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miércoles, 30 de septiembre de 2015

LA MAJADERÍA FEDERAL




Año 2015 de la era moderna. España se encuentra bajo la amenaza fantasma de la flota interestelar secesionista, que se apresta a pulsar el fatídico botón. Las defensas fueron desactivadas hace tiempo; las alarmas, vendidas al mejor postor. La situación es grave pero, ¡esperen! in extremis, unos sesudos pensadores, situados no en la órbita de estrella o asteroide alguno, sino de cierto partido, dan por fin con la solución. Afirman haber descubierto el infalible escudo antimisiles, el milagroso parche Sor Virginia, el remedio definitivo que salvará a nuestra patria de esa peligrosa deriva que conduce a la desintegración. El último gran invento del TBO se denomina Estado Federal.
Los argumentos para defender la reforma federal contienen bastante hojarasca, palabrería hueca, muchas precisiones de forma pero pocas de fondo. Y el motivo es evidente: la mayoría de los expertos coincide en que España funciona ya, de facto, como estado federal aunque el vocablo no se encuentre en la Constitución. Solo faltan algunos detalles y, por supuesto, el reconocimiento legal. Por tanto, la reforma federal cambiaría el aspecto, la letra, clarificaría el sistema pero afectaría poco al fondo, a la sustancia. Es más bien un cañón de cartón que, piensan, asustará a Mas Vader y sus esbirros quienes, amedrentados, se retirarán con el rabo entre las piernas. 
Hay en estas propuestas mucho ruido y pocas nueces, mucho cambio legal pero muy poco real; un retorcido caminolampedusiano para desembocar... en el mismo lugar
Hay en estas propuestas mucho ruido y pocas nueces, mucho cambio legal pero muy poco real; un retorcido camino lampedusiano para desembocar... en el mismo lugar. Incluso peor, si se aprovecha, como proponen algunos, para fraccionar territorialmente el Poder Judicial o para conceder más atribuciones a ese aquelarre de zombis llamado Senado. Quizá algunos botarates piensen que la palabra "federal" pudiera actuar como placebo, ejercer el mismo efecto taumatúrgico que logró durante muchos
años el vocablo "autonomía", esto es, epítome de democracia. Para ello habría que propagar una nueva necedad, convencer a la opinión pública de que "federal" y "democrático" son dos palabras equivalentes. Olvídenlo, ya no está el horno para cocinar estúpidos dogmas.
Hemos sufrido durante años las ocurrencias de leguleyos de visión corta, obsesionados por copiar la legislación de otros países, creyendo ingenuamente que idéntica ley genera el mismo efecto en cualquier entorno, en cualquier lugar. Y no es así. La fórmula federal, la descentralización, ha funcionado bien en algunos países pero fracasado estrepitosamente en otros. Ha proporcionado eficiencia, buen gobierno en ciertos lugares pero ha multiplicado el clientelismo, el despilfarro y la corrupción en otras latitudes.
Un dogma identificó autonomía con democracia
Nunca se discutió en España el fundamento de la descentralización, del proceso autonómico, Al contrario, se implantó un dogma que identificaba autonomía regional con democracia, logrando así que las fuerzas nacionalistas, aquellas que representaban los intereses más particulares, gozaran de un plus de legitimidad. Pocos se atrevieron a señalar algo evidente: al ciudadano le importa un comino que la gestión de un servicio corresponda a una administración o a otra, mientras éste se preste de forma eficiente y barata. Por contra, para los políticos el asunto era vital pues los traspasos de competencias multiplicaban el número de cargos a repartir entre militantes y simpatizantes. ¿Qué ventajas y desventajas tiene entonces la descentralización de poder y competencias?
La propuesta de un Estado unido pero descentralizado surge en tiempos de la independencia de los Estados Unidos como un intento de combinar las ventajas de un país grande con las de un país pequeño. La teoría pivota sobre una idea básica: que la democracia se perfecciona en unidades políticas pequeñas, en ámbitos reducidos, allí donde la gente conoce mejor a los candidatos, se encuentra mejor informada de la acción de los gobernantes y goza de un trato más cercano con sus
representantes. Un modelo de pensamiento que toma como referente ideal la polisgriega. Teóricamente, en circunscripciones pequeñas, los ciudadanos ejercerían una supervisión más eficaz de sus dirigentes. Y la sana competencia entre gobiernos regionales conduciría a una administración más barata y eficaz. Pero en países como España ocurrió lo contrario: la descentralización generó una administración hipertrofiada, cara e ineficiente, crecientemente intervencionista, con fuerte tenencia al despilfarro, muy inclinada a la corrupción. ¿Cómo se explica esta contradicción con la teoría y la experiencia de otros países?
