domingo, 17 de julio de 2022
LA RECONSTRUCCIÓN DE ESPAÑA
domingo, 10 de julio de 2022
Dalmacio Negro: "¿El rearme de Europa? La UE aumentará impuestos, pero no hará nada salvo que lo mande EEUU"
¿QUEREMOS REALMENTE LA PAZ?
En 2013, dos economistas Acemoglu y Robinson publicaron un libro que causó sensación: ¿Por qué fracasan las naciones? El tema de los repetidos fracasos de una especie tan inteligente como los sapiens me ha interesado tanto que le he dedicado dos libros, es decir, muchas horas y mucho estudio: La inteligencia fracasada y Las culturas fracasadas. El que tropecemos diez veces en la misma piedra nos retrata sin misericordia. En esta entrada del Diario me interesa tratar un fracaso concreto: ¿Por qué, si todo el mundo desea la paz, no la hemos conseguido? Resulta que la respuesta era demasiado obvia para aceptarla a las primeras de cambio. La paz no se ha alcanzado porque no es verdad que todo el mundo desee la paz. Sería más verdadero decir que todo el mundo desea la paz cuando está perdiendo la guerra o después de haber conseguido la victoria.
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La paz no se ha alcanzado porque no es verdad que todo el mundo desee la paz
Ha habido demasiados teóricos que han defendido la guerra como el gran motor del progreso. Ian Morris lo hace con un argumento especioso. Las guerras son buenas porque fuerzan a los gobiernos a hacer la paz. La guerra termina con ella misma. Es como decir que estadísticamente el hambre termina con el hambre, porque solo sobreviven los que han comido, lo que mejora las estadísticas (Morris, I. Guerra, ¿para qué sirve?, 2017). Victor David Hanson, escribe: “En última instancia, estudiar las guerras nos recuerda que nunca seremos dioses, sino meros mortales. Y eso significa que siempre habrá quienes prefieran la guerra a la paz; y que otros hombres y mujeres, es de esperar que más numerosos y poderosos, tendrán la obligación moral de detenerlos” (Hanson, V.D. Guerra. El origen de todo, p.49).
Mi propuesta en El deseo interminable es que las guerras ocurren porque alguien las considera un medio para alcanzar la felicidad pública o la felicidad personal. Y esto puede darse de dos maneras:
1
Para satisfacer las necesidades y deseos de una sociedad, nación o estado
2
Para satisfacer los de unas personas concretas
Analicemos las dos posibilidades:
La guerra y la felicidad pública
Las guerras pueden iniciarse para satisfacer las necesidades de una Nación, es decir, aquellas cuya satisfacción es necesaria para que los ciudadanos puedan desarrollar su propia búsqueda de la felicidad. ¿Cuáles pueden ser esas necesidades? Carol y Melvin Ember estudiaron por qué han ido a la guerra 186 sociedades y pensaron que el factor más importante era la escasez de recursos provocada por hambrunas, desastres naturales, escasez de alimentos o necesidad de ampliar el “Lebensraum”, el espacio vital. Paul Kennedy interpreta las guerras entre Estados europeos como una competición, un campeonato, para ganar un premio. ” El premio eran las ganancias financieras, la expansión territorial, la defensa de la fe o la gloria de la victoria”. Pueden aducirse también todos los motivos que mencioné al estudiar la expansión de los imperios, en el Diario del 20.6.2022. El resentimiento y el deseo de venganza también pueden estar en el origen de una guerra.
