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domingo, 4 de junio de 2023

LA PRUDENCIA POLÍTICA

José Antonio Marina
En Mirabeau o el político, Ortega presenta un retrato poco agradable de esos especímenes humanos enamorados del poder: «Impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político. Es ilusorio querer lo uno sin lo otro, y es, por tanto, injusto imputar al grande hombre como vicios sus imprescindibles ingredientes». Lo más sorprendente del asunto es que Ortega demuestra una gran admiración por esos personajes. Y lo más grave es que investigaciones recientes parecen darle la razón (El Panóptico 22, La insensibilidad del poder). La búsqueda y el ejercicio del poder cambia a las personas y no para bien. Este hecho plantea unas sensatas preguntas: ¿Cómo podemos confiar nuestro futuro a personas al parecer tan poco fiables? ¿No deberíamos preocuparnos por reivindicar otro modelo de político? Ese sería el objetivo de esa Escuela de gobernantes sobre la que fantaseo. Desde el Panóptico creo percibir un progresivo deterioro en la consideración de la figura del político en el mundo occidental. Ha pasado de ser un modelo de excelencia humana a ser ese personaje sometido a sospecha. Gobernantes atroces los ha habido siempre, pero la legitimación de su atrocidad es moderna. Voy a relacionar su aparición con dos autores: Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y Giovanni Botero, el inventor de la expresión “razón de estado” (1544-1617). Los elijo como representantes de un gran “cambio climático” en la consideración del poder: la política se separa de la moral. Eso era una novedad. Para Aristóteles, la política era la culminación de la ética. Esta se ocupaba de la felicidad personal y aquella de la felicidad pública. Ambas tenían como virtud fundamental la justicia. ¿Qué había sucedido? De la misma manera que un buen ajedrecista percibe los puntos calientes de un tablero, yo siento que este tema histórico guarda en su interior claves importantes para la Psicohistoria, es decir, para la compresión de los comportamientos humanos que constituyen la historia. Se relaciona con la “prudencia política” de la que prometí hablar en el último post. Es un asunto que me interesa desde mi juventud. Estudié filosofía en la Universidad Complutense, en una facultad ocupada en gran parte por pensadores tomistas. Uno de ellos, catedrático de Lógica, fue Leopoldo Eulogio Palacios, cuyas clases me interesaron muy poco, pero del que leí un interesante librito titulado, precisamente, La prudencia política, que aún recuerdo. A veces tengo la impresión de que hay dos historias de la filosofía mezcladas. Una de ellas incluye teorías sobre todo lo divino y lo humano. La otra tiene un carácter descriptivo. Los autores analizan el funcionamiento de la inteligencia, las operaciones mentales, los sentimientos. Elaboran así una fenomenología muy valiosa de la mente humana. En eso, los filósofos escolásticos son maestros. Tomás de Aquino se pregunta cómo toman sus decisiones los políticos y afirma que la política es la más alta manifestación de la razón práctica. Nuestro comportamiento debe regirse por los principios morales, cuyo conocimiento depende de la sindéresis, y también por la ciencia moral, que estudia las normas universales. Pero la conducta es siempre concreta, universal, contingente, y necesita aplicar lo universal a los casos particulares. De eso se encarga la prudencia, la phronesis aristotélica, que en los temas que tienen que ver con el bien común, se convierte en prudencia política. Recuerden que en el último post al hablar de Gracián señalé la importancia que daba a “gobernar a la ocasión”. Esto es obra de la prudencia. Necesitamos pensar qué tipo de conocimientos y de virtudes debería tener un político para que confiásemos en él. Aquino analiza más. La prudencia, “recta razón de los negocios humanos”, se encarga de dirigir la acción del político, porque le proporciona la “verdad ejecutable”. Para adquirir la prudencia necesaria el político necesita desarrollar las siguientes capacidades, que ya hemos ido encontrando en los casos que he analizado en este Diario: (1) la memoria, para lo que es necesario el conocimiento de la historia, (2) la intuición, que permite captar lo singular, (3) la docilidad, palabra que procede de “docere”, y significa deseo de aprender de otros. (4) la solercia, es decir, la agilidad mental, (5) la razón, capacidad de deliberar bien, (6) la previsión, para ordenar las acciones a un fin (7) la circunspección,(de circum spectare, mirar alrededor) que atiende cuidadosamente a las circunstancias y (8) la cautela, que evita los peligros. No olvidemos que para los pensadores clásicos y escolásticos la política tiene como fin el bien común, que es una finalidad moral. La prudencia es su aplicación casuística, a los casos particulares. Pero con Maquiavelo el objetivo de la política no es el bien común, sino el poder y la grandeza del soberano y del Estado. Botero remacha el clavo: la razón de Estado justifica todos los comportamientos, con tal de que tengan éxito. Como señala Maquiavelo: “Si los hechos le acusan, los resultados le excusan”. En este punto debo recordar a un añorado politólogo, Rafael del Águila, que escribió un espléndido libro que les recomiendo: La senda del mal. Política y razón de Estado. Maquiavelo quiere educar a un “príncipe nuevo”, liberado de las coacciones de la moral. Instaura la “realpolitik” avant la lettre, porque quiere atender a “la verdad real de la cosa”, en lugar de imaginar “republicas y principados que nadie ha visto jamás”. Y esa verdad dice que “todos los hombres son malos” y que “la naturaleza de los hombres es ambiciosa y suspicaz”. El pesimista Maquiavelo, al comienzo del libro II de los Discursos, señala lo difícil que es que los monarcas busquen el bien común, ya que el bien de la ciudad es contrario al bien de ellos mismos: mientras que con las ciudades ocurre que “lo que hace grandes las ciudades no es el bien particular, sino el bien común (…) lo contrario sucede con los príncipes, pues la mayoría de las veces lo que hacen para sí mismos perjudica a la ciudad, y lo que hacen para la ciudad les perjudica a ellos”. El bien común va a desaparecer oscurecido por el brillo del poder por el poder, la gran pasión de los humanos, según Hobbes. La política abandona su interés por la justicia, y la prudencia política se convierte en astucia, disimulo y engaño. Gracián la recibe ya devaluada y Kant todavía más. Su decadencia es paralela a la decadencia del prestigio del político. Max Weber, sobre todo al final de su vida, también tiene una visión pesimista de la política: solo es voluntad de poder y violencia. Leo Strauss relaciona este deterioro con el olvido del concepto de prudencia política. Nadie influye más en la sociedad que los gobernantes y, sin embargo, es un oficio que carece de un modo claro de formación. Una de las críticas que se hace al gobernante es que toma medidas políticas pensando solo en perpetuarse en el poder. En la Escuela de gobernantes deberíamos rehabilitar la gran figura del político, puesto que, al fin y al cabo, vamos a encargarle el cuidado de nuestro futuro.
Artículo de JOSÉ ANTONIO MARINA en su blog Diario de un investigador privado.