La descentralización puede intensificar las virtudes del sistema político; pero también acrecienta exponencialmente sus defectos
La teoría clásica del federalismo parte de una concepción ideal de la democracia, un sistema donde el votante es soberano, existen suficientes mecanismos de control del poder y el elector ejerce una supervisión directa de su representante. Sin embargo, si un sistema político se encuentra de entrada corrompido, carece de eficaces controles y contrapesos, de una efectiva separación de poderes, si domina el capitalismo de amigotes, el intercambio de favores, el clientelismo, todas estas lacras se exacerban, se agravan considerablemente a nivel regional. La descentralización puede intensificar las virtudes del sistema político; pero también acrecienta exponencialmente sus defectos.
En España, los políticos regionales evitan con mayor facilidad los controles democráticos pues ejercen enorme influencia sobre los medios de comunicación locales, más frágiles y dependientes de concesiones o subvenciones. El control de los ciudadanos sobre la acción de los gobernantes regionales es débil por la enorme dificultad para separar competencias y asignar responsabilidades. Y el espacio reducido permite una interacción más intensa entre agentes públicos y privados, entre políticos y empresarios, favoreciendo el intercambio de favores y la corrupción. En casos extremos, la ausencia de cortapisas favorece el surgimiento de falsos mesías e iluminados. El federalismo no funciona cuando parte de un
sistema político defectuoso.
Un planteamiento majadero
No tomemos el rábano por las hojas. La España descentralizada, llámese autonómica o federal, aportará siempre más problemas que soluciones mientras no se reforme profundamente el marco político, mientras la ausencia de controles y contrapesos permita a las oligarquías locales utilizar la administración con fines partidistas, promulgar infinidad de leyes innecesarias, retorcidas, contraproducentes, gastar dinero a manos llenas en beneficio de su clientela, restringir la competencia en beneficio de los amigos, dominar la prensa local o influir sobre los jueces más cercanos.
Se puede proponer una constitución federal, por supuesto, argumentando pros y contras. Pero es una colosal majadería plantear el federalismo como solución definitiva para encajar a los nacionalistas catalanes − no a Cataluña, sino a ciertas oligarquías facciosas − en la legalidad española. La concesión de crecientes cotas de autonomía, la transferencia de competencias hasta casi erradicar el Estado en ciertas zonas de España solo ha reforzado a unas élites nacionalistas que desviaron cuantiosos recursos públicos hacia fines notoriamente partidistas. La independencia fue siempre su objetivo a largo plazo; aceptaron la legalidad vigente como estrategia, como vía para conseguir sibilinamente sus fines. Pretender que regresen al redil atraídos por el caramelo federal constituye una pretensión ingenua o malintencionada. O ambas cosas a un tiempo, producto de entornos partidistas donde maldad y estupidez se mezclan, conviven en desordenada promiscuidad.
Déjense de piedras filosofales, federalismos y zarandajas, de marear la perdiz intentando inútilmente crear otro señuelo, un nuevo dogma que sustituya a los sepultados por el lodo
Déjense de piedras filosofales, federalismos y zarandajas, de marear la perdiz intentando inútilmente crear otro señuelo, un nuevo dogma que sustituya a los sepultados por el lodo. Busquen el marco legal más adecuado para el ciudadano de a pie, planteen los cambios que
abran el sistema, fomenten la participación, infundan en la población ilusión, orgullo y sentido de pertenencia.
El rompecabezas territorial no encontrará solución sin una radical reforma del sistema político, sin unos cambios que eliminen privilegios, garanticen la igualdad ante la ley. Reformen las instituciones formales, la Constitución sí, pero prestando mucha atención a los incentivos, a esos usos y costumbres de la política, a esas instituciones informales capaces de convertir la ley en papel mojado, de subvertir las teóricas ventajas de una descentralización. Garanticen que cualquier instancia del poder queda sometida a un contrapoder que lo controle y fiscalice. Fijen reglas estrictas que actúen como barrera infranqueable, como valladar ante cualquier tipo de tiranía. Permitan el desarrollo de una prensa libre, fiable e independiente, nunca obediente a determinados grupos de intereses ni sometida a la autocensura de los tabúes, de la corrección política. Si, a pesar de todo, prefieren mantener el statu quo, no se sorprendan de lo que pueda ocurrir.

