La nueva izquierda y la vieja nación
El acelerado tránsito hacia la insignificancia política de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos se explica por una alergia casi instintiva hacia el concepto de Estado-nación
ULISES CULEBRO
La izquierda pensante contemporánea, o lo que queda aún de ella, tiende a mantener una relación ambivalente, próxima a lo esquizoide en el caso muy singular de la española, frente al concepto de nación. Así, por un lado, contempla a los Estados-nación reales, los que han alcanzado una materialización tangible y genuina a lo largo de las historia, los que existen en el plano fáctico, como herrumbrosas antiguallas destinadas todas ellas, más pronto o más tarde, al desván de los artefactos obsoletos.
Pero por otro, en cambio, las naciones que no existen ni nunca han existido, verbigracia la catalana, constituyen incorpóreos entes espectrales que, salvo contadísimas excepciones, merecen a sus ojos el mayor aprecio y consideración teórica. Una de esas raras disidencias frente a la corriente de afinidad sentimental y romántica para con los microsecesionismos etnoculturales la encarna, por cierto, el economista más influyente en el espacio de la heterodoxia refractaria al canon académico dominante en Europa y EEUU, Thomas Piketty (Clichy, 1971). A diferencia de Varoufakis, Stiglitz y tantos otros popes de referencia para la izquierda occidental, Piketty no ha comprado nunca la mercancía ideológica del nacionalismo catalán. De ahí, por cierto, la discreta frialdad con que Capital e ideología, hasta ahora su obra más monumental y ambiciosa, fue acogida en los entornos mediáticos y culturales de la izquierda peninsular que se dice antisistema y se identifica con la causa de los irredentismos periféricos.
No le perdonan a Piketty que haya alojado en los estantes de cientos de bibliotecas personales de los miembros del establishment mundial, y de modo muy especial en las de los del ámbito anglosajón -esa élite dentro de la élite que luego crea la opinión dominante en todas partes-, sentencias y reflexiones que no sorprenderían a ningún español medianamente informado, pero llamadas, sin duda, a suscitar algún asombro entre los observadores distantes de la querella catalana. Sentencias y reflexiones que aquí, acaso salvo para Pablo Iglesias y su círculo audiovisual de influencia, forman parte ya del saber colectivo.
A diferencia de otros popes de la izquierda, Piketty no ha comprado la mercancía ideológica del nacionalismo catalán
La más llamativa, al menos para un izquierdista recién salido del cascarón, tal vez sea la intensa correlación estadística que la totalidad de las catas demoscópicas certifican entre el entusiasmo separatista y el nivel socioeconómico de los distintos estratos de la población local de esas cuatro provincias. Un entusiasmo, el de la mitad de los catalanes por la independencia, que crece de modo tan exponencial como sospechoso a medida que lo hace también el dinero que guardan en sus cuentas bancarias y las cifras que reflejan su patrimonio mobiliario e inmobiliario. Algo que no suena siquiera un poquito revolucionario, ni un poquito.
En un orden más amplio de perplejidades, la suprema paradoja de la izquierda en Occidente remite a que su instante de gloria histórica, el intervalo que fue desde el final de la Segunda Guerra Mundial -cuando la puesta en marcha de las economías mixtas de inspiración socialdemócrata y keynesiana- hasta la crisis energética de 1973, tuvo como marco de referencia la preeminencia de la soberanía en todos los ámbitos del Estado-nación, ese mismo Leviatán que ahora tiende a menospreciar por norma, frente al poder, entonces subordinado, de los mercados.
LA TERCERA VÍA DE PIKETTY
Y es que la gran contradicción de la izquierda -tanto la de raíz socialdemócrata como la que se pretende alternativa a su menguante reformismo- remite a la devoción internacionalista que comparten; un universalismo cuyas raíces últimas apelan a la filosofía de la Ilustración, el origen intelectual común del cosmopolitismo liberal y del socialista. La izquierda sólo ha sido capaz de concebir -y de plasmar luego en la realidad- propuestas que respondiesen a señas de identidad propias y diferenciadas de las de la derecha dentro del exclusivo marco del Estado-nación soberano; sin embargo, insiste una y otra vez en el afán de continuar desposeyéndolo de sus atributos esenciales como estrategia de acción para el futuro.
La gran con-tradicción de la izquierda remite a su tradicional devoción por el interna- cionalismo socialista
Incluso Piketty, el locuaz iconoclasta que asegura postular un paradigma radicalmente ajeno tanto a la autonomía desregulada de los mercados como a cualquier intento de rescatar del olvido la planificación estatal, incurre en la misma inconsistencia lógica. Así, su particular tercera vía, una vez desprovista de las múltiples capas de maquillaje retórico con que trata de embellecerla en los papeles, conduce en última instancia al mismo callejón sin salida donde el resto de los pensadores orgánicos de la izquierda permanecen paralizados y sin saber qué rumbo tomar. Porque lo que defiende Piketty no resulta ser mucho más que un oxímoron. A fin de cuentas, cuanto en esencia propone se resume, y lo diremos con sus propias palabras, en «crear un sistema universal de capital susceptible de ser transferido por el Estado a cada adulto joven».
UNA DOTACIÓN 'UNIVERSAL'
E incluso se atreve a cuantificar el volumen concreto de esa subvención pública en el caso francés: 120.000 euros por barba que saldrían, huelga decirlo, de un incremento superlativo de la carga fiscal que recae sobre las rentas, el patrimonio y las herencias de los ricos. Hasta ahí, todo parece claro. Pero, y justo en el instante en que aparecen en escena los límites físicos y jurídicos de la nación, la fluidez discursiva de Piketty comienza a eclipsarse para dar paso a un espeso y brumoso silencio. Al punto de que ni en una sola de las 1.248 páginas que contiene Capital e ideología se hace mención a si quienes no son miembros de pleno derecho de la nación, los inmigrantes extranjeros -un grupo potencialmente infinito en cuanto a su número de integrantes- también gozarían del derecho inalienable de cualquier nacional francés a percibir los 120.000 euros de la dotación universal de capital.
Hasta en el marco del gozoso universo onírico de las fantasías quiméricas, la izquierda más audaz sigue chocando con los contrasentidos de su sesgo refractario frente al hecho nacional y su corolario, el nacionalismo de Estado. Un sesgo, ese, del que participan con mayor o menor intensidad todas las corrientes del progresismo en el tiempo presente. El acelerado tránsito rumbo a la definitiva insignificancia de la mayoría de los viejos partidos socialistas y socialdemócratas de Europa se explica por esa alergia instintiva tan suya frente a lo nacional. Una alergia que los nuevos conservadores soberanistas están aprovechando en todos los rincones para apropiarse de su electorado tradicional. Porque 1789 se está haciendo, y a pasos agigantados, de derechas.
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