Al advertir cómo se desprecia la ortografía o se suprimen los números romanos queda palmario que no buscan reformar la educación sino abolir el conocimiento en pos de un 'hombre nuevo'
RAÚL ARIAS
Cuentan del escritor y diplomático francés Paul Claudel -así al menos lo relata Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría- que, cuando ejercía como embajador en Tokio, se encontró, de regreso de una recepción, con la terrible adversidad de contemplar que su residencia oficial era pasto de las llamas. Como hombre de letras, lo primero que le agobió fue la suerte corrida por sus manuscritos y joyas bibliográficas. Cuando alcanzó el jardín de la legación, Claudel observó entre la humareda a un hombre con algo entre sus manos. Al poco, lo identificó. Era su mayordomo. Yendo presuroso al encuentro del jefe de la cancillería, el sirviente lo tranquilizó con el orgullo del que sale bien parado de un envite. "¡No se alarme, señor! -exclamó- He salvado el único objeto de valor". Con sorpresa, Claudel reparó en que la prenda preservada no tenía que ver con su principal motivo de inquietud. Al constatar que se trataba de su uniforme de gala, su cara debió ser un poema.
Consumada la fatal devastación de tomos y volúmenes de formidable aprecio, Claudel no pudo tirar ni siquiera de ironía. Como su compatriota Jean Cocteau cuando le efectuaron la socorrida pregunta de qué sacaría de su casa si, en caso de incendio, pudiera salvar una sola cosa. Autor de una producción tan variopinta y versátil que se desplegaba en acordeón de la poesía al cine o al teatro, transitando por la novela o el diseño, proporcionó una genial contestación surrealista: "El fuego".
Sin embargo, ante una contingencia pareja a la de Claudel, seguro que Pedro Sánchez mostraría su dicha si, ya fuera en La Moncloa, en la Mareta o en las Marismillas de Doñana, le participaran que se había librado de la quema su atuendo de etiqueta de César Visionario, dada su ambición y de cómo gusta exhibir el poder desde que atrapó la Presidencia y se sustenta con menos escaños propios que ningún otro antecesor desde la restauración democrática en 1977. Es más, lo haría con la delectación de Nerón al resguardar a su lira de la abrasada Roma.
No obstante, Sánchez gusta fingir de la manera que teatralizó el miércoles al retratarse, aprovechando sus vacaciones canarias, delante de un friso de libros de José Saramago en la visita que giró a la Casa del Nobel en Lanzarote con motivo del centenario del nacimiento del novelista portugués. Lo hizo coincidiendo con las noticias que dan cuenta de cómo su Gobierno, derruida la educación hasta los cimientos, escruta cómo modelar alumnos Frankenstein acordes con la mayoría parlamentaria que, bajo esa misma denominación -Rubalcaba dixit-, sostiene a Sanchezstein en La Moncloa.
Se diría que, si antaño los líderes revolucionarios reclamaban retóricamente que la clase política debe ser un retrato exacto de su población o representar al pueblo con la "exactitud del mapa que reproduce un paisaje", ahora una devaluada clase gobernante, cooptada por el procedimiento de selección negativa o inversa por el que los más capaces son preteridos, al igual que la moneda falsa desplaza a la buena, concibe ciudadanos -mejor dicho, subordinados- a su imagen y semejanza para perpetuarse en el mando quienes no viven para la política sino de la política.
Si ya Bertolt Brecht, glosando a un coetáneo que le aseveró que la gente ya no confiaba en el Gobierno, ironizó si no habría que disolver al pueblo y escoger otro, ahora el Gobierno socialcomunista supedita la ciencia al adoctrinamiento al punto de insultar no únicamente a la inteligencia, sino incluso a la ignorancia misma. El desarrollo curricular de la ley de Educación agrava una norma que su progenitora, la ex ministra Celaá, ya escribió con hache. Con esa impartición, por ejemplo, de las Matemáticas con sentimiento y perspectiva de género en la Enseñanza Primaria, esto es, "con faldas y a lo loco", como en la hilarante comedia de ese título de Billy Wilder. Al advertir cómo se desprecia la ortografía o se suprimen los números romanos, la regla de tres o el mínimo común denominador, queda palmario que no buscan reformar la educación, sino abolir el conocimiento en pos de prefigurar ese gregario hombre nuevo que no piense por sí mismo.
Por ese camino de perdición y de pudrición, se acelera la pretensión gubernamental de transmutar el aprendizaje en campo de experimentación en el que, en consonancia con la fábula de Orwell sobre la Rebelión en la granja, impere el mandamiento cardinal de que "todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros". Como acaece tras la revuelta que, procurando liberarse del dueño de la finca, acaba con todos los animales sojuzgados bajo la tiranía del cerdo Napoleón. Velando por la felicidad de los subyugados, les impide decidir por sí mismos para evitarles que yerren.
En esa degradación de la enseñanza, maestros y profesores serán como los bomberos de esa otra novela distópica de Ray Bradbury titulada Fahrenheit 451 en alusión a la temperatura a la que el papel comienza a arder. Si en el estremecedor relato del narrador norteamericano, la misión de los bomberos no es sofocar fuegos, sino quemar los libros, la nueva tarea de los profesores no radicaría en contribuir a la ilustración, sino a erradicarla para que sus alumnos sean borregos dispuestos a ser estabulados en el aprisco o, si se prefiere, bebés grandullones en una prolongada guardería que va del jardín de infancia a la Universidad envueltos en una burbuja que, ineludiblemente, estallará por su propia naturaleza y que les abocará a darse de bruces contra la dura y terca realidad.