                                                                   JUAN M. BLANCO    Vía VOZ POPULI

martes, 29 de septiembre de 2015

NACIONALISMOS Y ÉLITES PIGMEAS


Hace ya tiempo escribí un artículo, casi a vuela pluma, titulado La increíble clase media menguante. Por voluntad de los lectores, corrió como la pólvora. Mi sorpresa fue mayúscula puesto que, tomando como punto de partida la anécdota protagonizada por un profesor universitario, me limitaba a explicar lo obvio: que la sociedad española no se estructura en clase sociales, sino que es un informe magma del que, en todo caso, emergen diminutas élites que persiguen sus propios fines.
En efecto, allí donde hay un gremio, pertenezca éste a un sector productivo o burocrático, invariablemente se desarrolla una élite, pequeña, diminuta, pigmea. Lo vemos en las universidades españolas, especialmente en las públicas, pero también en las privadas, donde los académicos independientes languidecen, mientras que aquellos que se integran en la élite de rigor prosperan. También sucede en la Administración Pública, en el mal llamado mundo de la cultura, en el del periodismo, en el de la empresa e, incluso, en el de la ciencia, o en cualquier otro lugar donde surja un régimen corporativo que imponga, de puertas adentro, sus propias reglas.
Sea cual sea el traje que vistan o la ideología en la que se envuelvan, lo cierto es que quien más quien menos persigue su propio beneficio
Estas élites no son altruistas, ni siquiera mutualistas. Sus objetivos son intransferibles, propios e incompatibles con el interés general, por más que con el malabarismo retórico, el marketing a presión y el cochambroso populismo intenten convencer al ciudadano común de que sus fines son los de todos y que, por tanto, debe colaborar con ellas. Ejemplos hay para dar y tomar. Y van desde las maniobras de aviesos empresarios, hasta las reivindicaciones de numerosos colectivos, pasando por los rancios nacionalismos. Sea cual sea el traje que vistan o la ideología en la que se envuelvan, lo cierto es que quien más quien menos persigue su propio beneficio. De hecho, casi todas las trifulcas que monopolizan los
medios de información tienen mucho que ver con la beligerancia de estos grupos y muy poco con las preocupaciones reales del ciudadano.
El problema se agravó cuando estas élites se imbricaron en las tribus políticas locales. Entonces, el ya de por sí desvirtuado concepto de “interés general” se vio a además sesgado por los localismos. De pronto, el interés general de los valencianos dejó de corresponderse con el de los madrileños, el de los aragoneses se volvió antagónico al de los catalanes, el de los manchegos se hizo incompatible con el de los andaluces, y así sucesivamente hasta completar todas y cada una de las combinaciones posibles de enfrentamientos y agravios entre territorios y administraciones, que no entre individuos.
España, nación de naciones pequeñas y cabreadas
La España de las Autonomías ha tenido –y tiene– la cuestionable virtud de generar problemas donde antes no los había o, en el mejor de los casos, complicar los existentes hasta hacerlos irresolubles. Circunstancia que tiene mucho que ver con esa debilidad congénita de los Gobiernos de España a lo largo de la Transición y la constante cesión de competencias. Que la situación se ha desquiciado es evidente. No hace falta recurrir al disparate secesionista, basta con observar las divergencias que existen entre el Partido Popular de Madrid y el de Galicia, el PSOE de Aragón y el de Cataluña, o el Podemos liderado por Pablo Iglesias y el conglomerado que ha hecho alcaldesa de Barcelona a Ada Colau. Y es que, en esta España, una misma formación política puede llegar a defender no ya cosas distintas, sino antagónicas dependiendo de en donde venda la mercancía. Lo cual tiene mucho que ver con que cada comunidad autónoma haya desarrollado con extrema diligencia su propiocrony capitalism, y, a reglón seguido, corrupción con denominación de origen. Al fin y al cabo, todas estas élites tienen un rasgo que las hermana: ninguna podría subsistir sin acceso al Presupuesto.
La nuestra no es una sociedad clasista sino elitista, pero de élites diminutas. Una sociedad más que horizontal, plana, como un mar en calma chicha
La nuestra no es una sociedad clasista sino elitista, pero de élites diminutas. Una sociedad
más que horizontal, plana, como un mar en calma chicha. No sé a qué viene tanto empeño comunista si todos somos karamaradas por la vía de los hechos. Aquí, si se quiere hacer carrera, no hay más alternativa que buscar un hueco en alguno de los numerosos clubs de privilegios y alistarse en su tribu. Es la única forma de asomar la cabeza y sobresalir de la masa social que bracea con denuedo en un sistema cerrado, en lo económico y en lo político.
Demasiados los incentivos que hay para alistarse en estas élites y saquear, aun legalmente, el presupuesto. Y muy pocos para no hacerlo. Cierto es que en todas partes cuecen habas. No hay más que ver lo revuelto que anda el mundo, con el movimiento hippie resucitado y dispuesto a ajustar cuentas con el Capitalismo. Pero no es fácil encontrar en Occidente un país donde los grupos de interés proliferen a un ritmo tan extraordinario.
Sin embargo, no se equivoquen, no es un problema genético. Es la concepción patrimonialista del Estado; esto es, la santa manía de usar las instituciones en beneficio propio, porque, claro está, nada lo impide. He aquí el origen de la crisis política, económica y moral que soportamos. ¡Vaya cosa! Lo mejor, o lo peor, según se mire: saber que con cuatro reformas bien hechas se acababa. Podría suceder cualquier día. Ya no son cuatro gatos los que lo exigen. Además, transformaciones más increíbles ha visto el mundo.

