Ositos blancos en lugar de belenes y la palabra «fiestas» en vez de Navidades, el «progresismo» no soporta lo trascendente, salvo si no es cristiano.
La Navidad no va de ponerse morado con la familia en cuatro banquetes y discutir un poco con el cuñado una vez que todos estamos pertinentemente achispados.
La Navidad no va de renos, ni de jerséis rojos de colorines de estética anglosajona, ni de bucólicas escenas alpinas, con nieve y abetos escandinavos.
La Navidad no va de pegarse un atracón consumista dejando las tarjetas tiritando, ni de distraer el resacón del día 1 viendo el concierto de Navidad de Viena (o lo que es peor: los saltos de esquí que suelen emitir ese día en bucle en algunas televisiones).
La Navidad no va de felicitarse «las fiestas», ver pelis navideñas relamidas de Hollywood o debatir el manido pedrochismo campanero y su facilona aversión textil.
La Navidad no va tampoco de la Lotería del Niño y los discursos institucionales de los gobernantes (a los que se han sumado un rosario de ridículas alocuciones de Estado –o de estadillo– de los inefables presidentes autonómicos).
Entonces, ¿de qué va la Navidad? Pues huelga la pregunta, porque la respuesta es obvia: va de conmemorar el nacimiento de Jesucristo. Ahí comienza y acaba todo su sentido e importancia. Lo demás es folclore.
Pero esa evocación de Dios y del origen del cristianismo desagrada al «progresismo», porque entre sus principios medulares figura cepillarse lo trascedente para propugnar una autonomía absoluta del individuo. Se trata de una liberación falsaria, que a la postre no es tal, pues paradójicamente la izquierda delega la tarea libertadora en papá Estado, que acaba sometiendo bajo su batuta al individuo al que supuestamente está liberando (y disculpen el trabalenguas digresivo pero creo que nos entendemos).
La ola antinavideña ha ido creciendo año a año. En la penosa etapa en que el populismo podemita gobernó algunas capitales españolas, las luces de Navidad eran tan psicodélicas que podían haber servido para una bolingón rave con el DJ David Jeta (y disculpen mi mala memoria, igual es Guetta). Las cabalgatas de Reyes perdieron también su significación cristiana. Con Manuela Carmena parecían desfiles de La Guerra de las Galaxias de gira por Chueca.
En el servicio de música por streaming del que soy suscriptor, y con el que estaba encantado, me he encontrado que en la zona donde agrupan los discos de Navidad la progresista compañía de la manzana ha omitido dicha palabra para poner en su lugar «Holiday», vacación, no vaya a ser que algún cliente se moleste con tanto cristianismo.
Dentro de esta ola de idiocia, que olvida que toda nuestra civilización occidental reposa sobre dos pilares (el cristianismo y el derecho romano), la comisaria de Igualdad de la Comisión Europea, la socialista maltesa Helena Dalli, ha sido sorprendida enviando una circular interna donde pedía a los funcionarios comunitarios que no hablasen de Navidad, sino de «periodo de vacaciones», pues lo navideño podía resultar «estresante» para personas de credos diferentes. Afortunadamente la UE frenó el dislate. Pero solo tras ser destapado por el Corriere della Sera.
Sánchez no felicitará la Navidad, solo hablará de «las fiestas». Pocos serán los mandatarios autonómicos que en sus rimbombantes alocuciones osen a mostrar al fondo algún símbolo navideño nítidamente cristiano. Renos y bolas doradas. Cursiladas eufemísticas para escapar de la buena nueva que dio a la humanidad la mayor y única de sus esperanzas. El «progresismo» no soporta lo trascendente. Salvo si es musulmán, budista, hinduista... Entonces, todos encantados.
LUÍS VENTOSO Vía EL DEBATE
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