Los líderes de Podemos y del PSOE, Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, durante una reunión de sus equipos en el Congreso.
EFE
Fin del verano. Vuelta al cole.
Retorno al trabajo, a las incógnitas del futuro. Y regreso al pasado, al
recuerdo de esta España que en realidad son dos, al menos dos, dos
Españas decididas en apariencia a disputarse el presente siempre a
garrotazos. Pocas veces un mes de septiembre se presentó tan amenazador,
tan cargado de malos presagios para millones de españoles, para esa
España de amplias clases medias que prosperó en el franquismo y que ha
disfrutado con la democracia del mayor periodo de paz y prosperidad
conocido en nuestra historia.
Una de esas dos Españas parece decidida a arramblar con
el pasado reciente para abrazar un futuro reñido con la democracia
liberal, la democracia parlamentaria con separación de poderes, del
brazo de fórmulas económicas que han demostrado sobradamente su
ineficacia y que, so capa de favorecer a los menos protegidos, acaban
distribuyendo pobreza por igual entre pobres y ricos de la mano de una
elite revolucionaria que, ella sí, nada en la abundancia. Es tan
conocido el proceso que casi da vergüenza ajena tener que recordarlo.
Dispuesto a sacar ventaja de unas hipotéticas elecciones generales, el
Gobierno Sánchez está decidido a tirar del dinero público hasta donde
sea menester, con desprecio total del déficit y de la deuda pública, ya
en unos niveles insoportables. En vez de racionalizar el gasto público,
anuncia subidas de impuestos a las grandes empresas y “a los más ricos”,
antesala de la huida de la inversión extranjera y de esos supuestos
“ricos”, que tratarán de poner a buen recaudo, el que pueda, su
patrimonio. Es la obsesión de esta izquierda desnortada por convertir en
pobres a los ricos, en lugar de tratar de recorrer el camino a la
inversa creando riqueza antes de pretender repartirla.
Pero
no es la economía lo que está en peligro, con ser ello grave. De las
crisis económicas se suele salir con más o menos esfuerzo, y hasta esa
miseria moral e intelectual llamada Mariano Rajoy
fue capaz, simplemente tocando cuatro palillos, tal que la reforma
laboral, y no cometiendo ningún disparate, de permitir a la sociedad
española levantar el vuelo. No es la economía, no, lo peor. Lo peor está
en la política. En el intento de convertir en papel mojado la
Constitución de 1978 para sustituirla por algún experimento bolivariano
al gusto del sanchismo y de su principal aliado, Podemos. El anuncio de que el Gobierno que preside el okupa Sánchez,
con el apoyo de quienes le situaron en Moncloa, todos enemigos
declarados de la España constitucional, está dispuesto a cepillarse el
Senado simplemente porque le estorba, porque se trata de un valladar, un
poder que no controla, es un dato con la gravedad suficiente para
encender todas las alarmas y transformarse en el toque de corneta capaz
de movilizar a todo auténtico demócrata.
Y no es que este Senado convertido en una tan costosa como inútil antigualla merezca la categoría de casus belli.
No es eso, no es eso. En todo caso, los cambios que sea necesario
introducir en la institución deberán serlo con el imprescindible
consenso. Lo que resulta inaceptable es que un Gobierno con 84 diputados
pretenda protagonizar un golpe de mano que recuerda las derivas de
todas las democracias que en fecha reciente han pasado a mejor vida,
desde la Turquía de Erdogan hasta la Venezuela del siniestro Maduro,
simplemente porque el Senado se ha convertido en un obstáculo para sus
planes de perpetuarse en el poder sin haberlo ganado en las urnas. Que
el largocaballerismo que hoy maneja al PSOE esté siquiera dispuesto a
escuchar una solución tan abiertamente antidemocrática, incluso
golpista, es un claro indicio de los peligros de acechan a nuestra
doliente, siempre pobre, deficitaria democracia, pero que, con todos sus
achaques, ha permitido un extraordinario periodo de paz y libertad. Los
enemigos de la unidad y el progreso de España ya no residen sólo en
Cataluña y en los nacionalismos reaccionarios y xenófobos sostenidos por
la izquierda neocomunista, sino que están ya en el propio corazón del
Estado, nada menos que en la presidencia del Gobierno y en su entorno.
