¿Por qué nuestros políticos ofenden y se ofenden tanto? ¿Por qué algunos son tan mal educados?
SEAN MACKAOUI
Cuentan las crónicas parlamentarias que a la señora presidenta del Congreso de los Diputados se le ha acabado la paciencia y que, harta de ver cómo los padres y madres de la patria se insultan y se ponen de chupa de domine, o como a un trapo, que viene a ser idéntico, ha exhortado a sus señorías a que se comporten con respeto y educación. Doña Meritxell Batet no ha querido mencionar a nadie en particular, pero, por la coincidencia de fechas, cabe suponer que se refería al diputado don José María Sánchez que en el Pleno del pasado 21 de septiembre llamó «bruja» a una colega del PSOE. «En demasiadas ocasiones la libertad de los parlamentarios acaba utilizándose de manera inadecuada, proyectando insultos y ofensas a personas e instituciones», concluyó la señora Batet.
Estoy seguro de que el piropo del diputado Sánchez no pasará al libro de Galanterías democráticas -que no sé si existe- como una de las más profundas cortesías de la oratoria parlamentaria, pero a decir verdad, tampoco me parece tan grave, lo que no significa que eso de que en una sesión del Congreso se llame bruja a una diputada de distinto partido sea correcto o admisible. Bruja es calificativo que suele molestar a la destinataria, tanto si lo es como si no lo es. Igual que si a alguien se le llama imbécil o canalla y que también se ha podido oír en la Cámara Baja. Aun así, el calificativo no es para echarse las manos a la cabeza. Menos si comparamos el improperio con otros de superior calado como el que en su día pronunció un diputado cuando dijo «vamos a tener que empezar a repartir muchas hostias»; o la de aquel parlamento canario que en marzo de 2007 llamó a un ex camarada «golfo de mierda»; o esa de un diputado aragonés que tachó de «gilipollas» a otro diputado, aunque, bien es cierto que luego se retractó con la apostilla de que «ellos insultan por lo bajo y yo digo palabros por arriba»; o la retahíla de vituperios proferidos por Gabriel Rufián en septiembre de 2016, durante la sesión de investidura de Mariano Rajoy, cuando, aparte de otras lindezas dirigidas a diestro y siniestro, arremetió contra el Partido Socialista Obrero Español, diciendo que sus diputados presentes eran «unos traidores» y que sentía por ellos «vergüenza, asco y rabia». O, puestos a batir récords, aquello de «en mi coño y en mi moño mando yo y solamente yo», que la diputada Onintza Enbeitia, de Amaiur, dijo en febrero de 2014 durante el debate del anteproyecto de la ley del aborto.
En el Gran Libro de los Insultos de Pancracio Celdrán Gomariz se puede leer que bruja es «vieja fea a quien la opinión achaca pactos con el diablo y capacidad maléfica»; también, según las comarcas, «mujer presumida y coqueta», «tontina», para añadir que es voz de origen desconocido, aunque de bruja habla Pérez Galdós en su novela Realidad. Pero insisto. Bruja no es ofensa grave, a menos que se haga acompañar de genitivos -o de genitales, sumaría yo- lo que amplificaría su extensión peyorativa, como bruja del higo o de la entrepierna, que da idea de la bruja integral. Tras buscarlas por rincones varios y me refiero a aldeas, calles plazas y burdeles, se podría formar una amplia nómina de brujas que van desde la bruja alocada, pasando por la bruja peligrosa, la bruja piruja, la bruja de la escoba, la bruja puta y así hasta 31. Incluso se me ocurre una que podría llamarse bruja antidemocrática y que seguro que es en la que el diputado señor Sánchez estaba pensando cuando pronunció el agravio.
Después de esto, he aquí mis dudas de ciudadano del montón: ¿Por qué nuestros políticos ofenden y se ofenden tanto? ¿Por qué algunos son tan mal educados? ¿A qué hablar con expresiones malsonantes después de tantos años de democracia? ¡Vayan ustedes a saber! El que nace barrigón es inútil que lo fajen, dice el refrán, y ya se sabe que querer atar las lenguas de los maledicentes es como pretender poner puertas al campo. Es muy probable que estar en el machito durante tiempo y tiempo y, sin duda, más tiempo del conveniente, críe inmunidades mentales de las que los próceres se resisten a descabalgar, quizá porque padezcan complejo de superioridad, lo cual no es más que un complejo de inferioridad mal compensado.