Con motivo de la comenzada por Putin contra Ucrania se ha hablado de la “trampa de Tucídides”, un término acuñado por el politólogo Graham T. Allison basándose en un texto de Tucídides: «fue el ascenso de Atenas y el temor que esto infundió en Esparta lo que hizo inevitable la guerra». El miedo a ser atacado despierta fervores bélicos. Es cierto que esta trampa funciona (Allison lo comprobó al menos en 16 situaciones históricas), pero más peligrosa y frecuente me parece la “trampa del realismo lógico”, que consiste en afirmar la existencia real de los conceptos, los universales, los entes de razón. A ese realismo un poco mágico se enfrenta el nominalismo que defiende que solo los individuos existen, y que los conceptos universales o designan solo un colectivo o son una mera herramienta para ayudar al pensamiento. El nominalismo nos defiende de toda suerte de idolatrías. (Lo he tratado en Defensa del nominalismo político)
Un ejemplo de “realismo lógico” es considerar que la Nación o el Estado es un ser real, que puede sentir, padecer, desear, o tomar decisiones, como la de ir a la guerra. Cuando en el colegio aprendíamos la “Oda al dos de mayo” y repetíamos “Oigo Patria tu aflicción”, estábamos cayendo en la “trampa realista”. En la misma trampa cayó, por ejemplo, el eximio filósofo Max Scheler cuando en 1915 publicó El genio de la guerra y la guerra alemana, en donde sostiene que la realidad del Estado solo se percibe con evidencia en las situaciones bélicas. ” En la acción guerrera se hace verdaderamente visible a nuestra mirada mental la realidad de la nación, y así como en la paz necesitaba justificar y probar su realidad la nación ante la conciencia individual, así ahora más bien es esta quién tiene que justificar su existencia real frente a aquella”.
La consecuencia es aterradora: el individuo ha dejado de existir ante la potencia sublime de la Nación y del Estado. En la primera versión de este libro, titulado Modelos y líderes (Vorbilder und Führer), el héroe scheleriano es “el intrépido que tiende hacia lo desconocido y gana allí un nuevo para la vida”. Militares, colonizadores y estadistas son los principales tipos de héroes, siendo este último el verdadero artífice de la política pues “eleva a su Estado activamente a un grado superior de su desarrollo”. Representa la totalidad del Estado y está movido por una “apasionada voluntad de poder”. Cita como ejemplos insignes a Napoleón, Federico el Grande y Bismarck. El filósofo alemán describe la guerra como la afirmación de los impulsos vitales de las personas singulares independientes, espirituales e individuales concentradas en una persona colectiva, independiente, espiritual e individual, conocida como “Estado” (Staat), es una “persona colectiva” (Gesamtperson). Un ejemplo de realismo lógico. No son las personas concretas las que luchan (¿?), eso sería una matanza. Son los Estados, que pueden transformar la violencia y la muerte en un acto de amor y respeto. Con razón le criticó Ortega. “Enoja a Scheler que no se reconozca en el Estado una persona real, tan real como el individuo. ¿No debe enojar más que Scheler rebaje, dentro de la enorme persona Estado, la persona individual al papel de una imagen, de una sensación, de un instinto?” (Ramirez Patiño, M. “El valor de la guerra y la paz en el pensamiento fenomenológico de Max Scheler”).
Las Naciones no desean nada y por lo tanto no pueden buscar su felicidad. Los únicos que desean son los ciudadanos y también los únicos que toman decisiones. Por lo tanto, quienes estén legitimando la guerra en nombre de un ser abstracto -falacia realista- están en un error. Otra cosa es que muchos, o tal vez todos, los miembros de una colectividad deseen una misma cosa. Pero la unanimidad no convierte en un ser real autónomo a una colectividad. Esto nos remite al segundo apartado.
La búsqueda de la felicidad personal en el origen de las guerras
¿Quién declara las guerras? Mencioné el tema en el Diario de 3.2.2022. La guerra la decidían los gobernantes, porque incluso allí donde el Parlamento intervenía, la política exterior seguía siendo la prerrogativa del rey. La educación de los príncipes era para la guerra. Se convirtió, en palabras de Galileo, en un “deporte real”. (Hale, J. War and society in Renaissance Europe, 1450-1620, John Hopkins University Press, 1985, 29). Los monarcas europeos se dedicaban a la guerra. Eso lo reconoce Maquiavelo. En cambio, los soberanos del otro lado del mundo parecían menos belicosos. Es la conclusión del jesuita italiano Matteo Ricci, (1552-1610) que estuvo tres décadas de misionero en China. Aunque en su opinión China hubiera podido conquistar fácilmente algunos estados vecinos, ni los emperadores ni los oficiales tenían ningún interés en ello: “Ciertamente, esto difiere mucho de lo que sucede en Europa, puesto que a los reyes europeos les motiva el impulso insaciable de extender sus dominios”.
