Fue hace un año. Ocurrió el 6 y 7 de septiembre. Dos días que arrasaron
las instituciones catalanas. Dos jornadas negras, dos fechas que han
quedado marcadas en el calendario de la indignidad democrática, del
oprobio, de la traición
Carles Puigdemont, expresidente catalán huido de la justicia, tras su discurso en el Pleno del Parlament
EFE
Todo empezó
entonces, en vísperas de la Diada y ya con el independentismo preparando
su referéndum de independencia. Fueron dos días en los que un
hiperventilado grupo de fanáticos, espoleados por un político mediocre y
mesiánico, impulsaron el primer acto del golpe de Estado en Cataluña.
Esas horas de tensión y drama, de insultos y humillaciones, de zarpazo
al corazón de nuestro edificio constitucional, abrieron el camino hacia
una proclamación de independencia de la que sus ideólogos y ejecutores,
luego aviesamente renegaron.
“Todo fue simbólico”, “allí no se aprobó nada”,
tartamudearon los cabecillas, uno tras otro, ante los jueces de la
Audiencia Nacional y del Supremo. Nueve de ellos están en prisión.
Siete, huidos de la Justicia. El ‘heréu’ de aquella mascarada
insensata, Quim Torra, amenaza con
reincidir, con intentar de nuevo el desafío. Los independentistas,
desbordar las calles con músculo amarillo en esta efeméride infausta.
Carme Forcadell,
por entonces la presidenta de la Cámara, fue la sumo sacerdotisa del
esperpento. Una apocada exdirigente de la ANC, sin apenas formación, con
desconocimiento casi absoluto de los usos parlamentarios, de sus
normas, reglamentos, procedimientos, se erigió, empujada por una colla
de bárbaros, en la oficiante de aquel ceremonial que arrasó uno de los
más firmes cimientos del edificio democrático: el Parlamento.
Lo
hizo entre espasmódicas decisiones, titubeos, incoherencias,
tartamudeos. Encogida por el miedo y arrebatada por el fervor
patriótico, empujada desde los escaños por los más obcecados de sus
compañeros de aventura, Forcadell consumó el latrocinio: amordazó a la
oposición, ignoró a los letrados de la Cámara, anuló al Consejo de
Garantías Estatutarias, dinamitó el reglamento, el Estatut y la Carta Magna
y redondeó la aprobación de dos leyes que con las que se pretendía
consumar un referéndum ilegal que abriera las puertas a la proclamación
de la República.
Una intervención memorable
“Revisadas
ahora aquellas sesiones frenéticas y delirantes, nada tiene sentido”,
comenta un diputado del PDeCat. Ni su desarrollo, ni su guión, ni los
diálogos, ni, en suma, sus consecuencias. Fue una función en dos actos
en la que la oposición defendió en forma ejemplar los valores cívicos y
democráticos, con momentos de enorme valentía, como la esforzada brega
de diputados como Carlos Carrizosa, Alejandro Fernández y hasta el sorprendido Joan Coscubiela, que ese día pareció darse cuenta de que, hasta entonces había respaldado a una pandilla de golpistas.
La
absurda y estulta izquierda de siempre, capaz de asociarse con racistas
y ladrones con tal no aparecer en la foto con la derecha. Coscubiela,
ese día, pronunció el mejor de sus discursos. “Demasiado tarde,
compañero, le dijeron desde los escaños constitucionalistas. Le has
hecho el juego al monstruo y ahora te pones a llorar. “¿No viste que son
una panda de golpistas que sólo buscan montar su Estado para no rendir
cuentas de décadas de saqueo ante los tribunales?”.
En su atribulada intervención, Coscubiela lanzó, mirando a los ojos a Puigdemont y Junqueras
–uno sonreía con cinismo y el otro bajaba la mirada hacia su móvil- una
frase demoledora: “No quiero que mi hijo viva en un país en el que una
mayoría silencia y sepulta a una minoría. Eso no es democracia. Le están
tomando gusto a pisotear la democracia”. Toda la bancada
constitucionalista, PP, Cs, PSC y Podemos, puesta en pie, ovacionó al orador al grito de "Democracia, democracia, democracia".
