La estrategia para afrontar esta pandemia ha desatado las más bajas pasiones del ser humano: el recelo, el odio, la envidia, el desprecio
Aunque han transcurrido casi dos años desde el inicio de la pandemia, el ambiente social, mediático y político no permite vislumbrar su final. Mientras los fallecimientos descendieron hasta niveles comparables a enfermedades similares, la tremenda obsesión por los casos positivos imposibilita el regreso a la normalidad. Y dificulta la comprensión de algo evidente: si las restricciones fueran tan eficaces como afirman los gobiernos, no sería necesario aplicarlas una y otra vez.
Finalizada la emergencia sanitaria, la dinámica creada ha desembocado en una pandemia social de difícil salida. Desatado el pánico inicial, la perversa interacción entre una opinión pública presionando por restricciones más estrictas y unos gobiernos realimentando el miedo tensó el muelle hasta tal punto que la alarma se dispara ahora cuando contagios superan un listón… que se va acercando cada vez más al suelo.
Pocos fueron conscientes de que traspasar la puerta de los confinamientos implicaba internarse en un pasadizo cada vez más inclinado y resbaladizo que se despeña en un estelar agujero negro. Regresar desde esa cuarta dimensión constituye un juego sumamente frustrante: en cada ocasión que se acaricia el final con la punta de los dedos, la histeria de la última variante devuelve siempre a la casilla de inicio. Y este círculo vicioso infernal acaba convirtiendo un fenómeno natural, que siempre fue pasajero, en una auténtica pandemia interminable. Como la Reina Roja de “Alicia a través de Espejo”, debemos correr cada vez más aprisa… tan solo para mantenernos en el mismo lugar.
El presente conflicto de los pases de vacunación es el último de los muchos generados por esta estrategia. La vacuna es el único instrumento que ha mostrado utilidad en esta pandemia. Constituye un buen método de protección individual pues previene eficazmente la enfermedad grave y la muerte. Pero, al reducir los contagios en una medida muy inferior a la esperada, su capacidad de protección colectiva se ha revelado bastante más limitada. Por ello, los esquemas coercitivos para imponer la vacuna, imposición legal o pasaporte, son de dudosa utilidad práctica pues contribuyen poco a corregir ese efecto externo sobre la sociedad. Al contrario, estas políticas coactivas generan enormes efectos negativos sobre la convivencia, los derechos, la libertad o el sistema político.
Si se trata de convencer, especialmente a ese reducido número de vulnerables no vacunados, debe hacerse desde el respeto y los argumentos razonables. Porque las amenazas e imposiciones pueden convertir un buen instrumento preventivo en una especie de rito iniciático, un requisito para ingresar en el grupo de elegidos. La libertad individual debe prevalecer pues, de lo contrario, las políticas abusivas desembocan en un incontrolable pánico moral, capaz de arrasar los valores democráticos.
Un desmesurado Pánico Moral
En “Folk Devils and Moral Panics” (1972), el sociólogo Stanley Cohen explicó que los pueblos se ven sometidos esporádicamente a pánicos morales, unos episodios impulsados desde el poder y alentados por ciertos agentes interesados, en los que se señala a un grupo de personas como grave amenaza para la sociedad. Los medios de comunicación presentan a ese colectivo como estereotipo de maldad, mientras los expertos proponen soluciones para “erradicar” el problema.
Se trata de un súbito y exagerado sentimiento de alarma y miedo, que conduce a extravagantes intentos de eliminar el peligro. El proceso posee un fuerte componente moral pues la culpa de todas las calamidades se atribuye abrumadoramente al grupo de “malvados” (folk devils). Las cazas de brujas son ejemplos clásicos de pánicos morales. Estos episodios son temporales, volátiles e inestables. Desaparecen, pero en ocasiones dejan marcada huella al propiciar cambios significativos en las leyes, las costumbres e, incluso, los valores sociales.
