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domingo, 2 de enero de 2022

Sánchez emula a Erdogan

Por FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
ULISES CULEBRO Hace unas semanas, el periódico turco Yeniçag anticipó minutos antes de celebrarse la rueda de prensa con el presidente Erdogan, quien marchaba rumbo a Qatar, cuáles serían las preguntas que se le iban a plantear, así como sus encargados, al dictado del mandatario. Mientras su economía se hunde por los daños que le inflige su negligencia, un imperturbable Erdogan respondió a su propio cuestionario como si le fuera desconocido. La filtración acreditaba una anomalía conocida en un país en el que muchos medios declinan interpelar al Gobierno para ser su amaestrada voz. Como en el relato de Allan Poe en el que el mejor método para esconder la carta robada de las estancias reales era dejarla sobre la mesa a la vista de quienes se empecinaban en buscarla oculta en algún recóndito cobijo. Si esto sucedía en la Turquía de Erdogan, otro tanto acaecía este miércoles en La Moncloa agravando la deriva del estado de alarma que, sobre la premisa de luchar contra la covid, Sánchez explotó para arrogarse potestades cesáreas que le recriminó el Tribunal Constitucional. Para su balance de fin de año, cual remedo del tribunal que pasó por alto su plagiada tesis doctoral, Sánchez usó a seis gacetilleros afines -como en el estado de alarma, provocando un plante en junio de 2020- para que le regalaran el oído con las preguntas del gusto y gana de quien se autoevaluó, pese a sus inobservancias, con un sobresaliente remarcado bajo el pomposo rótulo de «Cumpliendo». Como el maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela. A modo de espejo donde asomarse cual petulante Narciso, el cartel a sus espaldas proyectaba una realidad que niegan ojos y oídos en parangón con la distopía orwelliana de 1984 en la que el Gran Hermano ejerce, desde una telepantalla omnisciente y manejo del neolenguaje, el control sobre la esclavizada Eurasia. Asumiendo el papel de figurantes, esos medios se prestaron a ponérselas a Sánchez como a Fernando IV sus cortesanos para no perder el favor de aquel monarca tan buen aficionado al billar como pésimo jugador. A diferencia de Erdogan, Sánchez no se anduvo con disimulos y sólo faltó largarles a los susodichos aquello de Chumy Chúmez de «me alegro de que me haga la pregunta que le acabo de dictar». Sin que quienes se sumaron al cotillón presidencial adoptaran, al menos, el cinismo del entrevistador por excelencia de la TVE franquista, Victoriano Fernández Asís, con muletillas del tenor de «no es menos cierto, señor ministro», con las que salvar la cara. Si el gobernante opta por construir hechos alternativos para soslayar la ingrata realidad, si la Prensa declina de su deber de esclarecerla y la opinión pública se desentiende de ella, como avisa el historiador estadounidense Timothy Snyder en su ensayo Sobre la tiranía, tales desistimientos resquebrajan la libertad hasta ponerla en riesgo. A juicio del catedrático de Yale, la verdad muere de cuatro maneras reconocibles en una España en la que el Gobierno ha dado prioridad a lograr, más que la inmunidad de grupo con la covid, la impunidad del grupo cloroformando a la sociedad para que todo le esté permitido al bloque de poder. A saber, la primera de esas causas sería la hostilidad a una realidad verificable, como ejemplificó el miércoles Sánchez. La segunda, el encantamiento con los chamanes que brindan el cielo arrastrando al infierno. La tercera, la aceptación descarada de las contradicciones como si fueran patrones de coherencia que, por ejemplo, les hace vender como éxito faltar a su palabra de derogar íntegra la reforma laboral del PP cuando el sostén de sus pilares era una exigencia de Bruselas para los fondos europeos post-covid, o de frenar la subida disparada de la luz retrotrayendo su precio a 2018, que ya fue de récord como para merecer la dimisión de Rajoy, según Sánchez, lo que suponía querer tapar el sol con un dedo. Y, la cuarta, a modo de remate, encomendarse a quienes se adueñan de la voluntad del pueblo fiados en que «esto aquí no puede ocurrir». Justo esto último era lo que inferían los venezolanos ante la deriva dictatorial de Chávez o los cubanos con Castro. Pero antes los españoles de aquella «República sin republicanos» en la que se hacía por lo general el cálculo de que nada