                                                                   JAVIER BENEGAS    Vía VOZ POPULI

lunes, 28 de septiembre de 2015

ROMPER LO IRROMPIBLE





Conviene, pues, dejar de lado toda la épica nacionalista, las banderas ondeando al viento y las apelaciones a la libertad de un pueblo catalán, que, dicho sea de paso, nunca ha sido sojuzgado, sino que ha formado parte de España por propia voluntad desde el principio.


Por mucho que quienes abogan por la independencia aludan a una fuerte identidad nacional catalana, que según su correlato habría sido sojuzgada durante siglos por la malvada nación española, todo apunta a que este factor poco ha influido en el resultado de las elecciones de este 27 de septiembre. Lo cierto, mal que les pese a los más fanáticos, es que nunca ha habido en Cataluña una verdadera aflicción identitaria, ni siquiera la hubo durante el franquismo, y menos aún la podría haber en el presente, por más que se alimente sin descanso el sentimiento de agravio. Y no existe tal aflicción identitaria, no puede haberla, entre otras razones, porque la sociedad catalana es extraordinariamente heterogénea. Si acaso lo que puede haber es una cierta impostura transmitida por contagio, fruto de emociones pasajeras más propias de los multitudinarios conciertos pop que de naciones milenarias.
Conviene, pues, dejar de lado toda la épica nacionalista, las banderas ondeando al viento y las apelaciones a la libertad de un pueblo catalán, que, dicho sea de paso, nunca ha sido sojuzgado, sino que ha formado parte de España por propia voluntad desde el principio. Nada tiene que ver la causa de la libertad con todo este embrollo, ni mucho menos. No frivolicemos ni degrademos gratuitamente algo tan sagrado como la libertad. El partido del 27S se ha disputado dentro de los estrictos márgenes de una crisis económica que dura ya demasiado, y que por fuerza tenía que devenir en crisis política. Crisis esta última ante la cual los gobernantes no han sabido, o no han querido, tomar las decisiones correctas, porque hacerlo llevaba aparejados costes demasiado elevados para ellos y sus partidos. Aunque a la fuerza ahorcan.
Es evidente que en muchos votantes ha calado la idea de que su situación económica y política, lejos de mejorar, seguirá empeorando dentro de España
Por lo tanto, estas elecciones autonómicas, que, a lo que parece, se han de leer en clave plebiscitaria, han girado en torno a la pregunta de si con la independencia los catalanes tendrían algo que ganar o no. Así parecen haberlo entendido no solo los independentistas, sino la mayoría de los candidatos que han defendido la unidad, a juzgar por como se han dejado la piel explicando por activa y por pasiva los enormes riesgos que conllevaría para Cataluña su separación de España.
Sin embargo, todo hay que decirlo, a pesar del derroche de racionalidad de los unionistas, bien sea por la abrumadora propaganda a favor de la independencia o bien por otros motivos, es evidente que en muchos votantes ha calado la idea de que su situación económica y política, lejos de mejorar, seguirá empeorando dentro de España. Que fuera les irá mejor y que, así visto, la independencia no representa un riesgo demasiado alto. Lo cual indica que para muchos catalanes, como también para muchos otros españoles que no residen en Cataluña, existe el sentimiento de que son los perdedores de esta crisis, y que lo más probable es que lo sigan siendo indefinidamente dentro del actual statu quo. Y es esta convicción, y no una genuina aflicción identitaria, lo que les predispone a asumir mayores riesgos.
Hecha esta necesaria salvedad, y teniendo en cuenta que los independentistas han echado el resto, todo indica que el separatismo ha tocado techo (hace ya más de dos décadas que la suma de votos nacionalistas no alcanza el 50%), y que solo la instrumentalización de la crisis política y económica, transformada para la ocasión en el motor auxiliar de un nacionalismo en franco agotamiento, mantiene vivo el problema. Conviene, pues, que quienes estén en disposición de concurrir a las Generales tomen nota, y entiendan que solo la reforma del sistema político podrá poner límites permanentes a los delirios secesionistas y, también, a los populismos, que como si fueran una hidra tienen infinitas cabezas. Los españoles bien merecen una democracia con todas las garantías que les permita mirar el futuro con esperanza.
Por lo demás, solo resta reseñar, además del desfonde de Podemos, el batacazo del PP y el ascenso de Ciudadanos, el estrepitoso fracaso de esos dos padres de la patria catalana, Mas y Junqueras, que de un tiempo a esta parte no hacen más que perder peso político y votos, vayan juntos, separados o revueltos. Afortunadamente para los españoles, catalanes incluidos, hacen falta personajes de mucho más fuste para romper lo irrompible; es decir, hace falta mucho más que la algarabía de las banderas y el merchandising para romper una nación que, con todas sus virtudes y defectos, es la de todos.

