Hace ya tiempo escribí un artículo, casi a vuela pluma, titulado La increíble clase media menguante. Por voluntad de los lectores, corrió como la pólvora. Mi sorpresa fue mayúscula puesto que, tomando como punto de partida la anécdota protagonizada por un profesor universitario, me limitaba a explicar lo obvio: que la sociedad española no se estructura en clase sociales, sino que es un informe magma del que, en todo caso, emergen diminutas élites que persiguen sus propios fines.
En efecto, allí donde hay un gremio, pertenezca éste a un sector productivo o burocrático, invariablemente se desarrolla una élite, pequeña, diminuta, pigmea. Lo vemos en las universidades españolas, especialmente en las públicas, pero también en las privadas, donde los académicos independientes languidecen, mientras que aquellos que se integran en la élite de rigor prosperan. También sucede en la Administración Pública, en el mal llamado mundo de la cultura, en el del periodismo, en el de la empresa e, incluso, en el de la ciencia, o en cualquier otro lugar donde surja un régimen corporativo que imponga, de puertas adentro, sus propias reglas.
Sea cual sea el traje que vistan o la ideología en la que se envuelvan, lo cierto es que quien más quien menos persigue su propio beneficio
Estas élites no son altruistas, ni siquiera mutualistas. Sus objetivos son intransferibles, propios e incompatibles con el interés general, por más que con el malabarismo retórico, el marketing a presión y el cochambroso populismo intenten convencer al ciudadano común de que sus fines son los de todos y que, por tanto, debe colaborar con ellas. Ejemplos hay para dar y tomar. Y van desde las maniobras de aviesos empresarios, hasta las reivindicaciones de numerosos colectivos, pasando por los rancios nacionalismos. Sea cual sea el traje que vistan o la ideología en la que se envuelvan, lo cierto es que quien más quien menos persigue su propio beneficio. De hecho, casi todas las trifulcas que monopolizan los
medios de información tienen mucho que ver con la beligerancia de estos grupos y muy poco con las preocupaciones reales del ciudadano.
El problema se agravó cuando estas élites se imbricaron en las tribus políticas locales. Entonces, el ya de por sí desvirtuado concepto de “interés general” se vio a además sesgado por los localismos. De pronto, el interés general de los valencianos dejó de corresponderse con el de los madrileños, el de los aragoneses se volvió antagónico al de los catalanes, el de los manchegos se hizo incompatible con el de los andaluces, y así sucesivamente hasta completar todas y cada una de las combinaciones posibles de enfrentamientos y agravios entre territorios y administraciones, que no entre individuos.
España, nación de naciones pequeñas y cabreadas
La España de las Autonomías ha tenido –y tiene– la cuestionable virtud de generar problemas donde antes no los había o, en el mejor de los casos, complicar los existentes hasta hacerlos irresolubles. Circunstancia que tiene mucho que ver con esa debilidad congénita de los Gobiernos de España a lo largo de la Transición y la constante cesión de competencias. Que la situación se ha desquiciado es evidente. No hace falta recurrir al disparate secesionista, basta con observar las divergencias que existen entre el Partido Popular de Madrid y el de Galicia, el PSOE de Aragón y el de Cataluña, o el Podemos liderado por Pablo Iglesias y el conglomerado que ha hecho alcaldesa de Barcelona a Ada Colau. Y es que, en esta España, una misma formación política puede llegar a defender no ya cosas distintas, sino antagónicas dependiendo de en donde venda la mercancía. Lo cual tiene mucho que ver con que cada comunidad autónoma haya desarrollado con extrema diligencia su propiocrony capitalism, y, a reglón seguido, corrupción con denominación de origen. Al fin y al cabo, todas estas élites tienen un rasgo que las hermana: ninguna podría subsistir sin acceso al Presupuesto.
La nuestra no es una sociedad clasista sino elitista, pero de élites diminutas. Una sociedad más que horizontal, plana, como un mar en calma chicha
La nuestra no es una sociedad clasista sino elitista, pero de élites diminutas. Una sociedad
más que horizontal, plana, como un mar en calma chicha. No sé a qué viene tanto empeño comunista si todos somos karamaradas por la vía de los hechos. Aquí, si se quiere hacer carrera, no hay más alternativa que buscar un hueco en alguno de los numerosos clubs de privilegios y alistarse en su tribu. Es la única forma de asomar la cabeza y sobresalir de la masa social que bracea con denuedo en un sistema cerrado, en lo económico y en lo político.
Demasiados los incentivos que hay para alistarse en estas élites y saquear, aun legalmente, el presupuesto. Y muy pocos para no hacerlo. Cierto es que en todas partes cuecen habas. No hay más que ver lo revuelto que anda el mundo, con el movimiento hippie resucitado y dispuesto a ajustar cuentas con el Capitalismo. Pero no es fácil encontrar en Occidente un país donde los grupos de interés proliferen a un ritmo tan extraordinario.
Sin embargo, no se equivoquen, no es un problema genético. Es la concepción patrimonialista del Estado; esto es, la santa manía de usar las instituciones en beneficio propio, porque, claro está, nada lo impide. He aquí el origen de la crisis política, económica y moral que soportamos. ¡Vaya cosa! Lo mejor, o lo peor, según se mire: saber que con cuatro reformas bien hechas se acababa. Podría suceder cualquier día. Ya no son cuatro gatos los que lo exigen. Además, transformaciones más increíbles ha visto el mundo.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ POPULI
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