terrible habría de acontecer porque «esto no es Rusia», mientras todo se hacía Rusia y «precisamente lo que no había en nada de aquello era España», según certificó en carne propia -como tantos otros- el cronista parlamentario y escritor Wenceslao Fernández Flórez asistiendo al terror de aquellos años. Cuando el ciudadano no discierne entre lo que se quiere oír y lo que realmente oye -concluye Snyder-, se rinde a la tiranía de aquellos a quienes ha otorgado el poder presuponiendo que, al acceder democráticamente al mando, respetaran las instituciones olvidando que «la historia no se repite, pero sí alecciona». Así, cuando el panorama se nubla como en España -en el plano político, entregada a quienes procuran la destrucción de sus instituciones y de la nación misma; económico, relegada a la cola de la recuperación con tasas de déficit y de deuda sólo sostenibles por el euro del que carece Turquía, así como con la inflación más elevada en 30 años; y sanitario, con la variante ómicron pulverizando los contagios del covid-19 en un país que ha enterrado alrededor de 100.000 personas a cuenta de la pandemia-, el recurso al mal menor es muy tentador. En pos de alivio y tregua, demasiadas veces no deja de ser un trampantojo que alarga ese calamitoso estado de cosas, en vez de hallarles remedio y cura. Al fin y al cabo, no deja de ser otro mal con sus efectos y secuelas. Es la socorrida apelación al «Virgencita, que me quede como estaba» que puso en boga en el Siglo de Oro el poeta y escritor hispalense Juan de Arguijo con su relato sobre don Diego Tello. Según narra en su obra Cuentos, al perder este caballero sevillano la visión de un ojo refinando pólvora, acudió a la capilla de la Virgen de la Consolación para que un milagro sanara su maltrecho ojo. No cavilando mejor majadería que untar ambas pupilas con aceite de una lámpara del templo, notó al intentar abrirlos con que no veía ni por el bueno ni por el malo, exclamando: «¡Madre de Dios, siquiera el que traje!». Ese consuelo del mal menor ha propiciado el volteo de campanas al resolverse este martes que el Consejo de Ministros no suprimía de la cruz a la fecha la reforma laboral del PP. Al contrario de lo que repetían Sánchez y su vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz -el uno en el último congreso XL del PSOE y la otra tanto en el centenario del PCE como en el cónclave de CCOO-, además de figurar en el pacto de gobierno del PSOE y Podemos, lo que enmudece a Pablo Iglesias y su matraca borrada de pacta servanda sunt. Ello les ha obligado, a la hora de la verdad, a vestir el muñeco cuando estaba comprometido por escrito con Bruselas que la llegada de los fondos europeos pasaba por sostener los basamentos de la ley de Fátima Báñez y era inesquivable el nihil obstat. Para tragarse el sapo y hacer una buena digestión, la ministra que no sabía lo que era un ERTE y ahora parece haber parido el hijo de su antecesora del PP, lo envuelve todo en una espesa niebla de retórica sin atender a los versos de Góngora de «que se obre más y que se hable menos, dejando las buenas palabras para artesonado del infierno». Por contra, en una especiosa y espaciosa exposición de motivos que casi alcanza en extensión al articulado del nuevo decreto-ley, divaga sobre un «cambio de paradigma» y de «primera reforma laboral de gran calado de la Democracia», como si los derechos de los trabajadores hubieran llegado con esta abogada laboralista, que hará sonreír a Felipe González al preciarse de lograr «una ciudadanía plena en el trabajo». Díaz reacciona con la desenvoltura de quienes cometen una falta y se muestran descarados como si fueran los agraviados. No en vano el gran escritor irlandés Jonathan Swift sostiene que «el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que, si una mentira perdura una hora, ya ha logrado su propósito, aunque no perviva», pues «la falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella». Frente a quienes animan al PP a subirse al carro para acarrear los 21 votos que faltarían para ratificar la nueva providencia ante los reparos de parte de la alianza Frankenstein, rescatando la cantinela de Fraga contra González como eterno jefe de la oposición de que «los socialistas sólo aciertan cuando rectifican», no hay que engañarse tras la ingesta de una cucharada de aceite de ricino por el Ejecutivo socialcomunista para obtener el pasaporte de los fondos europeos a