                                                          JAVIER BENEGAS   Vía VOZ POPULI




¿Y DESPUÉS QUÉ?. ELECCIONES CATALANAS



Recordando a Locke hay un dato tranquilizador en toda esta melé de las elecciones catalanas del 27 de setiembre de 2015. Siendo que la unión secesionista del Junts pel sí es totalmente artificial, que los escaños se reparten carentes del verdadero juego limpio democrático de un hombre un voto, que estamos en un sistema de partidos (no en una democracia), por lo que los representantes sí que representan a alguien: a su propio partido; y que el pueblo no cuenta para nada desde los intereses de los partidos; y que tal como vaticinaron no solo Locke sino todos los grandes filósofos prácticos ese poder que querrán alcanzar los ganadores despertarán enormes pasiones, las luchas intestinas por el poder y los cargos, subcargos, etc, están garantizadas por mucho que hayan pactado antes; y ya que el poder estará totalmente desbocado, al no existir ninguna separación de poderes por ningún lado y una carencia total de representación del ciudadano, utilizado como kleenex de usar y tirar excepto para tomarlo como rehén de sus propios votos, podemos asegurar que cambiarán lo que sea mediante consensos para que nada cambie; y los nuevos oligarcas se sumaran alegres al carrusel de prebendas y expolio extraídos del sudor del votante-rehén. Y como la gente está empezando a intuir que algo huele a podrido y dejar de ir a votar, con lo que perderían legitimidad y hasta sus lucrativos puestos sin ninguna responsabilidad, el truco para que los votantes sigan yendo a las urnas es colocarlos en situaciones límites echándolos a pelear como a los hinchas de dos equipos de fútbol.

Amigos, los votantes de las próximas elecciones están asegurados y así el sistema de partidos está asegurado; pero a todos los actores de estas melés no les importa para nada la secesión, la unión, España o Cataluña. Además, es muy probable que algunos de los viejos dinosaurios ya tengan las espaldas cubiertas fuera de España con dinero y un avión esperando si por aquí se lía lo que jamás debiera ocurrir.

Volviendo a lo actual, el jefe de partido o una pequeña oligarquía (desde los de Podemos hasta PPSOE) establecen las listas que los jefes imponen a sus respectivos partidos (ahí esta el poder). Una vez que el jefe de partido pone a sus "preferidos" en las listas, esos mismo preferidos son los que elegirán al próximo presidente de Cataluña, o Andalucía o España. Olé...