La disparatada gestión de esta pandemia ha desembocado en un desmesurado pánico moral, con la identificación de los no vacunados como “folk devils”, una seria amenaza para la seguridad, un insalvable obstáculo para alcanzar el final de la pandemia. Sin embargo, como señala Cohen, los “malvados” no son más que una excusa, la pantalla donde la sociedad proyecta sus frustraciones, sus sentimientos de culpa, angustia y desconcierto. Y, en muchos casos, la persecución induce en el grupo de “malvados” una cohesión, identidad diferenciada, resistencia y blindaje que, de otro modo, no se generarían.
En enero de 2021, la resolución 2361 del Consejo Europeo urgía a los gobiernos a “garantizar que los ciudadanos sean informados de que la vacunación no es obligatoria y que nadie sufra presión política, social o de otro tipo para ser vacunado si no lo desea”. También a “asegurar que nadie sea discriminado por no haberse vacunado”. Son palabras que hoy resuenan completamente huecas porque el pánico moral generó una corriente tan formidable, que arrastró a la opinión pública hasta cruzar peligrosas líneas éticas y aceptar de forma natural la vulneración de derechos fundamentales, hasta ese momento incuestionables.
La estrategia para afrontar esta pandemia ha desatado las más bajas pasiones del ser humano: el recelo, el odio, la envidia, el desprecio. Y convertido la democracia en un régimen de excepcionalidad prolongada, donde la acción de gobierno se ejerce a golpe de decreto improvisado, sin los adecuados controles que marcan los límites al ejercicio del poder. Se ha justificado la censura, la ausencia de debate y la supresión de libertades. Incluso, en países como Australia, el establecimiento de campos de concentración para sospechosos de contagio.
Regresar a la cordura del pasado
Quiénes critican estas estrategias coactivas, como los firmantes de la declaración Great Barrington, no proponen nada fuera de lo común. Ni siquiera novedoso. Tan solo recuperar la filosofía con la que la humanidad afrontó las pandemias del siglo XX, con un enfoque centrado en la enfermedad, no en los contagios, basado en una combinación de vacuna e inmunidad natural y en medidas voluntarias de puro sentido común, sin lugar para pánicos o histerias.
Algunos sostienen que, debido a los adelantos técnicos de los últimos tiempos, no deben afrontarse las pandemias de hoy con estrategias del siglo pasado. Pero estos prodigios de la técnica moderna son: un cubrebocas, el encierro de todos los sanos y diversas coacciones y prohibiciones. Armados con estos recursos tan toscos, los aprendices de brujo contemporáneos se creyeron con poder suficiente para detener todo un fenómeno natural. Es urgente desechar la arrogancia, esa sensación de omnipotencia que dificulta la percepción de la frontera entre lo posible y lo imposible.
La obsesión por frenar los contagios a cualquier coste impide contemplar el otro lado de la ecuación: el contacto con el virus acaba proporcionando inmunidad, o reforzando la existente por vacuna, contribuyendo así a una sólida defensa individual y colectiva contra la enfermedad. Las restricciones generales para evitar la circulación del virus, caso de funcionar, solo estarían retrasando la consolidación de este proceso de inmunidad colectiva. Pero existe tal pavor al contagio que la inmunidad natural, conocida desde hace siglos, se ha convertido hoy en un verdadero tabú.
La pandemia no acaba cuando se erradica el virus ni cuando desaparecen los fallecimientos sino cuando estos se reducen hasta un nivel comparable al de enfermedades equivalentes. Estas muertes son ya inevitables porque el riesgo cero, la ausencia de mortalidad, solo existen en la fantasía.
No podemos elegir si moriremos o no… pero sí el tipo de vida que deseamos llevar hasta ese crucial momento. Una opción es vivir con libertad, alegría, racionalidad, confianza en los demás. La otra, sometidos a un régimen de servidumbre, de reglas erráticas, con recelo del prójimo, presos de constantes pánicos morales. Aceptar pasivamente la estrategia actual no evitará ninguna muerte… pero puede amargarnos el resto de la vida.
JUAN MANUEL BLANCO Vía VOZ PÓPULI
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