los que Sánchez fía su rescate electoral y alargar su estancia en La Moncloa con quienes desalojaron a Rajoy en una moción de censura inédita desde la restauración de la democracia. Ya se verá si ERC o Bildu se mantienen firmes contra la convalidación del decreto-ley o lo dejan pasar cobrándose los derechos de peaje que les consiente Sánchez por sostenerse en el machito como sea. Además, una ley laboral es una turbina que debe acompañarse de unas políticas adecuadas que propulsen la actividad. No parece el caso del Gobierno socialcomunista que lastra la economía hasta hacer de España la más rezagada del continente. A modo de aviso de navegantes, conviene no perder de vista que, una vez descerrajada la caja de caudales europeos con esta seudorreforma laboral, el Gobierno apareja dispositivos para hacer de esa capa un sayo como el exhibido por Romanones, tres veces jefe de Gobierno con Alfonso XIII, al espetar a los diputados: «Hagan ustedes las leyes y déjenme a mí hacer los reglamentos». En este sentido, entre la gran hojarasca que envaina el decreto-ley, se aprecia un intervencionismo y una sindicalización crecientes en el seno de las empresas que puede redirigirse con pequeños, pero continuos, retoques, a la contrarreforma abortada por Bruselas y colarla por la gatera con los reglamentos que Romanones se reservaba para sí. Esas ordenanzas de encaje permiten obrar sin atender a lo que la ley fija y sobre ellas don Quijote previene a Sancho a la hora de regir Barataria: «Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos». De ser así, la norma aprobada el Día de los Inocentes significaría una gran inocentada luego de que el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, optara por el posibilismo del mal menor, siguiendo el camino que le marcó Díaz cuando se jactó de incrementar el salario mínimo más de lo previsto como castigo por no sentarse a negociar. Garamendi quedaría ante los suyos peor que Cagancho en Almagro sin gozar de la gracia de periodistas bien arrimados que le salvaguarden como a Erdogan y a Sánchez con preguntas de agrado y lucimiento que amasan los que están a sus órdenes. Por eso, estos ya mienten sin saberlo como el personaje de Molière que hablaba en prosa sin percatarse del descubrimiento. ULISES CULEBRO Hace unas semanas, el periódico turco Yeniçag anticipó minutos antes de celebrarse la rueda de prensa con el presidente Erdogan, quien marchaba rumbo a Qatar, cuáles serían las preguntas que se le iban a plantear, así como sus encargados, al dictado del mandatario. Mientras su economía se hunde por los daños que le inflige su negligencia, un imperturbable Erdogan respondió a su propio cuestionario como si le fuera desconocido. La filtración acreditaba una anomalía conocida en un país en el que muchos medios declinan interpelar al Gobierno para ser su amaestrada voz. Como en el relato de Allan Poe en el que el mejor método para esconder la carta robada de las estancias reales era dejarla sobre la mesa a la vista de quienes se empecinaban en buscarla oculta en algún recóndito cobijo. Si esto sucedía en la Turquía de Erdogan, otro tanto acaecía este miércoles en La Moncloa agravando la deriva del estado de alarma que, sobre la premisa de luchar contra la covid, Sánchez explotó para arrogarse potestades cesáreas que le recriminó el Tribunal Constitucional. Para su balance de fin de año, cual remedo del tribunal que pasó por alto su plagiada tesis doctoral, Sánchez usó a seis gacetilleros afines -como en el estado de alarma, provocando un plante en junio de 2020- para que le regalaran el oído con las preguntas del gusto y gana de quien se autoevaluó, pese a sus inobservancias, con un sobresaliente remarcado bajo el pomposo rótulo de «Cumpliendo». Como el maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela. A modo de espejo donde asomarse cual petulante Narciso, el cartel a sus espaldas proyectaba una realidad que niegan ojos y oídos en parangón con la distopía orwelliana de 1984 en la que el Gran Hermano ejerce, desde una telepantalla omnisciente y manejo del neolenguaje, el control sobre la esclavizada Eurasia. Asumiendo el papel de figurantes, esos medios se prestaron a ponérselas a Sánchez como a Fernando IV sus cortesanos para no perder el favor de aquel monarca tan buen aficionado al billar como pésimo jugador. A diferencia de Erdogan, Sánchez no se anduvo con disimulos y sólo faltó largarles