Y para mejorar las cosas, a esta tomadura de pelo donde la sociedad civil no cuenta para nada, se añade que el peso del voto rural vale diez, cien, mil.., veces más que el de uno que vive en la ciudad merced al  trilero sistema de repartos proporcionales. Mientras, las mentiras, verdades a medias y mentiras a medias  vuelan libres porque los medios las alimentan, y así tenemos que obvian la información que deberían dar sobre los problemas de verdad que nos preocupan a los ciudadanos; como pueden ser el de los recortes, el paro, la carestía de la vida, la regulación de los desahucios, las pensiones, la dependencia, la criminalidad, o la inmigración masiva desorganizada y descontrolada ¿Dónde interviene la voluntad del ciudadano en ninguno de estos asuntos? ¿Dónde está representado por alguien?.

Es decir, a un ciudadano sistemáticamente desinformado se le pide que vote en una democracia, que no es tal, para que las clases oligárquicas  sigan enriqueciéndose de forma totalmente impune y sin devolver nunca nada de lo que le han sustraído al pueblo. Y en esas estamos, y el ciudadano solo intuye que están “para llenarse los bolsillos”. Bueno, en eso algo hemos avanzado; pero siguen sin saber la verdad porque confunden ir a votar con democracia. Recuerdo que hasta con Franco mis padres fueron a votar y claro, España dijo Si a Franco.

Lo que sí se puede vaticinar es que nada cambiará hasta que el pueblo sea informado y esa información sea veraz y llegue hasta el último habitante. Entonces se daría la vuelta a la tortilla. Por ahora, al igual que los partidos pertenecen al Estado, los medios subvencionados también forman parte del estado; igual que los sindicatos, la patronal.., ¡todo!


Así que en las elecciones catalanas, ¿y después qué? Pues que habrán ciertos cambios de forma pero en el contenido todo seguirá igual...


                VICENTE JIMÉNEZ     En su blog LO QUE NOS UNE

sábado, 26 de septiembre de 2015

UNA INMENSA SENSACIÓN DE PÉRDIDA


Cuando avanzamos en un mes de septiembre que será decisivo para la convivencia de los españoles, hay que volver sobre una idea que, expresada ya otras veces en esta misma página, adquiere ahora la pesadumbre de un riesgo desdeñado, de una advertencia desoída, del remordimiento de un consejo reiteradamente víctima de acusaciones de exageración y de reproches de nostalgia. Me refiero a la forma cautiva y desarmada, cuando no despreocupada e irresponsable, con que se ha sido incapaz de construir un Estado nacional que merezca ese nombre.


No hablamos de las necesarias estructuras de representación y control de la autoridad, ni de aquellas instituciones con las que hemos sabido superar, durante cuarenta años, el pesimismo que cegó nuestra esperanza cívica durante buena parte del pasado siglo. Aludimos claramente a que, faltos de recursos intelectuales, atentos solamente a lo instrumental, obcecados por reducir la política a la aplicación de meros mecanismos legales, hemos abandonado el terreno sobre el que se sustenta una comunidad soberana.


Hemos perdido de vista aquella convicción en la que reside el significado profundo de la democracia. Hemos dejado al fluido natural de las cosas la intervención creativa de pensadores apoyados por la pluralidad de los poderes públicos y hemos abandonado a la improvisación apresurada lo que habría requerido un largo periodo de asentamiento. Se ha creído en España, quizás por complejos de los tiempos de hipertrofia propagandística y grandilocuencia ministerial, que el sentimiento de pertenencia a una comunidad, su proceso de nacionalización, había de brotar espontáneamente entre nosotros. Un escrúpulo suicida, sin fundamento en experiencia alguna de construcción del Estado nacional, ha llevado a que entre cada español y su conciencia de pertenecer a una colectividad histórica, se levantara un yermo cultural que ha neutralizado todo vigor patriótico e impedido cualquier emotiva reivindicación de España.

Que la soberanía reside en el pueblo español es una afirmación constitucional irrefutable y tranquilizadora, que garantiza que nadie podrá gobernar pasando por encima de la voluntad de los ciudadanos y que todos los españoles habrán de ser consultados en aquellos asuntos que afectan a la existencia misma de nuestro sistema político. Sin embargo, esa declaración solemne va acompañada, en todos los países que constituyen nuestra civilización de una conciencia común, de una idea compartida, de una voluntad colectiva de ser y permanecer como nación. El patriotismo moderno no es producto de la inercia de la vida social ni de las normas burocráticas que se van cumpliendo para organizar la convivencia. Ni los Estados Unidos, ni Francia, ni Alemania, ni Italia han dejado al albur de las mareas caprichosas del humor público la afirmación permanente de sus valores fundacionales, convirtiéndolos en motivos de su constante proceso de nacionalización.