Esa perversión del noble oficio de enseñar se envuelve en una jerga que pone de manifiesto que el analfabetismo funcional ya copa los altos puestos de la administración educativa. Tomen aire y respiren: "La adquisición de destrezas emocionales dentro del aprendizaje de las Matemáticas fomenta el bienestar del alumnado y el interés por la disciplina y la motivación por las Matemáticas desde una perspectiva de género, a la vez que desarrolla la resiliencia y una actitud proactiva ante nuevos retos matemáticos, al entender el error como una oportunidad de aprendizaje y la variedad de emociones como una ocasión para crecer de manera personal". Con estas jerigonzas de los nuevos predicadores, al modo del Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, del padre Isla, no cabe más que desfogarse como el personaje de Charlton Heston en uno de los fotogramas finales de la película El planeta de los simios y gritar: "Maniáticos, lo estáis destruyendo todo".
Mientras a los gobernantes se les llena la boca de repetir la falsedad de que generación alguna ha estado tan bien instruida como la de estos hijos y nietos logsianos, cuando es la primera vez en cien años que -datos en la mano- están por debajo de sus progenitores, habiendo dispuesto de medios que jamás soñaron sus padres, la enseñanza se derruye en España. Está claro que, por mucha semilla que se arroje a un campo sin arar con el esfuerzo y sin el abono del mérito, difícilmente se obtendrá la cosecha apetecida y se garantizará la provisión de la despensa del futuro. Nada que ver, desde luego, con aquel temprano propósito de Víctor Hugo ante la asamblea constituyente francesa de 1848, de hacer que la luz de la sapiencia penetrara por todos los lados en el espíritu del pueblo, "pues son las tinieblas lo que lo pierde". No en vano, discernía que la ignorancia era peor que la miseria, si no su causa primordial.
Con irresponsabilidad complacida, se eterniza el fracaso escolar con planes y rataplanes que cambian de nombre, pero no van a la raíz del problema. Con una hipocresía que ronda cotas jamás imaginadas, recurren a maquillar los estropicios bajando la exigencia con evaluaciones que no son tales, al no importar el resultado, sepultando las Humanidades o sustituyendo la Geografía con callejeros de sus comunidades. De esa guisa, muchos jóvenes con el aprobado garantizado desconocen en qué lugar del mapa está Santander. Como esa aspirante a súpermodelo en una academia televisiva a la que le comunican su selección para una sesión fotográfica y, tras ulular su contento de adolescente tocada por la varita mágica de los rayos catódicos, chilla: "¡Ah! ¡Qué alegría más grande! Santander, Santander... ¿dónde está Santander?" Como otros figurantes televisivos, la chica no sintió el menor rubor como parte de una generación tan perdida como orgullosa de no saber nada hasta hacer ostentación de lo que sus padres y abuelos cubrían con decoro.
Pero la riada no se limita a la instrucción obligatoria o al bachillerato, sino que anega ya a la Universidad. Valga el botón de muestra del profesor de Derecho Penal de la Universidad de Sevilla que, tras una prolongada excedencia, quiso adentrarse en un ejemplo clásico de la asignatura -la muerte de Julio César y el tiranicidio-, y se encontró con que sólo uno de sus noventa discípulos sabía cómo perdió la vida el caudillo romano. Cuando treinta años atrás emprendió la docencia, este doctor en leyes no hubiera osado ni por asomo plantear esta cuestión de cultura general que a él -como a los de su generación- les habría impedido ingresar en el bachillerato.
Visto lo visto, se armó de paciencia y prosiguió como si tal cosa. No fuera a ser que encima lo apercibiera el Decano. "¡Allá películas!", concluyó. En ese declinante punto, más que plantearse cómo murió Julio César, urge reflexionar sobre el grave estado del estudio, si es que realmente existe alguien interesado en resucitarlo, al echarse en saco roto una lección básica que se recoge precisamente en la universal tragedia shakesperiana: "En las cosas humanas hay una marea que, si se toma a tiempo, conduce a la fortuna; para quien la deja pasar, el viaje de la vida se pierde en bajíos y desdichas".
Por paradójico que resulte, hay que decir que el fracaso educativo es la garantía de un colosal triunfo del poder, si éste se mide estrictamente en términos de exclusiva rentabilidad electoral. A este respecto, los frutos del árbol de la ignorancia son sumamente provechosos para eternizarse a costa de muchedumbres sumidas en una epidemia de miopía contagiosa como la que Saramago retrata en su Ensayo sobre la ceguera.
Con todo, lo más pernicioso de estos experimentos educativos es cómo fragmentan el sentido de comunidad de personas libres y, sin el cual, no hay nación que sobreviva. En ese caso, las leyes son letra muerta y las instituciones son meras fachadas sin nada detrás. Era justo lo que opinaba el estadista británico Benjamin Disraeli, poniéndolo en boca de un protagonista de su novela Coningsby, publicada en 1844 en un periodo de grave agitación inglesa. Como el que conturba esta España incendiada en la que a su presidente sólo le preocupa y ocupa salvar de la quema el traje de gala de un cargo que carga sobre las espaldas del contribuyente.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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