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domingo, 25 de abril de 2021

Quién tiene el poder: lo que hay detrás de la jugada de Florentino

Las tensiones existentes entre dos clases diferentes de élites explican de una manera diáfana la propuesta de la Superliga y la suerte que está corriendo (de momento)

 

Foto: El presidente del Real Madrid, Florentino Pérez. (Reuters) 

El presidente del Real Madrid, Florentino Pérez. (Reuters)

La propuesta de la Superliga liderada por Florentino Pérez es un ejemplo claro de cómo funciona el poder en esta época. No se trata de si el contenido de la iniciativa, una liga con los más importantes equipos europeos, puede ser atractiva o no para los aficionados, que en el fondo es un aspecto secundario. Tampoco resulta especialmente útil poner el foco en las personas al frente de la iniciativa, que resulta atractivo en el plano comunicativo, pero poco más. Lo importante es la forma en que revela las grandes tensiones entre las estructuras de nuestras sociedades y las personas que acumulan más poder y recursos en ellas. Los problemas que genera esta dinámica se manifiestan en la economía, en la política y, en última instancia, en el plano social.

 

En síntesis, la propuesta encabezada por Florentino Pérez es el intento de un grupo de actores privilegiados de establecer una estructura al margen de las existentes que les permita canalizar en su favor buena parte de los recursos del sector. Se trata de una competición cerrada, o abierta únicamente para una parte muy limitada de los posibles participantes, que se desarrollaría al margen de las arquitecturas institucionales del fútbol, como la UEFA, la FIFA y las correspondientes ligas nacionales.

 

Si una gran empresa descubre potencial en una de menores dimensiones, o la ve como un posible rival, la adquiere y se acabó la competencia

 

Una de las cosas más interesantes del fútbol, si lo comparamos con otros sectores de la economía, no es que un equipo con pequeño presupuesto pueda ganar a uno de los más ricos del mundo, porque al final, sean once contra once en el campo. Lo que lo diferencia realmente viene después. La competencia en nuestra época funciona de una manera peculiar: si una empresa grande descubre potencial en una de menor dimensión, o la ve como un posible rival, la adquiere y se acabó la competencia. Los grandes monopolios tecnológicos son un ejemplo claro de crecimiento a partir del músculo que ofrece la capacidad de adquirir las iniciativas innovadoras; así se aseguran frente a posibles riesgos. En otros sectores ocurre algo muy parecido: si una compañía de seguros, o un banco, o cualquier otro ejemplo que se nos ocurra, quiere aumentar sus ingresos, compra al competidor, absorbe su tecnología, o su red o sus clientes, y cierra la empresa adquirida. La oleada todavía creciente de fusiones y adquisiciones, que acaba creando oligopolios, proviene de la adopción plena de esta perspectiva. Y habitualmente con argumentos paradójicos: es muy frecuente que esta clase de compra se afirme como indispensable para poder competir mejor en un entorno global; es decir, para que haya competencia se acaba con la competencia.

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Las soluciones a los problemas

En el fútbol no se puede hacer exactamente eso. Si el Leicester gana la liga inglesa, el Manchester City no puede comprar el Leicester para que se desaparezca y quedarse con sus socios y sus seguidores. Los grandes equipos fichan a los jugadores más relevantes de los más pequeños, pero no compran los clubes. Y si fuera posible, tampoco sería útil: la competición perdería todo interés.

 

Para estos problemas, también hay soluciones. La historia del capitalismo contemporáneo la ha constituido su capacidad de adaptarse a las circunstancias, de transformar lo existente para generar más situaciones de ventaja, de ir moviendo las estructuras para que los actores más relevantes adquieran más poder. Las barreras de acceso son una de esas tácticas que suelen utilizarse cuando la competencia es inevitable. Las hay de muchos tipos, como el control de las redes de distribución, la consolidación de oligopolios que desaniman del todo a nuevas firmas, o el mismo acceso dispar al capital y al crédito, que define muy bien quiénes están hoy en posición de poder (Archegos puede obtener enormes cantidades de dinero para jugárselas en apuestas de casino sin aportar garantías, pero si un ciudadano común quiere montar un negocio tiene que llevar todo tipo de avales, incluso excesivos, para que el banco se lo conceda; los bancos centrales compran bonos de empresas cotizadas, pero no aportan capital para ayudar a las pymes; y así sucesivamente).

 

La aspiración de los propietarios de los clubes ricos es natural: forma parte de la vida cotidiana de la economía de las últimas décadas

 

Una de estas tácticas, habituales en sectores en los que la competencia no puede ser eliminada, es el establecimiento de redes privadas, en ocasiones expresas, en otras informales. Un ejemplo de estas lo encontramos en las titulaciones universitarias. Cuando muchas personas, gracias a su talento y al esfuerzo, pueden obtener credenciales académicas, aparece la siguiente vuelta de tuerca a través de nuevos canales de selección en los que los títulos se deprecian. Las puertas que dan acceso a los mejores trabajos son las de las universidades de élite, en general anglosajonas, que no solo ofrecen conocimiento, sino que sobre todo facilitan la red adecuada de vínculos. Pero el ingreso en ellas, y su elevado coste, provoca que, de hecho, se conviertan en un reducto casi exclusivo (al modo de la Superliga) de clases privilegiadas. Esta situación ha sido muy criticada en el ámbito anglosajón, pero las modificaciones en los últimos años han ido en el sentido de hacer estos entornos aún más elitistas.

¿Por qué el fútbol no?