La conclusión a la que llego es que la guerra siempre es el fruto de decisiones personales, y que para comprender cada una de ellas, es necesario conocer en entramado de intereses, influencias, ambiciones y expectativas. Esto no ocurre solo en las guerras modernas. G.P. Gilbert ha estudiado las guerras preestatales y comprobado que en ellas la figura del jefe guerrero es determinante. Con ellos aparece la “guerra de jefatura” (chiefly warfare), caracterizada por sumar a los desencadenantes posibles de la guerra, la búsqueda por parte de los jefes de bienes, prestigio y gloria. Es decir, de su felicidad personal (Gilbert, G.P. Weapons, Warrior and Warfare in Early Egypt, Aarhaeopress, Oxford, 2004). Donald Kahan, que intentó hacer la historia completa de la guerra del Peloponeso, lo que le ocupó veinte años y cuatro volúmenes, recuerda el elemento personal en las guerras, que “no siempre comienzan debido a ideas cósmicas, intereses o una cierta ideología, sino que a menudo lo hacen debido a impulsos humanos de personas de carne y hueso, con sentimientos hipertrofiados sobre el honor, el prestigio, o los agravios”. En “Las cruzadas vistas con rayos gamma” he esbozado la posibilidad de analizar los personajes cuyas decisiones iniciaron la primera cruzada. No fue un movimiento espontáneo. La predicó el papa Urbano II, movilizando emocionalmente a las masas. Pero después de hacerlo dedico los meses siguientes a recorrer Francia para comprometer obispos y abades en la predicación de la cruzada, y para implicar a los nobles ricos acostumbrados a pelear. Cada uno de esos personajes lo hizo por sus propias motivaciones, no siempre coincidentes. Es decir, cada uno de ellos buscaba su propia felicidad (con minúscula) y alguno también su Felicidad (la salvación).
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La fascinación por la guerra hace que no tengamos -o al menos yo no conozco- una “Historia de la paz”, es decir, de los esfuerzos, inventos, operaciones, que los humanos han hecho por mantener la paz o por restaurarla
Hay que señalar, además, que muchos hombres han encontrado su felicidad en la guerra. Que van a ella por lo que los psicólogos llaman “motivación intrínseca”, es decir, por el placer mismo de guerrear. “Si tuviera un pie en el Paraíso -exclama Garin Le Loherain, el héroe de una chanson de geste-, lo retiraría para ir a pelear”. El trovador Bertran de Born, a quien Dante representó en el infierno llevando ante sí, como una linterna, su cabeza cortada, fue más explícito:” ¡Mi corazón se hincha de gozo cuando veo fuertes castillos cercados, estacadas rotas y vencidas, y cuando las huestes choquen, los hombres de buen linaje piensen solo en hender cabezas y brazos (…) ¡Señores, hipotecad vuestros dominios, castillos y ciudades, pero jamás renunciéis a la guerra!”. Esta belicosidad atraviesa los siglos. El 28 de julio de 1914. Winston Churchill escribe a su mujer: “Todo tiende a la catástrofe y al colapso. Me siento interesado, listo para la acción y feliz. ¿No es horrible estar hecho de esta manera? Ruego a Dios que me perdone tan tremenda frivolidad”.
Vuelvo a la tesis de El deseo Interminable. Hay guerras porque personas concretas -que pueden ser una, varias o muchas- encuentran en ella su vía a la felicidad. Por muy chocante que pueda parecer. La fascinación por la guerra hace que no tengamos -o al menos yo no conozco- una “Historia de la paz”, es decir, de los esfuerzos, inventos, operaciones, que los humanos han hecho por mantener la paz o por restaurarla. ¿Por qué nos ha interesado tan poco?
Artículo de JOSÉ ANTONIO MARINA publicado en su blog "Diario de un investigador privado"
domingo, 3 de julio de 2022
Sánchez ensayará la "vía Mélenchon" para mayo 2023
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