Cuando
avanzamos en un mes de septiembre que será decisivo para la convivencia de los
españoles, hay que volver sobre una idea que, expresada ya otras veces en esta
misma página, adquiere ahora la pesadumbre de un riesgo desdeñado, de una
advertencia desoída, del remordimiento de un consejo reiteradamente víctima de
acusaciones de exageración y de reproches de nostalgia. Me refiero a la forma
cautiva y desarmada, cuando no despreocupada e irresponsable, con que se ha
sido incapaz de construir un Estado nacional que merezca ese nombre.
No hablamos de las necesarias estructuras de representación y control de la autoridad, ni de aquellas instituciones con las que hemos sabido superar, durante cuarenta años, el pesimismo que cegó nuestra esperanza cívica durante buena parte del pasado siglo. Aludimos claramente a que, faltos de recursos intelectuales, atentos solamente a lo instrumental, obcecados por reducir la política a la aplicación de meros mecanismos legales, hemos abandonado el terreno sobre el que se sustenta una comunidad soberana.
Hemos perdido de vista aquella convicción en la que reside el significado profundo de la democracia. Hemos dejado al fluido natural de las cosas la intervención creativa de pensadores apoyados por la pluralidad de los poderes públicos y hemos abandonado a la improvisación apresurada lo que habría requerido un largo periodo de asentamiento. Se ha creído en España, quizás por complejos de los tiempos de hipertrofia propagandística y grandilocuencia ministerial, que el sentimiento de pertenencia a una comunidad, su proceso de nacionalización, había de brotar espontáneamente entre nosotros. Un escrúpulo suicida, sin fundamento en experiencia alguna de construcción del Estado nacional, ha llevado a que entre cada español y su conciencia de pertenecer a una colectividad histórica, se levantara un yermo cultural que ha neutralizado todo vigor patriótico e impedido cualquier emotiva reivindicación de España.
No hablamos de las necesarias estructuras de representación y control de la autoridad, ni de aquellas instituciones con las que hemos sabido superar, durante cuarenta años, el pesimismo que cegó nuestra esperanza cívica durante buena parte del pasado siglo. Aludimos claramente a que, faltos de recursos intelectuales, atentos solamente a lo instrumental, obcecados por reducir la política a la aplicación de meros mecanismos legales, hemos abandonado el terreno sobre el que se sustenta una comunidad soberana.
Hemos perdido de vista aquella convicción en la que reside el significado profundo de la democracia. Hemos dejado al fluido natural de las cosas la intervención creativa de pensadores apoyados por la pluralidad de los poderes públicos y hemos abandonado a la improvisación apresurada lo que habría requerido un largo periodo de asentamiento. Se ha creído en España, quizás por complejos de los tiempos de hipertrofia propagandística y grandilocuencia ministerial, que el sentimiento de pertenencia a una comunidad, su proceso de nacionalización, había de brotar espontáneamente entre nosotros. Un escrúpulo suicida, sin fundamento en experiencia alguna de construcción del Estado nacional, ha llevado a que entre cada español y su conciencia de pertenecer a una colectividad histórica, se levantara un yermo cultural que ha neutralizado todo vigor patriótico e impedido cualquier emotiva reivindicación de España.
Que la
soberanía reside en el pueblo español es una afirmación constitucional
irrefutable y tranquilizadora, que garantiza que nadie podrá gobernar pasando
por encima de la voluntad de los ciudadanos y que todos los españoles habrán de
ser consultados en aquellos asuntos que afectan a la existencia misma de
nuestro sistema político. Sin embargo, esa declaración solemne va acompañada,
en todos los países que constituyen nuestra civilización de una conciencia
común, de una idea compartida, de una voluntad colectiva de ser y permanecer
como nación. El patriotismo moderno no es producto de la inercia de la vida
social ni de las normas burocráticas que se van cumpliendo para organizar la
convivencia. Ni los Estados Unidos, ni Francia, ni Alemania, ni Italia han
dejado al albur de las mareas caprichosas del humor público la afirmación
permanente de sus valores fundacionales, convirtiéndolos en motivos de su
constante proceso de nacionalización.
