Hace cinco décadas, economistas como James Buchanan comenzaron cambiar la visión de la política. Dejaron de considerar al poder público, al Estado, como un ente benevolente, neutral, un agente que perseguía el bienestar de los ciudadanos. Y trataron de analizar los objetivos de los dirigentes, de aquellos que tomaban las decisiones públicas. Si consumidores y empresarios buscaban su propio interés egoísta, nada indicaba que los políticos actuaran de forma distinta. Había nacido la escuela de la Public Choice, o toma de decisiones colectivas.
Todavía existen sectores que creen en el carácter generoso y desinteresado de los poderes públicos, especialmente de los dirigentes que pertenecen a su partido favoritoA pesar del tiempo transcurrido, no todos han asimilado que las autoridades puedan tener agenda propia. Todavía existen sectores que creen en el idealismo, la buena fe, el carácter generoso y desinteresado de los poderes públicos, especialmente de los dirigentes que pertenecen a su partido favorito. Y atribuyen al gobierno la capacidad y obligación de resolver todos los males que aquejan a cada ciudadano. Puede que la experiencia reciente haya empujado a muchos a perder la inocencia, a descubrir quiénes son los Reyes Magos. A aceptar el carácter interesado de la política como paso para liberarse de la asfixiante tutela de los dirigentes, para asumir responsabilidades.
Pero la idea plantea otra dificultad: si los políticos persiguen su propio interés, nada garantiza una gestión pública adecuada, neutral y eficaz, máxime cuando el voto constituye un mecanismo de control demasiado indirecto y dilatado en el tiempo. Los teóricos de la Public Choice señalaron que la solución era establecer reglas, controles apropiados. Diseñar una estructura que fije incentivos adecuados para que las decisiones públicas se alineen con el interés general. Establecer un marco donde la política funcione aceptablemente aun cuando los gobernantes sean egoístas e interesados
Buchanan y los suyos propusieron una estructura de elección colectiva con dos niveles: la “política ordinaria”, para las decisiones del día a día y la “política constitucional” o procedimiento de fijación de las reglas del juego, esas trabas, cortapisas y restricciones que definirán el marco de las decisiones ordinarias. La política constitucional requiere un diseño muy meditado, y una amplio consenso, pues determinará la calidad de la política del día a día. Por consenso se entiende una amplia aceptación ciudadana de las reglas del juego. No, como hicieron creer los artífices de la Transición, el conjunto de apaños y componendas entre partidos, ese cambalache que caracterizó la política española. Y que sigue manifestándose en los pactos postelectorales.
James McGill Buchanan
Las tramposas reglas del juego
A pesar de la excepcionalidad de la situación, partidos tradicionales y nuevos continúan anclados en el pasado, en la política ordinaria, la del día a día. Intentan dar respuestas simplistas a problemas que hunden sus raíces en terrenos mucho más profundos. Pretenden resolver la corrupción, la arbitrariedad, la injusticia, con medidas puntuales cuando el mal estriba en un diseño inadecuado del sistema, de las reglas del juego. Reproducen discursos clientelares, o el engañoso esquema izquierda-derecha propio de la política ordinaria, cuando lo imprescindible es una redefinición del marco, un cambio drástico de esas restricciones que encuadran las decisiones políticas.
Poco ganamos cambiando las caras, relevando a los políticos actuales por sujetos supuestamente justos, altruistas y benéficos, esos que dicen actuar en interés del puebloPoco ganamos cambiando las caras, relevando a los políticos actuales por sujetos supuestamente justos, altruistas y benéficos, esos que dicen actuar en interés del pueblo. Si las reglas son las mismas, los nuevos líderes reproducirán la antigua política. Un mero quítate tu pa´ ponerme yo. La solución pasa por una reforma radical de las tramposas reglas del juego que han regido la política española durante décadas.
La "política constitucional" es mucho más amplia y compleja que la simple redacción de una nueva Constitución. Gran parte de las reglas no están escritas; forman parte de los usos y costumbres, de esas interacciones basadas en expectativas sobre el comportamiento de los demás. Es lo que se conoce como instituciones informales, unas normas que en España contradicen, se superponen al sistema legal. Así, el régimen de intercambio de favores, el clientelismo, o la corrupción generalizada, son modos de actuación informales, con sus propias reglas, que acaban prevaleciendo sobre el espíritu de las leyes. Para tener éxito, las reformas deben atacar estos fenómenos, fomentando otras reglas informales que refuercen y complementen a las leyes, que constituyan un mecanismo de control adicional.
Hacer leyes como churros
Las reformas deben poner coto a los grupos de presión, tanto internos como externos a la política, esas facciones que parasitan el Presupuesto, carcomen el Estado hasta los cimientos. Los partidos han venido actuando como mera correa de transmisión de grupos cuyo objetivo era subvencionarse a costa del resto u obtener una legislación a medida. Legiones de políticos enriquecidos por las comisiones, conocidos empresarios que obtienen contratas públicas en un intercambio poco transparente, o que consiguen una legislación a medida, constituyen agrupaciones que subvierten el principio de igualdad ante la ley, que desvían los objetivos de la política hacia metas poco confesables
La mejor ley es la que no existe, aquélla que se remite a unas reglas generales, simples e iguales para todosEs imprescindible que las reglas constitucionales establezcan trabas a la discrecionalidad de los gobernantes para otorgar privilegios, endurezcan las condiciones para asignar subvenciones o tratamientos fiscales favorables, esas dádivas que se reparten con singular prodigalidad. Y pongan freno al desbocado proceso legislativo de la política ordinaria, a esa capacidad e inclinación a promulgar leyes como si fueran churros, apelando a un sorprendente "vacío legal". O para cambiarlas como quien muda de camiseta. La diarrea legislativa, especialmente autonómica, es una estrategia para favorecer a determinados colectivos, siempre cercanos al poder. En la mayor parte de los casos, la mejor ley es la que no existe, aquélla que se remite a unas reglas generales, simples e iguales para todos.
Es tiempo de política constitucional. El momento apropiado para que los representantes se devanen los sesos estableciendo unas nuevas reglas del juego, limpias y justas. Porque de repartos clientelares, prebendas, discusiones bizantinas, ocurrencias y majaderías hemos tenido bastante durante las últimas décadas.
JUAN M. BLANCO @BlancoJuanM (Vía VOZ POPULI)
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