Una forma de red cerrada expresa la encontramos en el proyecto de la Superliga. Entre los promotores de esta nueva estructura figuran fondos de inversión, millonarios estadounidenses, jeques árabes, presidentes de grandes constructoras o descendientes de poderosas familias europeas, que son quienes rigen actualmente los destinos de los clubes con mayor recorrido global. Su propósito es lanzar una nueva competición con la que esos clubes se aseguren los mayores ingresos y adquieran todavía mayor visibilidad. En realidad, la aspiración de los propietarios de estos clubes es natural, porque forma parte de la vida cotidiana de la economía de las últimas décadas: los actores más poderosos tratan de separarse del resto para conseguir mayores beneficios y, con ese objetivo, conforman una nueva estructura que les desvincula de las trabas organizacionales existentes.

 

Esto no es la secesión de las élites, sino la pelea por los recursos entre dos tipos de élites

 

Esto lo hemos visto en repetidos momentos durante la globalización: las instituciones que ejercían el control les han permitido condiciones especiales de funcionamiento a empresas de gran tamaño, en general argumentando que así se favorecía la competencia. La desestructuración general de los instrumentos de vigilancia y supervisión que hemos vivido en estas décadas ha sido constante. Paradójicamente, cuando Florentino y los suyos han intentado hacer lo mismo, les han dicho que no, que con el fútbol no, ya que hay muchos aficionados en contra, que es parte de la cultura, etc. Es cierto que esos argumentos se podían haber utilizado para sectores mucho más importantes que el del fútbol, empezando por el tecnológico y acabando por el de la misma cultura, pero lo que se obvió en esos casos, en este ha generado resistencias enormes, también estatales.

 

Es fácil entender estos movimientos como el intento de secesión de una élite que trata de escaparse de las estructuras comunes y de forjar un mundo aparte. Pero no es estrictamente cierto, aunque tenga algo de verdad: a lo que asistimos es a la confrontación entre dos clases de élites que hace tiempo que viven en una realidad alejada de la del conjunto de los ciudadanos. Por así decir, se secesionaron hace tiempo, solo que ahora se pelean entre ellas.

No hay ángeles en esta guerra

En el caso del fútbol es evidente: recordemos que la UEFA, la FIFA y las ligas nacionales están sometiendo al deporte a una presión insistente en los últimos años encaminada a la obtención de cada vez más recursos, con más partidos, más fuentes de ingresos, más de todo, yendo a menudo en contra de la misma competición, de los futbolistas y de los aficionados, que tienen que pagar precios mucho más elevados. Ha habido dirigentes de estas instituciones inmersos en procesos de corrupción, se han tomado decisiones extrañas, como la de celebrar el Mundial en Qatar, y se han conformado estructuras muy opacas. De modo que ahora pueden salir en defensa de los aficionados, de un fútbol más puro y honesto, del deporte popular, pero quienes están en estas organizaciones son hombres de negocios haciendo negocios, justo lo mismo que la Superliga. No hay ángeles en esta guerra.

 

Lo curioso es que existe una tensión, y en el fútbol se percibe porque está estructurado internacionalmente, entre los clubes más ricos y los gestores de la estructura: es decir, entre la élite del dinero y quienes constituyen la élite porque dominan la estructura. Es una pelea por el dinero que el fútbol genera, y poco tiene que ver con los deseos de los aficionados. Ambos apelan a ellos, pero estos no son más que una fuente de ingresos, y cuanto mayor sentido de la pertenencia y más fidelidad a su club, más dinero se dejan.

 

Desde este punto de vista, es probable que la propuesta de Superliga empeore las cosas, que lleve al fútbol por un camino peor porque conceda casi todos los recursos a un puñado de clubes en detrimento del resto. Pero evitar la materialización de la propuesta de Florentino no soluciona el problema.

 

La batalla la ha ganado, de momento, esa parte de la élite futbolística que ha sabido poner a los aficionados, al pueblo, de su lado

 

La Superliga no es más que otro paso adelante en el alejamiento del fútbol de sus aficionados y de la conversión de estos en simples fuentes de ingresos, de la pérdida de la posibilidad de competir para los clubes de pequeñas y medianas ciudades (no es mundo para pymes), de la cada vez mayor diferencia entre los grandes y todos los demás. Pero eso no lo ha traído la Superliga, estábamos ya plenamente inmersos en esa dinámica. Ahora se le ha querido dar una vuelta de tuerca más, como ha ocurrido en el resto de la economía, y con los métodos típicos del resto de la economía.

 

La batalla la ha ganado, de momento, esa parte de la élite futbolística que ha podido poner a la gente de su lado. En otros sectores, la apelación al riesgo ('el sector se muere si no hay cambios') funciona de continuo, como le pasa a la banca con los ERE ('hay que despedir para salvar el empleo'). Aquí existen identidades claras, vínculos emocionales fuertes, pertenencias inequívocas que muestran desagrado e indignación cuando son ignoradas o, como es el caso, despreciadas, y por eso el proyecto ha podido pararse.

 

Sin embargo, nada de esto evita el problema de fondo. Las estructuras institucionales futbolísticas, al igual que los clubes más ricos, solo quieren exprimir la vaca al máximo. Y no se trata de que no dé bastante leche, sino de que quieren mucha más. Eso es lo que habría que detener. Y no solo en el fútbol: a la economía real le ocurre exactamente lo mismo, con los problemas que eso está causando en Occidente. Y desde luego, todo esto contiene una lección política, pero de eso ya hablaremos en el artículo de mañana.

 

                                            ESTEBAN HERNÁNDEZ  Vía EL CONFIDENCIAL

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