Los ciudadanos de estos países no tienen que estar agitando a todas horas el principio de la soberanía nacional o advirtiendo de que las leyes vigentes dictan la permanencia intangible de la unidad de la patria. No necesitan hacerlo. Porque es algo que viven. Es algo cuyo profundo arraigo en la conciencia de cada persona permite que los rituales y símbolos de una comunidad se sientan con la convicción de que esa nación existe verdaderamente, más allá de lo que digan las normas, mucho más allá de lo que pueda sugerirse en un parlamento regional o en un consejo municipal.


En estas naciones libres, en estas comunidades ejemplares, donde reside aún lo mejor del progreso político y social brindado al mundo por nuestra civilización, no existiría constitución, ley o reglamento, sin que la soberanía fuera una pasión tranquila, una fe prudente, una serena creencia de los ciudadanos.

¿Disponemos de ese recurso los españoles? ¿Existe esa conciencia extensa y profunda, que no exige aspavientos retóricos ni gestos excesivos, que no demanda disciplinas doctrinales ni uniformización nacionalista? Mucho me temo que hemos dado demasiados pasos por una senda de despreocupación que hoy es ya temeridad. Nuestros dirigentes políticos siempre han pensado que la adquisición de una conciencia patriótica y, por tanto, la formación de un verdadero Estado nacional, eran cuestiones secundarias, inoportunas, desaconsejables si se deseaba evitar acusaciones de intervencionismo o, lo que parece ahora irónico, que unos puñados de provincianos con fervor tribal se sintieran ofendidos. Para nuestra vergüenza y actual desgracia, se ha descuidado la dura y necesaria tarea de hacer españoles, de crear ciudadanos que nunca han brotado, aquí ni en otro lugar, por generación espontánea. 


El español no nace: el español se forma, como se han formado quienes afirman su condición nacional en cualquier parte de Occidente. Esa fue la pretensión de quienes, desde la crisis del final del siglo XIX, se lanzaron a la tarea de dotar a una masa social de una conciencia moderna de ser pueblo y de una voluntad firme de ser nación. Teníamos a mano una larga trayectoria intelectual, un poderoso acuerdo de la inteligencia para hacer del siglo XX el tiempo de la afirmación definitiva de España.

El desgraciado periodo que nos enfrentó y liquidó aquella densa trama de esperanza colectiva pareció concluir con la instauración de la democracia. Pasados ya cuarenta años, la actual impugnación de España no se hace solo desde la deslealtad inaudita de quienes ni siquiera recuerdan que gobiernan Cataluña en cumplimiento de la Constitución y el Estatuto. Todo esto ha podido ocurrir porque en España no se decidió llevar adelante la creación de un Estado que fuera expresión auténtica de una soberanía pacientemente inculcada en el corazón de todos los españoles.

España es la forma de vivirla. España es el desafío permanente de servicio a un interés general de sus ciudadanos. España es la conciencia de ser parte de una comunidad que ha desplegado su ciclo histórico durante siglos y que dispone de un destino a realizar. España es algo más que un nombre o una norma. No es solo una indudable realidad. Debe ser un ideal, un horizonte de perfección colectiva al que aspiremos. Un bien común cuyos valores no pueden darse por sentados y seguros, sino que deben expresarse, confirmarse en el discurso político, matizarse en la reflexión intelectual. No existe la identidad. Lo que existen son los procesos de identificación. Y España es, posiblemente, la única nación occidental que ha creído posible prescindir de una labor cuyo vacío no han tardado en llenar sus adversarios.



Ellos sí han entendido cómo se crean los vínculos esenciales de una nacionalidad. Ellos sí que han visto claramente el flanco indefenso de un país abandonado a la rutina legislativa y a la eficiencia tecnocrática. A los españoles nos queda ahora luchar por rehacer lo que se pueda, salir en defensa de quienes en las peores circunstancias tratan de alentar esa idea nacional corrompida por el separatismo. Y hacerlo con la seguridad de que la historia es lo que brilla en un momento de peligro. En un momento en que ya nos duele una inmensa sensación de pérdida.


Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Vocento y
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
Vía ABC