Los ciudadanos de estos países no tienen que estar agitando a todas horas el principio de la soberanía nacional o advirtiendo de que las leyes vigentes dictan la permanencia intangible de la unidad de la patria. No necesitan hacerlo. Porque es algo que viven. Es algo cuyo profundo arraigo en la conciencia de cada persona permite que los rituales y símbolos de una comunidad se sientan con la convicción de que esa nación existe verdaderamente, más allá de lo que digan las normas, mucho más allá de lo que pueda sugerirse en un parlamento regional o en un consejo municipal.
En estas naciones libres, en estas comunidades ejemplares, donde reside aún lo mejor del progreso político y social brindado al mundo por nuestra civilización, no existiría constitución, ley o reglamento, sin que la soberanía fuera una pasión tranquila, una fe prudente, una serena creencia de los ciudadanos.
¿Disponemos de ese recurso los españoles? ¿Existe esa conciencia extensa y profunda, que no exige aspavientos retóricos ni gestos excesivos, que no demanda disciplinas doctrinales ni uniformización nacionalista? Mucho me temo que hemos dado demasiados pasos por una senda de despreocupación que hoy es ya temeridad. Nuestros dirigentes políticos siempre han pensado que la adquisición de una conciencia patriótica y, por tanto, la formación de un verdadero Estado nacional, eran cuestiones secundarias, inoportunas, desaconsejables si se deseaba evitar acusaciones de intervencionismo o, lo que parece ahora irónico, que unos puñados de provincianos con fervor tribal se sintieran ofendidos. Para nuestra vergüenza y actual desgracia, se ha descuidado la dura y necesaria tarea de hacer españoles, de crear ciudadanos que nunca han brotado, aquí ni en otro lugar, por generación espontánea.
El español no nace: el español se forma, como se han formado quienes afirman su condición nacional en cualquier parte de Occidente. Esa fue la pretensión de quienes, desde la crisis del final del siglo XIX, se lanzaron a la tarea de dotar a una masa social de una conciencia moderna de ser pueblo y de una voluntad firme de ser nación. Teníamos a mano una larga trayectoria intelectual, un poderoso acuerdo de la inteligencia para hacer del siglo XX el tiempo de la afirmación definitiva de España.
Los ciudadanos de estos países no tienen que estar agitando a todas horas el principio de la soberanía nacional o advirtiendo de que las leyes vigentes dictan la permanencia intangible de la unidad de la patria. No necesitan hacerlo. Porque es algo que viven. Es algo cuyo profundo arraigo en la conciencia de cada persona permite que los rituales y símbolos de una comunidad se sientan con la convicción de que esa nación existe verdaderamente, más allá de lo que digan las normas, mucho más allá de lo que pueda sugerirse en un parlamento regional o en un consejo municipal.
En estas naciones libres, en estas comunidades ejemplares, donde reside aún lo mejor del progreso político y social brindado al mundo por nuestra civilización, no existiría constitución, ley o reglamento, sin que la soberanía fuera una pasión tranquila, una fe prudente, una serena creencia de los ciudadanos.
¿Disponemos de ese recurso los españoles? ¿Existe esa conciencia extensa y profunda, que no exige aspavientos retóricos ni gestos excesivos, que no demanda disciplinas doctrinales ni uniformización nacionalista? Mucho me temo que hemos dado demasiados pasos por una senda de despreocupación que hoy es ya temeridad. Nuestros dirigentes políticos siempre han pensado que la adquisición de una conciencia patriótica y, por tanto, la formación de un verdadero Estado nacional, eran cuestiones secundarias, inoportunas, desaconsejables si se deseaba evitar acusaciones de intervencionismo o, lo que parece ahora irónico, que unos puñados de provincianos con fervor tribal se sintieran ofendidos. Para nuestra vergüenza y actual desgracia, se ha descuidado la dura y necesaria tarea de hacer españoles, de crear ciudadanos que nunca han brotado, aquí ni en otro lugar, por generación espontánea.
