Atentado con coche bomba en el sur de Bagdad, Irak. Un
segundo coche bomba detonará instantes después. Foto de Ronald Shaw Jr.,
Ejército de los EE.UU.
Sucedió durante la inauguración de una planta
potabilizadora de agua, en el barrio de Yarmouk de Bagdad. Una
multitud de niños asediaba a un grupo de soldados estadounidenses que repartía
caramelos, cuando un coche giró bruscamente y se dirigió hacia ellos a gran
velocidad. Inmediatamente después se produjo la primera explosión. Aún flotaban
en el aire los ecos del estampido cuando otro vehículo siguió el mismo camino,
y una segunda explosión, aún más violenta que la anterior, sacudió las casas
adyacentes como si fueran de papel. Cuando el humo se disipó, los niños habían
desaparecido. En su lugar un número indeterminado de diminutos zapatos,
sandalias y restos humanos aparecieron esparcidos por el suelo en un radio de
varias decenas de metros. A dos calles de distancia fue encontrada la cabeza de
uno de los terroristas, sorprendentemente intacta. Pertenecía al hijo de una
acomodada familia saudí.
Fue a partir del otoño de 2004 cuando los terroristas
empezaron a llegar en masa a Irak. Lo hacían desde Siria, siguiendo el
serpenteante curso del río Éufrates hasta Faluya
El desencadenante
Fue a partir del otoño de 2004 cuando los terroristas
empezaron a llegar en masa a Irak. Lo hacían desde Siria, siguiendo el
serpenteante curso del río Éufrates hasta Faluya, al oeste de
Bagdad. Una ruta que los norteamericanos bautizaron como la Línea de las
ratas. El procedimiento para entrar en Irak era sencillo. Bastaba con
viajar a Siria y, una vez allí, declarar como destino final Turquía.
Así se obtenía el visado de tránsito. Luego solo había que tomar un autobús
hasta la frontera y vestir y comportarse como un occidental para entrar en el
país.
En cuestión de pocas semanas, la situación empeoró
drásticamente para las tropas estadounidenses y, sobre todo, para la población
civil iraquí, la cual, en su inmensa mayoría no se había dejado seducir por las
incendiarias soflamas de las diversas facciones insurgentes. Muy al contrario,
los iraquíes habían confiado en que, desaparecido Saddam Hussein y
reducido el partido Baath a la mínima expresión, la prometida
reconstrucción del país, regada generosamente con dólares americanos, traería
consigo la prosperidad y, sobre todo, la paz. A fin de cuentas, lo que los
habitantes de Irak anhelaban, como los de cualquier otra parte del mundo, era
seguridad y un horizonte de futuro. Dentro de este esquema, la democracia era
algo secundario; una palabra extraña cuyo significado casi nadie alcanzaba a entender.
Pero Irak era un Estado arrasado, donde las
infraestructuras y los organismos oficiales se habían volatilizado tras los
intensos bombardeos previos a la invasión. Y lo poco que había quedado en pie,
incluidos los registros civiles, los censos y los historiales médicos, había
sucumbido a los saqueos posteriores ante la inexplicable pasividad y desidia de
las tropas invasoras. Nada funcionaba. En la inmensa mayoría del país no había
electricidad ni agua corriente. El Ejército y la policía habían sido disueltos
y cualquier signo de autoridad o presencia del Estado había desaparecido. En
definitiva, el caos era absoluto.
Saddam Hussein es sujetado en suelo durante su captura en
Tikrit, el sábado 24 de julio de 2004. Foto del Ejército de los EE.UU.
Un error sobre otro
Para terminar de complicar las cosas, en Irak los grandes
núcleos urbanos son escasos. Y los municipios menores, de unas pocas decenas de
miles de habitantes, están dispersos y rodeados por infinidad de pequeñas
aldeas que era imposible controlar, lo cual hacía que garantizar la seguridad y
los suministros se convirtiera en un problema logístico sin solución. Así,
mientras en el interior de poblaciones medias como Balad, de mayoría
chiíta, asegurar la paz era relativamente sencillo, bastaba con alejarse unos
centenares de metros más allá de sus límites para experimentar en carne propia
la violencia de la insurgencia sunita, de Al Qaeda o de cualquier
partida de saqueadores.
