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domingo, 22 de agosto de 2021

Afganistán: cuando la libertad no tiene quien la defienda

Mueve al escarnio que los mandatarios que sacrifican a los afganos abandonándoles a su suerte conciban planes de acogida como esos hipócritas que presumen del bien que hacen con el mal que producen

Afganistán: cuando la libertad no tiene quien la defienda

 RAÚL ARIAS

Sumido en el desconcierto y la desorientación, el stendhaliano personaje de Fabrizio del Dongo, protagonista de La Cartuja de Parma, no se percató, como soldado de la Grande Armée en Waterloo, de que había asistido en primera fila a la caída del imperio napoleónico y a la génesis de un nuevo orden en Europa. No lo supo hasta que la trascendental jornada del 18 de junio de 1815 entró en los manuales de Historia. Ese síndrome aqueja hoy a muchos Fabrizios -algunos muy principales y sitos en la gobernación de sus naciones- que han desertado de Afganistán rendidos a las hordas talibanas.

Ha sido el trágico colofón a un fiasco previsible desde que, en 2014, Obama ordenara preparar una evacuación que su vicepresidente Biden, hoy en el Despacho Oval, ha ejecutado caóticamente. Como su antecesor Trump, ha mordido el anzuelo de una negociación envenenada con los talibán para propiciar una salida ordenada pero que ha causado los desgarros del desesperado pez que prueba desasirse del arpón con agónicos coletazos. Merced a ello, acarreando el desprestigio consiguiente a EEUU y la apreciación general de que éstos han declinado como potencia hegemónica en provecho de China, así como que han dejado de ser un socio fiable, el régimen islamista ha reconquistado en menos de 20 días el dominio arrebatado hace 20 años como santuario de los atentados del 11-S de 2001 en el primer ataque extranjero en EEUU desde el bombardeo japonés de la base naval de Pearl Harbour y que precipitó su desembarco en la conflagración de 1945.

A diferencia de la encrucijada napoleónica, los Fabrizio de hoy no son románticos personajes, sino, en efecto, jefes de Estado y presidentes del Gobierno occidentales y que, en consonancia con lo que Stefan Zweig anota en el pasaje sobre Waterloo de sus Momentos estelares de la humanidad, permiten, estremecidos e impotentes, que «el destino que les ha caído encima se les escape entre las manos temblorosas». Ni enaltecen la ocasión ni se enaltecen a sí mismos como fue el caso de Churchill en la Segunda Guerra Mundial. Éste supo alzarse contra la política del apaciguador Chamberlain, quien se hizo la falsa idea -como ahora con la promesa de «gobierno inclusivo» de los talibán y otras mendacidades como el respeto de la mujer dentro de la sharia- de haber arrancado a Hitler «la paz de nuestro tiempo».

Si Wellington juzgaba que su éxito en Waterloo no se armó en el campo de Marte sino en los campos de juego de Eton, el célebre internado de la clase dirigente británica, su alegoría resulta pertinente ante este momento asombroso de la historia en el que Occidente se columpia sobre el hilo de la fatalidad. Así, la fuga de Afganistán no obedece, en esencia, a una derrota militar, sino a una impúdica renuncia a guarnecer sus valores plegándolos a la conveniencia y comodidad del instante. Por escamotear su deber, se prestan a maquillar la imagen de unos talibán para los que la ocasión la pintan calva. ¿Por qué habrían de inhibirse de presumir y de no presentarse como son tras poner en jaque al infiel y humillarlo de la forma que proyectan las imágenes del aeropuerto de Kabul?

