Juan Manuel de Prada
Resulta, en verdad, lastimoso, ver a los chavales españoles
convertidos en mamarrachos gregarios de modas extranjeras, con sus
disfraces macabros de Giligüín. Cada año son más; y sus celebraciones
son más bullangueras, como de monos encerrados en una jaula que se
disputan una garrafa de licor. Que este es el destino que aguarda a los
pueblos que se quedan sin teología.
En las mojigangas y mascaradas propias de nuestra tradición siempre
la gente se disfrazó de diablo, lo mismo en las danzas de la muerte
medievales que en las carnestolendas barrocas. En mi tierra, incluso,
tenemos las fiestas de zangarrones, que son mascaradas invernales de
carácter burlesco, donde las figuras diabólicas salen a la calle con un
cinturón de cencerros, repartiendo zurriagazos, y acaban siempre
trasquiladas. Y es que todas nuestras fiestas populares bebían de una
teología muy saludable, que nos enseña que el demonio, con toda su
apariencia espantable y sus ínfulas soberbias, es una criatura risible.
Pues, queriendo ser tan poderoso como Dios, puede ser vencido por
cualquier hombre, incluso por un niño (y, cuanto más niño sea el hombre,
con más facilidad podrá vencerlo), sin más arma que su libre albedrío.
Y, junto a estas mojigangas y mascaradas de irreprochable teología,
teníamos la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los
Fieles Difuntos, que nos enseñaban que quienes nos precedieron en la
andadura de la vida terrenal forman piña con quienes todavía seguimos
por este barrio, los unos intercediendo por nosotros, los otros
demandando nuestras oraciones y sufragios. Y esta comunión
indestructible entre los vivos y los muertos, esta sociedad
de ayudas mutuas añadía hondura y espesor a nuestra vida terrenal, la
nutría de bellezas y fortalezas íntimas que la hacían más gozosa, aun en
medio del sufrimiento. Pues no hay nada más hermoso (no hay forma de
solidaridad más plena) que la comunión de las almas, que nos
permite contemplar nuestra vida como un hilo que forma parte de un tapiz
donde los bríos que recibimos de quienes disfrutan del banquete eterno
los transmitimos a quienes esperan participar pronto de él. Y de esta
teología cabal brota, a modo de corolario, una vida comunitaria de
vínculos fuertes y lealtades indestructibles, que expulsa los demonios
interiores.
Frente a esta teología cabal, donde los diablos se llevan un
varapalo, donde los vivos y los muertos nos confortamos mutuamente, la mamarrachada de Giligüín confunde a los diablos con los muertos y los mezcla en enjambre aturdidor,
confabulados en la misión de martirizar a los vivos (o por lo menos de
darles la murga y hacerles bromazos). Esta visión demente en la que las
almas de los muertos se convierten en demonios es hija, en realidad, del
individualismo liberal, que quiere a los hombres convertidos en mónadas
extraviadas en el vacío sideral, aisladas de las gracias celestes,
incomunicadas de quienes penan y purgan sus faltas. E, inevitablemente,
de esta visión demente sólo puede surgir una disociedad horrenda sin fe
ni esperanza ni caridad, una disociedad fundada en los recelos y en las
desconfianzas, donde no puede haber otra unidad que la bullanga de los
monos en una jaula, disputándose la garrafa de licor que el tirano les
arroja de vez en cuando, para que anestesien el dolor de estar solos.
Que eso es lo que celebran esos chavales convertidos en mamarrachos
gregarios de modas extranjeras, con sus disfraces macabros de Giligüín:
su soledad de pobres diablos sin alma ni tradición, extraviados como
mónadas en medio del vacío sideral y en manos de tiranos que los pueden
apaciguar o enviscar, según convenga.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en ABC.
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