a los susodichos aquello de Chumy Chúmez de «me alegro de que me haga la pregunta que le acabo de dictar». Sin que quienes se sumaron al cotillón presidencial adoptaran, al menos, el cinismo del entrevistador por excelencia de la TVE franquista, Victoriano Fernández Asís, con muletillas del tenor de «no es menos cierto, señor ministro», con las que salvar la cara. Si el gobernante opta por construir hechos alternativos para soslayar la ingrata realidad, si la Prensa declina de su deber de esclarecerla y la opinión pública se desentiende de ella, como avisa el historiador estadounidense Timothy Snyder en su ensayo Sobre la tiranía, tales desistimientos resquebrajan la libertad hasta ponerla en riesgo. A juicio del catedrático de Yale, la verdad muere de cuatro maneras reconocibles en una España en la que el Gobierno ha dado prioridad a lograr, más que la inmunidad de grupo con la covid, la impunidad del grupo cloroformando a la sociedad para que todo le esté permitido al bloque de poder. A saber, la primera de esas causas sería la hostilidad a una realidad verificable, como ejemplificó el miércoles Sánchez. La segunda, el encantamiento con los chamanes que brindan el cielo arrastrando al infierno. La tercera, la aceptación descarada de las contradicciones como si fueran patrones de coherencia que, por ejemplo, les hace vender como éxito faltar a su palabra de derogar íntegra la reforma laboral del PP cuando el sostén de sus pilares era una exigencia de Bruselas para los fondos europeos post-covid, o de frenar la subida disparada de la luz retrotrayendo su precio a 2018, que ya fue de récord como para merecer la dimisión de Rajoy, según Sánchez, lo que suponía querer tapar el sol con un dedo. Y, la cuarta, a modo de remate, encomendarse a quienes se adueñan de la voluntad del pueblo fiados en que «esto aquí no puede ocurrir». Justo esto último era lo que inferían los venezolanos ante la deriva dictatorial de Chávez o los cubanos con Castro. Pero antes los españoles de aquella «República sin republicanos» en la que se hacía por lo general el cálculo de que nada terrible habría de acontecer porque «esto no es Rusia», mientras todo se hacía Rusia y «precisamente lo que no había en nada de aquello era España», según certificó en carne propia -como tantos otros- el cronista parlamentario y escritor Wenceslao Fernández Flórez asistiendo al terror de aquellos años. Cuando el ciudadano no discierne entre lo que se quiere oír y lo que realmente oye -concluye Snyder-, se rinde a la tiranía de aquellos a quienes ha otorgado el poder presuponiendo que, al acceder democráticamente al mando, respetaran las instituciones olvidando que «la historia no se repite, pero sí alecciona». Así, cuando el panorama se nubla como en España -en el plano político, entregada a quienes procuran la destrucción de sus instituciones y de la nación misma; económico, relegada a la cola de la recuperación con tasas de déficit y de deuda sólo sostenibles por el euro del que carece Turquía, así como con la inflación más elevada en 30 años; y sanitario, con la variante ómicron pulverizando los contagios del covid-19 en un país que ha enterrado alrededor de 100.000 personas a cuenta de la pandemia-, el recurso al mal menor es muy tentador. En pos de alivio y tregua, demasiadas veces no deja de ser un trampantojo que alarga ese calamitoso estado de cosas, en vez de hallarles remedio y cura. Al fin y al cabo, no deja de ser otro mal con sus efectos y secuelas. Es la socorrida apelación al «Virgencita, que me quede como estaba» que puso en boga en el Siglo de Oro el poeta y escritor hispalense Juan de Arguijo con su relato sobre don Diego Tello. Según narra en su obra Cuentos, al perder este caballero sevillano la visión de un ojo refinando pólvora, acudió a la capilla de la Virgen de la Consolación para que un milagro sanara su maltrecho ojo. No cavilando mejor majadería que untar ambas pupilas con aceite de una lámpara del templo, notó al intentar abrirlos con que no veía ni por el bueno ni por el malo, exclamando: «¡Madre de Dios, siquiera el que traje!». Ese consuelo del mal menor ha propiciado el volteo de campanas al resolverse este martes que el Consejo de Ministros no suprimía de la cruz a la fecha la reforma laboral del PP. Al contrario de lo que repetían Sánchez y su vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz -el uno en el último congreso XL del PSOE y