sánchez para alumbrar su Gobierno socialcomunista. Mientras ambos se entretenían en sus juegos de poder y aprovechaban para asaltar las instituciones, evocando lo anticipado por San Agustín de que los reinos que se olvidan de la ley derivan en bandas de ladrones, los españoles vivían aquellas jornadas trágicas de marzo recluidos sin saber qué sería de su vida y de su hacienda tras haberse facilitado desde instancias gubernamentales la propagación (más de 150.000 muertos lo contemplan, junto a muchos miles de convalecientes) de la peste del siglo XXI.

Luego de negar de realidad hasta convertir la mentira en un modo de hablar, como El burgués gentilhombre, de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, se ha desentendido de la misma endosándole nuestro Poncio Pilatos patrio la patata caliente a los presidentes autonómicos. A través de una cogobernanza asimétrica, el Gobierno se reserva el papel de árbitro con patente de arbitrariedad a conveniencia. Fue lo que hizo en su deletérea ofensiva contra Madrid para auspiciar primero las opciones del ministro Illa en Cataluña y luego para derribar a Ayuso con la palanqueta de las mociones de censura en cascada apalabradas con Ciudadanos. Como colofón de la desgobernanza, dejó desguarnecidas a las autonomías, pese a haberse comprometido a dotarlas de un paraguas jurídico cuando recabó votos para prorrogar por seis meses el estado de alarma. El supuesto arsenal normativo que arguye el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, para justificar la inacción, revela lo inexistente que cabía prever al año de que la vicepresidenta Calvo anunciara un plan que jamás vio la luz.

Al no estar para gobernar, el Ejecutivo no ha tenido mayor ocurrencia que poner a gobernar a los Tribunales Superiores de Justicia y al Supremo para que sean los que, en vez de atenerse a preservar el cumplimiento de las normas, suplan la inhibición del Ejecutivo e incluso del Legislativo. Ello supone tanto como retrotraerse a lo que un autor inglés, Robert Southey, llamó en 1844 «critarquía», esto es, la dirección de los asuntos públicos por parte de los togados, al modo de la Judea del Libro de los Jueces. Un desvarío en toda regla por parte de quien torpedea la independencia judicial y ahora endosa a la Justicia una tarea gubernativa. Cual empresa en concurso de acreedores, Sánchez encomienda la gobernación de asuntos tan sustanciales como la pandemia a la Administración de Justicia. Se empieza con que el Estado debe dirigirlo todo y se finaliza abandonándolo al caos.

Como denuncia la práctica totalidad de presidentes autonómicos, resulta indignante por parte que quien se ha desentendido de la pandemia y les ha desprovisto de instrumentos jurídicos para salir ordenadamente del estado de alarma cuando ha dispuesto de idéntico tiempo que la comunidad internacional para lograr descubrir las vacunas salvíficas, como ha subrayado Núñez Feijóo. De este modo, comunidades con menor tasa de incidencia son autorizadas judicialmente a establecer el toque de queda que se les niega a aquellas otras que desbordan ese porcentaje para desdoro de una Justicia que, sin comerlo ni beberlo, se ve atrapada en el caos desatado por Sánchez como sí pudiera salir bien librado del marasmo y sobrevivir al mismo.

Cual subastador de lonja que grita a viva a voz la entrada de cada caja de pescado recién desembarcada, pero sin la pretenciosidad de aparentar que los ha capturado él, Sánchez corea diariamente la cuenta atrás de la vacunación que escenifica fotografiándose con bata blanca y gafas de científico como si fuera el sumo hacedor de ellas en sus visitas a laboratorios que fabrican los antídotos de farmacéuticas foráneas. Ya lo hizo el verano pasado con los fondos europeos por llegar tras invitar a los españoles a disfrutar de la nueva normalidad y retorna a hacerlo al cabo del tiempo. Se hace presente lo escrito por Galdós, en 1898, en su episodio nacional sobre Mendizábal: «En fin... nuestros mandarines se parecen a los toreros medianos; ¿sabe en qué? Pues en que no rematan. La política de entonces, como la de ahora, no era terreno propio para lucir las supremas dotes de la inteligencia; era un arte de triquiñuelas y de marrullerías».

Valiéndose de las artimañas referidas por el gran escritor canario, a Sánchez sólo le mueve mandar. Desde que amalgamó en 2018 la Alianza Frankenstein contra Rajoy, bien para llegar al poder (PSOE) o para demoler el régimen constitucional (Unidas Podemos), bien para romper la integridad territorial de España (soberanistas y bilduetarras), era evidente que esa conchabanza no podía construir nada, sino destruir lo que menester fuera en función de la capacidad de resistencia del Estado y de sus ciudadanos. No fue, como verbalizó Alfonso Guerra, un error de apreciación de Sánchez y de su Rasputín Redondo, como gran urdidor de aquel audaz golpe. Encerraba una estrategia por la que, si retenía el 30% del voto, el PSOE tendría asegurado el Gobierno, pues sus socios facilitarían su investidura con tal de que el centroderecha no retornara a La Moncloa. Luego, con la prima de gobierno, podría ir aflojando esas ataduras a medida que, merced a la instrumentalización electoral del manejo de fondos públicos, incrementara su caudal de escaños propios.

Sin embargo, en los dos intentos habidos en este negro trienio iliberal que Sánchez ha encarado como un plebiscito personal -Cataluña discurrió por otros cauces electorales- sobre dos variantes de la cepa autocrática -«o yo o el caos» y «o yo o el desmadre madrileño»-, tanto las elecciones generales de noviembre de 2010 como los comicios parciales de Madrid se han saldado con sendos fracasos, si bien el primero lo palió con su abrazo de náufragos con Iglesias. Con los socios con los que aún se halla embarcado no es posible gobernación alguna por parte de quien, como concluye Mefistófeles en el Fausto de Goethe, depende de las criaturas que ha creado.

Ni siquiera la marcha de Iglesias, aunque le sirva de alivio escapar a su sombra y a su coleta, le permitirá desentenderse de esos apoyos con medidas de gracia penitenciarias como las que el Gobierno vasco concederá a los criminales etarras acercados por Marlaska tras serle transferidas las prisiones y que se extenderán, a partir del 13 de junio, a Cataluña. Todo ello una vez se constituya el Govern si se sofoca la guerra civil independentista después de desearse mutuamente que los unos se jodan en prisión y que los otros se mueran de asco en Waterloo, así como se celebren las primarias del PSOE andaluz de ese día en el que el sanchismo quiere enterrar a Susana Díaz para que ésta no le recuerde que no era nadie hasta que lo escogió como sobresaliente para que le calentara el sitio en Ferraz.

Después de alentar la nueva política de su tiempo, viendo que duró lo que una primavera corta, como se aprecia en este décimo aniversario del 15-M en el que los adoquines que se levantaron simbólicamente, como los universitarios sesentayochistas del Mayo parisino, han servido a quienes usufructuaron aquel movimiento de indignación para edificarse un colosal casoplón, sin que apareciera debajo ninguna playa, Ortega y Gasset solía decir que «vivir es saberse perdido» al entender que «el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse». Empero, quien no se siente nunca perdido, como Sánchez tras su varapalo en Madrid y su incapacidad e improbabilidad para rectificar, se pierde inexorablemente al no encontrarse jamás.

No es extraño que combata sañudamente a aquellos que advirtieron que el sanchismo, cual enfermedad infantil del PSOE, podría enterrar unas siglas históricas timoneadas por quien se toma demasiado en serio a sí mismo, pero no a aquellos cuyo destino rige.

 

                                                                     FRANCISCO ROSELL   Vía EL MUNDO

 

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