Los gobiernos, la mayoría, son los grandes gestores de la gran mentira. Aspiran a convertirse en los sacerdotes de una nueva religión política que decide sobre el bien y el mal, lo que ha sucedido en el pasado y lo que no, el contenido de las verdades religiosas, filosóficas y científicas. Lo profetizó Tocqueville. El futuro despotismo democrático dejará libres los cuerpos para apoderarse de las conciencias, y degradará a los hombres sin atormentarlos.
La negación de la existencia de verdades absolutas conduce a la afirmación de verdades relativas, y ésta, a la negación de la verdad. Negada la verdad, quedan la falsedad y la mentira. Niegan la verdad absoluta para afirmar la mentira absoluta.
Hoy, cuando se cumple un año de la declaración del estado de alarma, la mentira domina la política. Es allí más superficial y visible. Pero se nutre de la mentira intelectual y moral, más profunda y menos visible. Pero quizá alcance su apoteosis en la política. Afirmó Ortega y Gasset que la política es el imperio de la mentira porque la política es pensar utilitario, y hacer de la utilidad la verdad es la definición de la mentira.
La democracia no está vacunada contra la mentira, aunque su lugar natural sea el totalitarismo. Acaso haya también una democracia totalitaria. Y es un campo abonado a la mentira porque, para empezar, hay que halagar al pueblo. Y no es fácil halagar sin mentir. Lo dijo Platón: un tribunal de niños preferiría al pastelero antes que al médico. Léase o véase ‘Un enemigo del pueblo’ de Ibsen. Pero las aguas bajan contaminadas.
No hay voluntad por mayoritaria, y aún unánime, que sea que pueda convertir lo falso en verdadero y lo verdadero en falso. La democracia (por supuesto, la autocracia tampoco) no puede decidir cuestiones de verdad o falsedad sino, si acaso, intentar aproximarse a la justicia. Pero ella no es la justicia. El modelo y paradigma de la mentira es el totalitarismo, comunista y fascista. Su mayor enemigo es la verdad, que no soportan.
La libertad de expresión es defendida en la teoría y escarnecida en la práctica. Ella no ampara la mentira sino la posibilidad del error. Si uno tiene derecho a buscar la verdad por sí mismo, entonces tiene derecho a equivocarse, pero no a mentir. La libertad de emitir opiniones, ideas, juicios y valoraciones es ilimitada. Pero no existe un derecho a mentir, insultar, calumniar, injuriar, blasfemar o inducir a la comisión de un delito.
La contradicción se convierte en una figura silogística. El derecho a la vida pasa a ser compatible con el deber de matar. Se quita la vida (al embrión, al enfermo terminal, o no terminal, o ni siquiera enfermo) en nombre de la dignidad de la vida. Matar ya no es matar. Es interrumpir la vida. La muerte como derecho y deber. La dignidad de la muerte acaba con la dignidad de la vida.
Y la mentira se cobija bajo el eufemismo, tributo involuntario que la mentira rinde a la verdad. Matar es proporcionar una muerte digna. El aborto es una prestación sanitaria a la que tiene derecho la mujer. El embrión humano tiene menos derechos que un perro. En realidad, no tiene ninguno. Debe de poseer naturaleza mineral. Pero no conviene hablar de aborto, que suena fatal. Se trata de la interrupción voluntaria del embarazo. Eso ya es otra cosa. Un derecho.
Se reconoce el derecho a mentir y se niega el derecho a decir la verdad. La mentira es un derecho y la verdad un delito. La mentira como un nuevo derecho fundamental. Y es que la mentira halaga, mientras la verdad exige. El mundo necesita una máquina de la verdad, un detector de verdades.
En el ámbito de la educación es donde resulta quizá más deletéreo el imperio de la mentira. Sus víctimas son las más indefensas. Hay que proscribir el esfuerzo, la exigencia y la disciplina, en beneficio de la diversión, la creatividad y la motivación. Conviene que el niño se acomode cuanto antes a la mentira. Es preciso prepararse para la vida adulta. Se le oculta al niño la primera verdad pedagógica: no es posible aprender sin esfuerzo. En general, nada grande ha sido hecho sin esfuerzo.
Los gobiernos, la mayoría, son los grandes gestores de la gran mentira. Aspiran a convertirse en los sacerdotes de una nueva religión política que decide sobre el bien y el mal, lo que ha sucedido en el pasado y lo que no, el contenido de las verdades religiosas, filosóficas y científicas.
Ignacio Sánchez Cámara
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