Ante esta acometida, mueve al escarnio que los mandatarios que sacrifican a los afganos abandonándoles a su suerte, cual náufragos del destino, conciban planes de acogida como esos hipócritas que presumen del bien que hacen con el mal que producen. De esta guisa, junto al deshonor y la guerra, parafraseando la admonición de Churchill a Chamberlain, Europa deberá afrontar el éxodo de quienes se escabullen del pavor talibán -estos conocen bien el paño para confiarse en que los arrope, y no la bienquista opinión publica occidental-, así como los propósitos desestabilizadores urdidos en un enclave expedito a ser campamento de adiestramiento y plataforma desde la que reconstruir ese anhelado califato mundial mediante un ten con ten con chinos y rusos. Siempre que no alienten revueltas en esos predios. Como vencedor del envite, China consolida un Estado antioccidental que, protegido por Pakistán, debilita a India, su único rival en la zona, y el declive americano le catapulta para arrojar el guante a Taiwán tras deglutir a la anexionada Hong Kong.

En este sentido, no cabe establecer parangón con otros conflictos, pues se trata de una capitulación mucho más nociva para la salud de las sociedades abiertas y democráticas que alumbró el Siglo de las Luces. Así, pese a cosechar reveses en cascada desde 1945 -Corea, Vietnam, Irak y Afganistán-, EEUU había preservado su supremacía ideológica hasta derribar el Muro de Berlín y batir al comunismo soviético. Empero, hogaño se recluye y pliega la bandera de la libertad asistiendo no sólo la expansión territorial de las autocracias, sino ideológica de esos enemigos de la libertad, ya sea con turbante o sin él.

A este respecto, aún peor que las imágenes del aeropuerto de Kabul y su similitud gráfica con el Saigón de 1975, es el corrosivo mensaje de Biden justificando la estampida de un lugar geoestratégico con la excusa -infamante para los 300.000 muertos en lid con los talibán- de que los afganos no estaban dispuestos a dejarse la vida por una democracia en su país. «Un año o cinco más de presencia militar no habrían supuesto ninguna diferencia si el ejército afgano es incapaz de defender su país», dijo quien deshonra la encomienda que desempeña y lanza un acicate para el totalitarismo, amén de asentarlo en dictaduras como Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Con discursos de ese jaez, el Muro de Berlín no habría sido derruido en 1989. Sí contribuyeron a su socavamiento Kennedy en 1963 desde el balcón del Ayuntamiento de Berlín vitoreando su histórico «Soy berlinés» con idéntico orgullo que 20 siglos atrás dignificaba reconocerse ciudadano romano. O Reagan en 1987 con su «Mr. Gorbachov: eche abajo el Muro» frente a la Puerta de Brandeburgo y frente a pacifistas que vociferaban «¡vete a Hollywood!» brindando su apoyo a la causa de la libertad que ahora no parece tener quien la defienda.

Como coligió el gran escritor sevillano Chaves Nogales primero en aquella «República sin republicanos» española de la que hubo de exiliarse para luego asistir, por igual razón y causa, a la agonía de una Francia «tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual» como para dejarse sojuzgar por el nazismo. Escrito está que ninguna civilización es conquistada hasta que no se autodestruye a sí misma. Valga el botón de muestra del desentendimiento de las sociedades occidentales que se agitan -y bien que hacen- ante el vil asesinato de un ciudadano negro a manos de la policía hasta convertirlo en una protesta mundial, pero que asiste silente a genocidios como el afgano.

Si el fin de la historia que Fukuyama pronosticó arrastrado por el optimismo que desató la demolición del Muro de Berlín y la implosión del comunismo soviético dos años después, se ha revelado un espejismo por la inacción de quienes se han desentendido de la defensa de la libertad como si ella se bastara por sí misma, esta regresión a la Edad Media con móviles de última generación y despótica inteligencia artificial se abre paso con irreversibilidad pasmosa y con la felicidad suicida con los que los niños desfilaban tras el vengativo flautista de Hamelin.

Ya nadie parece acordarse de aquella tapia de cementerio ensangrentado de Berlín ni de los millares de muertos bajo los escombros de la Torres Gemelas. Como tampoco España de los asesinados de la masacre islamista del 11-M del 2004 en Madrid o de los atentados de Cataluña de agosto de 2017 ni de las víctimas etarras, mientras se enseñorean sus causantes directos o sus herederos. Una nueva Edad Media, en suma, se abisma en la que la sombra del tribalismo apaga la luz de la ilustración y hace reaparecer viejos fantasmas que, en vez de correr a espantarlos, lleva a los ciudadanos a cobijarse en el caparazón del alivio cobarde o en la coartada del aparente humanitarismo.