Admitamos que la política no es, ni ha de serlo, un coro de seráficas voces, pues, entre otras cosas, sus oficiantes no son ángeles. En mi caso, siempre he sido partidario del castellano hablado en cueros. De ahí que, en principio, este tipo de espectáculos no debería de escandalizarnos. No se olvide que en nuestra cultura el insulto siempre tuvo gran protagonismo. Lo advierte Julio Casares en su Discurso de recepción en la Real Academia Española (1921) cuando dice que los insultos viven en familia y basta tirar de uno para que todos salgan en tropel. Hasta el mismísimo Dios, tras crear al hombre y situarlo en el Paraíso terrenal, puso de vuelta y media a la serpiente haciéndola destinataria del primer dicterio divino que se recuerda. Y lo propio hizo con Caín cuando con supina desfachatez mintió y negó el asesinato de su hermano Abel. No obstante, para los políticos que nos representan siempre es preferible un cierto comedimiento verbal y creo que, aunque sólo fuera por precaución, deberían abstenerse de invadir el predio que Francisco de Quevedo acotó en sus poesías satíricas. De ahí que fuera conveniente que antes de lanzar las correspondientes invectivas, sus autores se acordasen del quinto principio de la propuesta de Código de Buen Gobierno, donde se recomienda a los políticos -en el texto se habla de los alcaldes- que en las «intervenciones públicas utilicen un tono respetuoso y deferente tanto hacia cualquier miembro de la corporación como hacia la ciudadanía».
El Parlamento no puede ser un mercadona o corteinglés del insulto. Tiene, por tanto, mucha razón la señora presidenta del Congreso. La democracia es la democracia y la solemne observancia de las reglas del juego se llama liturgia que, más o menos, quiere decir servicio público. La democracia está constituida por gente del estado llano y por representantes de los ciudadanos que han de saber hacer artesanía del oficio y de la política. En Inglaterra se les llama commons, comunes.
Los diputados y los políticos en general darían ejemplo empleando adjetivos constructivos en lugar de epítetos ofensivos. A la memoria me viene Cervantes cuando pensaba que con los insultos «se deslindan los linajes» y conste que los personajes cervantinos insultan como los mejores. Para mí que los padres de la patria o de la comunidad autónoma o del municipio deberían ser elegidos, en primarias, entre personas bien educadas o, lo que es similar, entre hombres y mujeres no propensos a echar los pies por alto a destiempo y antes de tiempo.
Por la boca muere el pez, y por la boca han muerto no pocos políticos. Recuérdese que la política es una forma de cultura. No es que en democracia las formas sean muy importantes, es que la democracia son las formas. El político asediado por las tentaciones a la vulgaridad acaba no pudiendo cavilar y discurrir. A lo mejor este es el caso. El señor de La Rouchefoucauld, que no tenía pelos en la lengua, afirma en su máxima 451 que no hay tonto más molesto que el ingenioso. Que cada cual se aplique el cuento, si ve que le conviene. O sea, lo que Francisco Umbral mantenía cuando escribía que en España hay políticos que prefieren el insulto al diálogo y la palabrota a la argumentación, y que coincide con lo que muchos años atrás Pericles sostenía al afirmar que «el que no se explica claramente, es parejo al que no piensa». La oratoria es un arte muy confuso y cuando se inflama recibe el nombre de verborrea, enfermedad difícil de combatir.
Todos somos lo que somos y valemos lo que valemos en virtud de la palabra. Que cada cual se aplique el cuento y si los diputados faltones me permitieran el consejo, les diría que para la próxima vez, antes de insultar al vecino, cuenten hasta diez y se metan la lengua en la lengüeta.
JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO* Vía EL MUNDO
*Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue vocal del Consejo General del Poder Judicial y magistrado.
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