Fue en ese terreno de nadie donde proliferó la
insurgencia, haciendo que las escasas vías de comunicación se volvieran cada
vez más peligrosas e intransitables. El abastecimiento y el movimiento de
tropas se complicó extraordinariamente, los pequeños municipios poco a poco
dejaron de ser seguros y los cuerpos de seguridad locales, creados a la carrera
por los estadounidenses, comenzaron a disolverse. Finalmente, los insurgentes
se infiltraron en las poblaciones y se adueñaron poco a poco de sus calles,
propagando el terror.
A los innumerables errores cometidos por los políticos de
Washington se sumó la tenaz oposición de los diferentes actores con intereses
en la zona y sus sucursales violentas
El país entero se sumió en la violencia, y todos los que
tenían la piel sospechosamente pálida empezaron a sentir el aliento de la
muerte en su nuca. Los políticos, diplomáticos, agregados comerciales,
contratistas, analistas, periodistas y hasta los espías tuvieron que recluirse
en la llamada Zona verde (Green Zone), un complejo laberinto de
muros y fortificaciones que rodeaba algunos edificios oficiales en las afueras
de Bagdad. Más allá de ese lugar Irak se había convertido en un territorio
hostil donde la seguridad era una abstracción. En consecuencia, quienes debían
administrar la reconstrucción del país y negociar la transición, perdieron todo
contacto con la realidad.
Dejando al margen los controvertidos motivos que dieron
lugar a la invasión de Irak en 2003, a los innumerables errores de cometidos
por los políticos de Washington se sumó la tenaz oposición de los
diferentes actores con intereses en la zona y sus sucursales violentas, cada
cual con su propia hoja de ruta, pero con un común denominador: el odio a todo
lo occidental.
Una soldado traslada a un niño iraquí herido al Centro
Médico Charlie en el campamento de Ramadi, Irak, marzo de 2007. Foto del
soldado de primera clase. James F. Cline III
Pero aún faltaba la guinda del pastel. Y a los errores de
la invasión de Irak y la ausencia de un plan de reconstrucción y viabilidad del
Estado iraquí perpetrados por la administración Bush, Barak Obama sumó un
tercero que a la postre ha sido el decisivo: la retirada de las tropas
norteamericanas, consumada el 18 de diciembre de 2012. Un vació que tuvo que
llenar el nuevo ejército iraquí, que resultó ser, tal y como recientemente se
ha podido comprobar, el paradigma de la incompetencia y la corrupción.
Hoy, el terrorismo yihadista se extiende con fuerza por
Oriente Próximo y golpea en Oriente Medio, Asia, África y Europa de manera
regular. Quién lo hubiera imaginado hace tan solo un par de décadas, cuando la
caída del régimen soviético pareció vaticinar un mundo occidentalizado y mucho
más seguro que el del turbulento siglo XX.
El espejismo de la occidentalización
En efecto, hasta hace pocos años el triunfo de Occidente
parecía una obviedad; su cultura y economía se propagaban por todo el mundo,
llegando a florecer incluso en aquellos lugares más refractarios a las
sociedades abiertas. ¿Cómo resistirse a esa visión del mundo en la que, además
de que el individuo tenía reconocido el derecho a prosperar económicamente, el
Estado le proporcionaba seguridad y servicios básicos inimaginables en la
mayoría de países?
En apenas dos décadas, el influjo de Occidente llegó a
todas partes. Desde Afganistán, pasando por la nueva y titubeante Federación
Rusa, hasta llegar a la China del partido único comunista
En apenas dos décadas, el influjo de Occidente llegó a
todas partes. Desde Afganistán, pasando por la nueva y titubeante Federación
Rusa, hasta llegar a la China del partido único comunista. Su música, su
literatura, sus productos, su forma de vestir y, en general, su estilo de vida
se propagaban sin apenas resistencia. Las grandes transnacionales occidentales
se enseñoreaban de Moscú, reproduciendo sus atractivas logomarcas en los
lugares más emblemáticos, Mozart fluía a través del hilo musical de los centros
comerciales de Pekín, incluso los habitantes de las aldeas remotas de la
provincia de Kunar, en el inhóspito Afganistán, compraban televisores que
conectaban a grupos electrógenos para ver los partidos del mundial de fútbol.
