La plaza de Sol, en Madrid, durante el 15-M de 2011.
Cuando un movimiento social ve la luz, varios factores le otorgan, con el tiempo, probabilidades de éxito. Si tras el velo de la espontaneidad existe una dirección política que, además de reivindicar su causa, se plantea objetivos concretos, cabe la posibilidad de triunfo.
Si, por el contrario, se limita a protestar y a tener como objetivo un paradigma ideal, lo lógico es que se quede en espuma vistosa o que sea fagocitado por algún grupo de oportunistas. Grupo que, manteniendo viva la apariencia de su espíritu, travista su idealismo genérico en un proyecto de poder concreto.
El 15-M surgió como reacción a la crisis iniciada con el estallido de la burbuja inmobiliaria, que luego evidenciaría muchas más fallas estructurales en nuestro sistema político y productivo.
Su origen económico tenía, no obstante, un evidente cariz político. El eslogan utilizado dejaba claro que sus pretensiones se dirigían a la quintaesencia de todo sistema democrático: "No nos representan".
Debido a su improvisación, nació huérfano de dirección política. Y lo que comenzó con reuniones horizontales y círculos en las plazas, vindicando la democracia directa, acabó monopolizado por un grupo de activistas de la Complutense.
Un grupo mucho mejor organizado, con grandes recursos económicos y cuya organización formal pronto dio paso a una estructura monolítica y cesáreo-populista que ha tornado la prometida democracia directa, abierta y permanente con la que soñó Rousseau en plebiscitos de aclamación al mejor estilo fascista.
Como Mayo del 68, nuestra bienintencionada primavera (ninguno de sus promotores originales vive de la política), fue más una protesta que una propuesta.
Quienes recorrimos el trayecto Cibeles-Sol esa agradable tarde dominical y permanecimos atentos a su evolución pudimos comprobar pronto que la iniciativa albergaba mucho más conocimiento de la galaxia internet que de ciencia política.
Esos chavales altruistas fueron unos genios extendiendo en las redes sociales una protesta con la que acabó identificándose el 70% de la población en muy poco tiempo. Las plazas, los círculos, los medios de comunicación y un ambiente inflamado por la angustia de la crisis (crisis provocada por una clase dirigente que se había beneficiado de ella) dieron cobertura nacional e internacional a un problema subyacente que ha devenido endémico.
No hubo, pese a las muchas veces que hemos oído lo contrario, dirección política en su origen. Razón por la cual el movimiento ha cosechado tan magros resultados en sus prístinos objetivos.
Diez años después, la mal llamada nueva política ha resultado tan apolillada como la que venía a suceder. Resulta muy sencillo comprobarlo. ¿O acaso esta nos representa mejor de lo que lo hacía la anterior clase política?
¿Existe más proximidad entre el representante y el representado?
¿Se han acercado los procedimientos de primarias a electores y elegidos?
¿Podemos controlar por medio de verdaderos mecanismos de democracia directa, existentes en países como Estados Unidos y Suiza, a nuestros representantes y dirigentes de una forma más rígida que hace diez años?
¿Acaso se ha resuelto la diferencia del valor del voto en función del territorio?
¿Tienen menos peso político hoy que ayer los escaños en el Parlamento español de quienes odian a nuestro país?
¿Son hoy los diputados y diputadas menos dependientes de las cúpulas de los partidos políticos que antes del 15-M?
¿Tenemos una clase política más preparada que hace diez años? Y no digamos ya 40, cuando las Cortes estaban mayoritariamente compuestas por diputados que perdían dinero al dejar temporalmente el ejercicio de sus profesiones, en vez de multiplicar sus mediocres ingresos.
Dicho de otro modo. ¿Ha eliminado, siquiera mitigado, la nueva política a la oligarquía imperante que motivó el eslogan no nos representan? ¿Por qué no se planteó seriamente desde el inicio la única reforma que soluciona automáticamente el problema de la representación?
Las reivindicaciones del 15-M no se hicieron concretas hasta que Podemos fagocitó el espíritu del movimiento. Pero entonces ya se había revertido la situación.
El 15-M había pasado de ser un movimiento apartidista, transversal e ideológicamente neutro que pedía reformas políticas con un respaldo popular extraordinario a defender las propuestas radicales de un partido populista de extrema izquierda cuyo paradigma no se encontraba en Estocolmo, sino en Caracas, y que hoy cosecha un apoyo ciudadano inferior al 10%.
Quienes no encuentran una relación directa entre la calidad de la representación y sus efectos materiales deberían preguntarse si el pluripartidismo de la nueva política ha resuelto algo, más allá de multiplicar las mociones de censura o de hacer descender la preparación personal de los representantes a niveles tercermundistas.
O si los grandes grupos financieros han dejado de controlar los medios de comunicación más importantes.
Descendiendo todavía más a la arena de lo concreto, convendría recordar que la renta media actualizada de los españoles es menor de lo que fue. Que nos alejamos paulatinamente de los países más ricos de nuestro entorno. Que no hemos sido capaces de reducir la deuda de 2012 y que el futuro de las próximas generaciones se intuye mucho más incierto.
Y lo peor es que todo el sacrificio que vienen haciendo las familias y pequeñas empresas desde hace una década no se ha hecho con la vista puesta en el largo plazo y con el objetivo de mejorar la educación, la I+D o para revertir el sistema productivo. Se ha hecho para mantener un sistema inviable en el que sólo quedan sin pincharse la burbuja política y la clientelista, puro abono para el populismo.
No creo que nadie, en todo el espectro ideológico, vea el panorama de distinta manera. Salvo los habitantes de las dos burbujas, claro está.
Por último, ¿cuánto ha contribuido la nueva política surgida del 15-M a la polarización? Sin duda, los efectos colaterales de la globalización (proceso derivado del proyecto ilustrado que ha resultado altamente beneficioso para la humanidad, pero que ha dejado muchos olvidados en el camino cuyos derechos deben ser restaurados lo antes posible) han sido los que más han contribuido a la polarización política de carácter identitario por los dos extremos ideológicos.
Pero en el ámbito doméstico, y aunque a veces se argumente que los sistemas mayoritarios suelen facilitar la polarización, lo cierto es que el pluripartidismo permite a los partidos pequeños de los extremos rentabilizar la teoría de los fundamentos morales y fomentar las pasiones, tan caras a la política. Especialmente en la derecha populista, como explica magistralmente Jonathan Haidt en La mente de los justos.
Esto es lo que ha ocurrido, indubitadamente, en España. Lo acabamos de ver en la lamentable campaña electoral de Madrid.
Con la perspectiva que dan diez años, podemos constatar el poco efecto positivo que tuvo el 15-M por no haber contado con los mimbres organizativos y la determinación política necesarios.
Es una pena que el tesoro de una opinión pública abrumadoramente a favor acabase en el fondo del mar. Será muy difícil que vuelva a concitarse un apoyo de tal naturaleza.
Pero si se consigue, tendrá que ser por medio de otro movimiento nato de la sociedad civil y que, poco a poco, de manera menos abrupta, surja en su seno y vaya conquistando voluntades en torno a un horizonte menos ambiguo, más concreto y con soluciones muy precisas.
La reforma de la ley electoral, ámbito político cuya naturaleza no es sólo constitucional, sino constituyente, probablemente sea el mejor (si no el único) recambio. A ello hemos consagrado algunos nuestra acción política.
LORENZO ABADÍA* Vía REVISTA DE PRENSA y EL ESPAÑOL
*Lorenzo Abadía es empresario y profesor de Derecho Constitucional.
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