Artículos para reflexionar y debatir sobre temas y cuestiones políticas, económicas, históricas y de actualidad.
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miércoles, 5 de septiembre de 2018
MAÑANA ES HOY
El futuro está ya entre nosotros y es
imparable, lo único que podemos —y debemos— hacer es intentar
regularlo, y a veces ni eso es fácil porque se mueve más deprisa que los
propios legisladores
Robots Alpha 1E bailan en el 'stand' de Segway en la Feria de Tecnología IFA de Berlín. (EFE)
Oponerse al cambio es como darse de cabezadas contra la pared. Uno es
libre de hacerlo, pero los resultados no son buenos y la que sale peor
parada es la cabeza. Cuando la Revolución Industrial
llegó al Reino Unido en el siglo XVIII, hubo manifestantes que rompían
las máquinas a martillazos y algunos acabaron en la horca. Cuando en
1900 llegaron los tractores al campo norteamericano, los campesinos se
opusieron por temor a perder sus empleos. Entonces, un 70% de la
población aún vivía de la agricultura y 120 años más tarde solo lo hace
el 3%, pero el desempleo en los EEUU está por debajo del 4%, porque se
destruyeron ciertamente trabajos en el campo pero se crearon en otros
lugares, y la conclusión es que no se puede poner puertas al campo y que
lo realmente importante es tener una población con educación que la haga flexible y adaptable a un mercado en evolución constante. Y ahora cambia más deprisa que nunca.
A diferencia de la Revolución Industrial, la Revolución Tecnológica nos sorprende por un doble motivo: el primero es que la globalización
le da un alcance universal en un mundo interconectado, y el segundo es
que su ritmo es tan rápido que apenas nos da tiempo a adaptarnos a ella.
El cohete que llevó a Armstrong a la luna tenía 12.000 transistores,
mientras que un iPhone lleva 3,2 millones. La Ley de Moore afirma que la
capacidad de procesamiento se duplica cada 18 meses, y Tom Friedmann en
su último libro ('Perdón por llegar tarde', 2018, Deusto) compara ese
desarrollo con el mucho más lento experimentado por la industria
automovilística, y dice que de haber sido parejo, el Volkswagen
escarabajo alcanzaría los 480.000 kilómetros/hora, gastaría cuatro
litros cada tres millones de kilómetros y su precio sería solo de tres
céntimos. ¡Impresionante!
Pero no se para aquí, la inteligencia artificial (IA) y el internet de las cosas
(IoT) van a alterar nuestras vidas de formas que hoy ni siquiera
podemos imaginar. Una empresa de Singapur ha 'sentado' un algoritmo en
su consejo de administración —¡con derecho de voto!— porque analiza los
mercados mejor y más deprisa que los humanos. Yuval Noah Harari se
pregunta si un día los algoritmos llegarán a reemplazarnos o a dejarnos
de lado, como hemos hecho nosotros con los caballos cuando se inventó el
motor de explosión. Quizá por eso los grandes empresarios no se ponen
de acuerdo: Pichai, CEO de Google, piensa que la IA salvará el mundo,
mientras que Jack Ma, CEO de Alibaba, cree que es una amenaza para la humanidad. Elijan.
El asunto sería más comprensible y manejable si la Revolución Tecnológica no coincidiera en el tiempo con otras dos revoluciones:
la de la información y la demográfica. Y ahí es donde nuestros pobres
cerebros piden tiempo, como en los partidos de baloncesto, para
recuperar el resuello y tratar de entender lo que pasa alrededor. Hoy
hay 3.000 millones de teléfonos inteligentes en el mundo, de forma tal
que un pastor del altiplano boliviano puede tener más información
en la punta de sus dedos que la que tenía Kennedy durante la crisis de
los misiles en Cuba. El problema hoy no es tener información sino
distinguir la buena de la mala, la correcta de los bulos que algunos se
dedican a diseminar con apoyo de la última tecnología para engañar al
personal, desestabilizar gobiernos o influir en las elecciones, en lo
que constituye un gravísimo ataque al corazón del sistema democrático.
El
problema hoy no es tener información sino distinguir la correcta de los
bulos que algunos se dedican a diseminar con apoyo de la tecnología
Y si miramos la Revolución Demográfica,
los cambios son también espectaculares. La población mundial alcanzó
sus primeros 1.000 millones en la época de las campañas napoleónicas y
se ha duplicado en los últimos 42 años, desde 3.600 a 7.200 millones, y
eso quiere decir que si el lector tiene más de esa edad, eso ha ocurrido
durante su propia vida. Es un cambio tremendo. Crecerá otros 2.000
millones en los próximos 30 años, y ese crecimiento se concentrará sobre
todo en África (1.300 millones) y en América del Sur y el Sureste
asiático, mientras Europa perderá población y la que quede será más vieja.
Mucho más vieja. Esto provocará grandes cambios, mucha gente accederá a
la clase media, habrá fuertes migraciones, más competencia por recursos
limitados (agua, energía, alimentos) y mayor gasto en sanidad,
educación y pensiones... Son solo algunos ejemplos.
La combinación
de estas tres revoluciones —tecnológica, de la información y
demográfica— es brutal, tiene efectos acumulativos e impacta sobre la economía,
la política y nuestra propia organización social. El Estado de Bodino
se ha quedado obsoleto, porque ya no puede cumplir el viejo contrato
social por el que los ciudadanos pagaban impuestos a cambio de
seguridad, empleo, etc. Hoy, los gobiernos no controlan las fronteras,
la moneda, la economía o la información, solo son capaces de ofrecer
soluciones locales a problemas que se han hecho globales, y eso tiene el
grave inconveniente de que esas soluciones no funcionan. Esa es la
razón por la que los nacionalismos, en mi opinión, no tienen futuro,
aunque pueden ofrecer el espejismo de mayor seguridad a
corto plazo ante los miedos que provoca el desconcierto que nos invade,
y eso explica el éxito electoral de Trump, Podemos, la Lega italiana,
Puigdemont, Iniciativa por Alemania, Le Pen y Orbán.
El
gran cambio es irreversible, la gran duda es si viviremos mejor o no,
porque estas revoluciones nos hacen al tiempo más libres y manipulables
Todo es lo mismo y nace del miedo a perder privilegios
y de las crecientes desigualdades económicas que también nos trae la
globalización. Pero levantar muros y barreras no es la solución, porque
nadie puede enfrentar solo problemas que nos afectan a todos y porque el
tiempo no va hacia atrás, como ya nos enseñó Stephen Hawkins, y por eso
los carteros tienen que soportar que los correos electrónicos les
quiten trabajo, y los taxistas tienen que ceder terreno ante Uber o
Cabify. El futuro está ya entre nosotros y es imparable, lo único que
podemos —y debemos— hacer es intentar regularlo, y a veces ni eso es fácil porque se mueve más deprisa que los propios legisladores.
El gran cambio es irreversible, la gran duda es si viviremos mejor o no, porque estas revoluciones nos hacen al mismo tiempo más libres y más manipulables
(Assange, Cambridge Analytica...), mientras aumentan las diferencias
económicas y sociales entre individuos y también entre países. La única
respuesta inteligente la da la educación, que debería ser la gran prioridad de cualquier gobernante sensato que fuera capaz de mirar más allá de los cortos intereses de su legislatura.
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