El español no nace: el español se forma, como se han formado quienes afirman su condición nacional en cualquier parte de Occidente. Esa fue la pretensión de quienes, desde la crisis del final del siglo XIX, se lanzaron a la tarea de dotar a una masa social de una conciencia moderna de ser pueblo y de una voluntad firme de ser nación. Teníamos a mano una larga trayectoria intelectual, un poderoso acuerdo de la inteligencia para hacer del siglo XX el tiempo de la afirmación definitiva de España.
El
desgraciado periodo que nos enfrentó y liquidó aquella densa trama de esperanza
colectiva pareció concluir con la instauración de la democracia. Pasados ya
cuarenta años, la actual impugnación de España no se hace solo desde la
deslealtad inaudita de quienes ni siquiera recuerdan que gobiernan Cataluña en
cumplimiento de la Constitución y el Estatuto. Todo esto ha podido ocurrir
porque en España no se decidió llevar adelante la creación de un Estado que
fuera expresión auténtica de una soberanía pacientemente inculcada en el
corazón de todos los españoles.
España es la forma de vivirla. España es el desafío permanente de servicio a un interés general de sus ciudadanos. España es la conciencia de ser parte de una comunidad que ha desplegado su ciclo histórico durante siglos y que dispone de un destino a realizar. España es algo más que un nombre o una norma. No es solo una indudable realidad. Debe ser un ideal, un horizonte de perfección colectiva al que aspiremos. Un bien común cuyos valores no pueden darse por sentados y seguros, sino que deben expresarse, confirmarse en el discurso político, matizarse en la reflexión intelectual. No existe la identidad. Lo que existen son los procesos de identificación. Y España es, posiblemente, la única nación occidental que ha creído posible prescindir de una labor cuyo vacío no han tardado en llenar sus adversarios.
Ellos sí han entendido cómo se crean los vínculos esenciales de una nacionalidad. Ellos sí que han visto claramente el flanco indefenso de un país abandonado a la rutina legislativa y a la eficiencia tecnocrática. A los españoles nos queda ahora luchar por rehacer lo que se pueda, salir en defensa de quienes en las peores circunstancias tratan de alentar esa idea nacional corrompida por el separatismo. Y hacerlo con la seguridad de que la historia es lo que brilla en un momento de peligro. En un momento en que ya nos duele una inmensa sensación de pérdida.
España es la forma de vivirla. España es el desafío permanente de servicio a un interés general de sus ciudadanos. España es la conciencia de ser parte de una comunidad que ha desplegado su ciclo histórico durante siglos y que dispone de un destino a realizar. España es algo más que un nombre o una norma. No es solo una indudable realidad. Debe ser un ideal, un horizonte de perfección colectiva al que aspiremos. Un bien común cuyos valores no pueden darse por sentados y seguros, sino que deben expresarse, confirmarse en el discurso político, matizarse en la reflexión intelectual. No existe la identidad. Lo que existen son los procesos de identificación. Y España es, posiblemente, la única nación occidental que ha creído posible prescindir de una labor cuyo vacío no han tardado en llenar sus adversarios.
Ellos sí han entendido cómo se crean los vínculos esenciales de una nacionalidad. Ellos sí que han visto claramente el flanco indefenso de un país abandonado a la rutina legislativa y a la eficiencia tecnocrática. A los españoles nos queda ahora luchar por rehacer lo que se pueda, salir en defensa de quienes en las peores circunstancias tratan de alentar esa idea nacional corrompida por el separatismo. Y hacerlo con la seguridad de que la historia es lo que brilla en un momento de peligro. En un momento en que ya nos duele una inmensa sensación de pérdida.
Fernando García de
Cortázar
Director de la Fundación Vocento y
Director de la Fundación Vocento y
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