Quienes en nuestra primera juventud militamos en el PCE en vida de Franco,
nunca pudimos imaginar que llegaríamos a ver momentos de incertidumbre
democrática como los que estamos viviendo. Ninguno de los amigos con los
que compartí militancia (Nati Gálvez, Ángel Vivas, José María Barredaet al)
éramos comunistas ni Cristo que lo fundó. Simplemente nos sentíamos
antifranquistas dispuestos a aportar nuestro granito de arena en la
tarea de acabar con la dictadura y acelerar el tránsito hacia una
democracia. No puedo alabar aquella aventura (ni siquiera presumir de
haber recibido un simple porrazo de un gris), y sí,
en todo caso, avergonzarme de ella. Pero empleé un tiempo precioso de
mi juventud en soñar una España mejor, más libre, más justa y más rica,
soportando con estoicismo las homilías que el camarada Carrillo remitíadesde
París y que las tardes de los domingos comentábamos en clandestinidad
en lugar de estar retozando con una moza en el cine. Todos abandonamos
el partido inmediatamente después de aprobada la Constitución del 78. Y
lo hicimos con un cierto regusto amargo, porque no entendimos bien por
qué razón el plasta de Carrillo había entregado el partido,
desmantelándolo, a cambio de su legalización.
Construir una democracia sin demócratas
Pronto
comprendimos que en aquella decisión de un PCE que había perdido la
guerra civil estaba la clave de la reconciliación entre españoles, del
nunca más al derramamiento de sangre entre compatriotas por grandes que
fueran las diferencias ideológicas. Todos emprendimos con ilusión el
camino de la naciente y promisora democracia, a pesar de golpes tan
dañinos como la decisión de Felipe González
de acabar ya en 1985 con la independencia del poder judicial. Siempre
confiamos en que las imperfecciones y carencias del sistema, la
calamitosa estructura territorial del Estado, por ejemplo, se irían
corrigiendo con el paso del tiempo. Que el sistema sería capaz de purgar
sus errores y regenerarse desde dentro. Pero nunca sospechamos que
fuera a resultar tan difícil construir una democracia sin demócratas.
Nunca imaginamos que el cáncer de la corrupción llegara a ser tan
profundo y letal. La derecha pudo hacer realidad, gracias a las mayorías
de las que dispuso, esa democracia con contrapesos eficaces, esa
economía liberalizada, esa educación clave para el crecimiento… Pudo
hacer muchas cosas, pero, veteada de caciquismo franquista, renunció a
la tarea, limitándose a convertir en millonarios a algunos de sus
amigos. La última herencia de esa derecha se resume en el legado de ese
personaje mil veces maldito apellidado Rajoy y su escandalosa tocata y fuga en la tarde noche del jueves 31 de mayo. Esa es la herencia a la que ahora nos enfrentamos.
Lo
que jamás sospechamos entonces es que al frente del Gobierno de España
llegaría a estar un personaje encumbrado por los enemigos de España y
decidido a hacerse fuerte en el poder incluso haciendo añicos la
Constitución, como ejemplifican sus intenciones con el Senado. Un tipo
incapacitado para hacer cumplir la ley en Cataluña y meter en vereda a
quienes le han hecho presidente. ¿Dispuesto incluso a jugar a Maduro si
necesario fuera, con el respaldo de nuestros maduros y
demás enemigos de la nación? Lo que nunca imaginamos es que a nuestra
provecta edad volveríamos a vernos obligados a movilizarnos en defensa
de nuestra democracia y contra los designios de quienes, 43 años después
de muerto Franco, pretenden revertir la Historia y conducirnos por
senderos de miseria y dolor pasados. En esa tesitura nos hallamos. Que
nadie se engañe. Este sicópata del poder (discípulo ignoto de esa
nietzscheana “voluntad de poder” enemiga de toda mejora de la condición
humana) desprovisto de cualquier otro aditamento intelectual o moral ha
venido para quedarse a poco que se lo consintamos, a mucho que nos
quedemos en casa y renunciemos a salir a la calle para reclamar cuanto
antes elecciones generales, advirtiendo al pueblo soberano de lo que se
juega en el envite.
Y ahí estamos, dispuestos de nuevo
a enarbolar las banderas de la libertad contra todo tipo de populismos y
totalitarismos nacionalistas, convencidos de que en esta pelea podremos
contar con millones de españoles simplemente sensatos, desde luego con
buena parte de esa militancia socialista que padeció la dictadura y que,
como la gran mayoría de la derecha, no entiende la obsesión de este
atrabiliario personaje, este fantoche todo opereta gestual dispuesto a
hacer bueno a Zapatero, por desenterrar cadáveres y sacar a pasear a los
demonios familiares históricos de los españoles. Toca movilizarse de
nuevo. Toca arremangarse para impedir la tropelía de la vuelta atrás.
Toca luchar por la Constitución y la unidad es España, que es tanto como
decir por la paz y el progreso. Por los valores de la Ilustración. Este
es el gran reto del curso que se nos viene encima, y en esa pelea
estará sin dudarlo este periódico, libre de cargas y servidumbres. Ni PP
ni PSOE nos dieron nunca los buenos días. Simplemente dispuestos a
cumplir con nuestra obligación: la defensa de nuestra democracia
parlamentaria desde la siempre utópica atalaya de una España liberal.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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