Se trata de una actitud inútil que agiganta al enemigo y facilita su tarea de destruir lo que odia hasta borrarlo de la faz de la tierra. Retrocediendo en el terreno ganado, es como si algunos quisieran enfrentarse al peligro negándolo cual niño que esconde su miedo bajo las sábanas. Nada tan infantil ni tan estúpido como ignorar la naturaleza de un enemigo resuelto a imponer el oscurantismo medieval retrasando mil años el reloj de la Historia.

A bombazos, persigue forzar un golpe de péndulo que condene la razón al ostracismo y extirpe el carácter laico de un Occidente que deslinda lo que es del César y lo que pertenece a Dios, sin caer en teocracias de nuevo cuño y viejos hábitos. Pero, ante la terquedad de los hechos, muchos se niegan a admitir la realidad y procuran desfogar su impotencia contra ella. Como quienes olvidan que, cuando Bin Laden asumió la masacre de las Torres Gemelas, un acompañante, Ayman al Zawahri, líder de la Yihad, recuperó del imaginario «la tragedia de Al Andalus (la España musulmana)».

Frente a este islam que busca la conversión de toda la Humanidad, acudiendo a la Guerra Santa y desplegando quintacolumnistas, EEUU se inhibe y le da a excusa perfecta a una inoperante Unión Europea que no sabe por dónde le da el aire. La UE ha vuelto a dar un recital de despropósitos y de falta de batuta en una orquesta en la que Borrell, como jefe de su diplomacia, ha desafinado hasta hacer chirriar los oídos más sordos. Entretanto, España, tras 19 años en Afganistán y 102 soldados muertos, ha estado de televidente con un presidente expuesto como un maniquí en el escaparate de las redes sociales, pero sin decir otra cosa que le que le escribían en medio de su solaz de La Mareta. Claro que Sánchez preferirá presumir -valga la broma- de cómo, con sólo susurrarle al oído de Biden un comentario de pasillo en los pocos pasos que le acompañó en la última cumbre de la OTAN, logró persuadirle de que emulara la atropellada escapada de Irak dictada por Zapatero en 2004 con la abierta contrariedad de Bush y que Al Qaeda interpretó como una victoria en «la gloriosa batalla de Madrid».

En este sentido, la Cumbre por la Democracia que auspicia Biden para 2022 nace muerta al rehusar a fomentarla en Afganistán un presidente desquiciado que, acribillado por las críticas, traslada a sus compatriotas este sofisma: «¿Quieres que tus hijos mueran en Afganistán? ¿Para qué?». No se oía nada igual desde que Lenin le soltara al socialista Fernando de los Ríos en la Rusia soviética en 1920: «¿Libertad para qué?». Escuchado lo cual, habría que sentenciar: «El viejo orden acaba de sucumbir. Un mundo nuevo ha nacido hoy. Yo estuve allí y lo vi». Fue la glosa que Goethe puso a la batalla de Valmy en la que los revolucionarios franceses rindieron a las tropas austroprusianas en 1792.

Sólo él tuvo la clarividencia, a diferencia de Fabrizio de Dongo en Waterloo, de observar que «empieza una nueva época en la historia, y ciego será el que no lo vea». Empero, sabedor de que hasta los dioses luchan en vano contra la estupidez, seguro que la gran inteligencia alemana habría sido tildada de apocalíptico por los integrados de su tiempo. Consumado el chasco de la misión afgana Libertad duradera, solo queda ponerle una lápida con la firma de Goethe: «Lo que habéis heredado de vuestros padres, volvedlo a ganar a pulso o no será vuestro».

 

                                                                     FRANCISCO ROSELL  Vía EL MUNDO



 

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