Sin embargo, aquel inicial optimismo fue dando paso a la progresiva pérdida de
influencia de Occidente y a una creciente inquietud, hasta que en 2008 la
crisis financiera global marcó un punto de inflexión.
Hasta entonces no se le había dado excesiva importancia,
pero lo cierto es que cada país había adaptado de forma peculiar la influencia
occidental. Ahí está, por ejemplo, el paradigma de China, donde el espectacular
desarrollo económico y social se ha producido en ausencia de una democracia formal,
pues el gobierno y las instituciones, pretendidamente neutrales, están
controlados por burócratas que no son elegidos democráticamente. Todo un órdago
a la idea de que el progreso y la prosperidad dependen en buena medida no solo
de la libertad económica sino también de la libertad política. Otro caso
significativo es el de la Federación Rusa, donde el crecimiento económico no ha
seguido la senda triunfal de China, y si bien, y al contrario que ésta,
acometió reformas democratizadoras, más parece un régimen personalista que una
democracia formal. También es obligado referirse a los países emergentes, como
Brasil, la India o México, donde el auge económico ha sido formidable, pero que
hoy o bien están abocados a una profunda recesión, o bien sus sistemas institucionales
están seriamente comprometidos por la corrupción.
El siglo XXI ya tiene su utopía totalitaria: la
nación-Estado suní
Pero de todas las regiones del mundo, es en Oriente Medio
donde la influencia occidental ha sido más controvertida. Las élites de la
región siempre han considerado lo occidental una amenaza a su poder secular.
Por lo tanto, solo han adquirido de Occidente el gusto por el exceso y el lujo.
Ni siquiera, como sí ha sucedido en China, han facilitado a sus súbditos el
acceso a la economía. Ejemplos de esta resistencia a la apertura económica hay
muchos, pero resulta especialmente ilustratvo lo sucedido en el Valle de
Korangal 2009, cuando la construcción de una carretera y el pretendido
establecimiento de una línea regular de autobuses desencadenó violentos
combates entre talibanes y tropas norteamericanas. La razón de aquel repunte de
la hostilidades poco tuvo que ver con con argumentos religiosos, ni siquiera
soberanos. La realidad es que si aquel proyecto se llevaba a cabo los jóvenes
de Korengal podrían ir y venir libremente y encontrar trabajo fuera de sus
aldeas, liberándose así de la explotación a la que eran sometidos por los
miembros de las shuras.
El califa del Estado Islámico, Abú Bakr al Baghdadi. Foto
Europa Press.
Lo que hace que musulmanes de toda condición y
procedencia –también los nacidos y educados en Occidente– se incorporen al
Estado Islámico es la utopía musulmana
Esta lógica es lo que ha convertido al Islam en un
recurso. Hoy el fundamentalismo religioso ha mutado hasta convertirse en una
ideología. De hecho, tal y como sostiene Loretta Napoleoni (Roma, 1955),
lo que hace que musulmanes de toda condición y procedencia –también los nacidos
y educados en Occidente– se incorporen al Estado Islámico es la utopía
musulmana de la creación de la primera nación-Estado suní, utopía que es sobre
todo y por encima de todo política. Lo que convierte al yihadismo del siglo XXI
en algo mucho más peligroso que el simple terrorismo.
En conclusión, un cuarto de siglo después de la caída del
Muro de Berlín la creencia de que la era de la utopías totalitarias había
llegado a su fin se desvanece. Lamentablemente, parece que Occidente solo ha
conseguido inocular en el resto del mundo un estilo de vida que cada sociedad
asimila a su manera, de forma facultativa. Y tal vez la civilización occidental
lejos de haber ganado la partida está a punto de perderla.
JAVIER BENEGAS @BenegasJ Vía VOZ POPULI