la otra tanto en el centenario del PCE como en el cónclave de CCOO-, además de figurar en el pacto de gobierno del PSOE y Podemos, lo que enmudece a Pablo Iglesias y su matraca borrada de pacta servanda sunt. Ello les ha obligado, a la hora de la verdad, a vestir el muñeco cuando estaba comprometido por escrito con Bruselas que la llegada de los fondos europeos pasaba por sostener los basamentos de la ley de Fátima Báñez y era inesquivable el nihil obstat. Para tragarse el sapo y hacer una buena digestión, la ministra que no sabía lo que era un ERTE y ahora parece haber parido el hijo de su antecesora del PP, lo envuelve todo en una espesa niebla de retórica sin atender a los versos de Góngora de «que se obre más y que se hable menos, dejando las buenas palabras para artesonado del infierno». Por contra, en una especiosa y espaciosa exposición de motivos que casi alcanza en extensión al articulado del nuevo decreto-ley, divaga sobre un «cambio de paradigma» y de «primera reforma laboral de gran calado de la Democracia», como si los derechos de los trabajadores hubieran llegado con esta abogada laboralista, que hará sonreír a Felipe González al preciarse de lograr «una ciudadanía plena en el trabajo». Díaz reacciona con la desenvoltura de quienes cometen una falta y se muestran descarados como si fueran los agraviados. No en vano el gran escritor irlandés Jonathan Swift sostiene que «el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que, si una mentira perdura una hora, ya ha logrado su propósito, aunque no perviva», pues «la falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella». Frente a quienes animan al PP a subirse al carro para acarrear los 21 votos que faltarían para ratificar la nueva providencia ante los reparos de parte de la alianza Frankenstein, rescatando la cantinela de Fraga contra González como eterno jefe de la oposición de que «los socialistas sólo aciertan cuando rectifican», no hay que engañarse tras la ingesta de una cucharada de aceite de ricino por el Ejecutivo socialcomunista para obtener el pasaporte de los fondos europeos a los que Sánchez fía su rescate electoral y alargar su estancia en La Moncloa con quienes desalojaron a Rajoy en una moción de censura inédita desde la restauración de la democracia. Ya se verá si ERC o Bildu se mantienen firmes contra la convalidación del decreto-ley o lo dejan pasar cobrándose los derechos de peaje que les consiente Sánchez por sostenerse en el machito como sea. Además, una ley laboral es una turbina que debe acompañarse de unas políticas adecuadas que propulsen la actividad. No parece el caso del Gobierno socialcomunista que lastra la economía hasta hacer de España la más rezagada del continente. A modo de aviso de navegantes, conviene no perder de vista que, una vez descerrajada la caja de caudales europeos con esta seudorreforma laboral, el Gobierno apareja dispositivos para hacer de esa capa un sayo como el exhibido por Romanones, tres veces jefe de Gobierno con Alfonso XIII, al espetar a los diputados: «Hagan ustedes las leyes y déjenme a mí hacer los reglamentos». En este sentido, entre la gran hojarasca que envaina el decreto-ley, se aprecia un intervencionismo y una sindicalización crecientes en el seno de las empresas que puede redirigirse con pequeños, pero continuos, retoques, a la contrarreforma abortada por Bruselas y colarla por la gatera con los reglamentos que Romanones se reservaba para sí. Esas ordenanzas de encaje permiten obrar sin atender a lo que la ley fija y sobre ellas don Quijote previene a Sancho a la hora de regir Barataria: «Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos». De ser así, la norma aprobada el Día de los Inocentes significaría una gran inocentada luego de que el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, optara por el posibilismo del mal menor, siguiendo el camino que le marcó Díaz cuando se jactó de incrementar el salario mínimo más de lo previsto como castigo por no sentarse a negociar. Garamendi quedaría ante los suyos peor que Cagancho en Almagro sin gozar de la gracia de periodistas bien arrimados que le salvaguarden como a Erdogan y a Sánchez con preguntas de agrado y lucimiento que amasan los que están a sus órdenes. Por eso, estos ya mienten sin saberlo como el personaje de Molière que hablaba en prosa sin percatarse del descubrimiento.

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