Sin
permitir enmiendas, ni dictámenes preceptivos, ni debates, el bloque de
la DUI aprobó, con nocturnidad y displicencia, dos leyes decisivas para
la proclamación de la independencia. Ambas, contra el criterio de los
letrados de la Cámara y bajo la admonición del Constitucional. Había
prisa, mucha prisa. La cita con las urnas ilegales del 1-O no podía
esperar. Ni aplazarse. "No se hace esperar a la república", declaró un diputado de ERC.
Aprobación de madrugada
En
la noche del 6 de septiembre se aprobó la ley de la consulta, después
de apenas hora y media de tratamiento parlamentario, en el que los
esforzados portavoces de los grupos democráticos chocaban, una y otra
vez, con la intemperancia de Forcadell. “Es una carrera a ninguna
parte”, dijo un diputado de la oposición. A las 21,33 se produjo
finalmente la votación, con el respaldo de JxSí y de la CUP. Podemos se
abstuvo y Cs, PSC y PP abandonaron el Hemiciclo. El escueto grupo de los
populares, comandado por García Albiol,
depositó en sus escaños banderas de España y Cataluña. Una diputada
podemita, apellidada Martínez, retiró luego tan sólo las primeras, entre
los aplausos jocosos de los separatistas.
El
referéndum quedaba bendecido en una sesión antidemocrática y
totalitaria. Una aprobación exprés, aprovechando torticeramente una
rendija del reglamento de la Cámara por parte de la Mesa. Semanas habría
llevado sacar adelante esta iniciativa de haberse respetado los
trámites legales.
Al día siguiente, con los ánimos
encendidos en las dos partes, se abordó, en forma similar, la Ley de
transitoriedad jurídica y fundacional de la república, conocida como
‘Ley de desconexión’, una especie de Constitución de andar por casa hasta que un singular organismo integrado por miembros del gobierno y de la sociedad civil (las entidades de agitación ANC y Omnium)
prepararan el camino hacia el proceso constituyente. Al más puro estilo
chavista, como lo definió un dirigente de Ciudadanos.
Carme Forcadell, sin duda la principal protagonista de esas tempestuosas sesiones de oprobio democrático, el símbolo del menosprecio a la Constitución, declaró ante el juez Llarena que sesiones apenas tuvieron un carácter simbólico
La llamada ley de desconexión se aprobó, también sin
miembros de la oposición en la Cámara, pasadas las 12.30 de la noche,
después, asimismo, de intensos choques entre los portavoces de los
grupos democráticos y la presidenta del Parlament. "El pleno del sainete", lo llamaron algunos inconscientes en Moncloa. Inés Arrimadas,
en su premonitoria intervención, advirtió los miembros de la Mesa sobre
el carácter abiertamente ilegal de la tropelía que estaban perpretando.
“Si usted se salta un semáforo en rojo y le pillan, sabe que tendrá
consecuencias”. Y las tuvo.
Carme Forcadell, sin duda
la principal protagonista de esas tempestuosas sesiones de oprobio
democrático, el símbolo del menosprecio a la Constitución, declaró ante
el juez Llarena que sesiones apenas tuvieron un carácter simbólico. Es la único miembro de la Mesa que se encuentra ahora en prisión,
junto a los miembros del ‘Govern’ que impulsaron el golpe, a la espera
del juicio oral que se abrirá a partir de octubre, según todas las
previsiones.
El 27 de octubre de 2017, con la excusa
del ‘mandato ciudadano’ del referéndum del 1-O, el Parlamento catalán
aprobó la declaración de independencia por 70 votos a favor, dos en
contra, diez en blanco y con la oposición democrática nuevamente fuera
del Hemiciclo. Ese mismo día, el Gobierno de Mariano Rajoy
puso en marcha la aplicación del artículo 155 de la Constitución
mediante el que se intervenían todas las instituciones de autogobierno
con excepción del Parlament y se convocaban elecciones autonómicas para
el 21 de diciembre. Los secesionistas, empero, siguen en el poder.
JOSÉ ALEJANDRO VARA Vía VOZ PÓPULI
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