La autora apela a la ciudadanía para que no permita que la propaganda oficial que oculta la verdad nos manipule. Dice que debemos ser muy críticos si queremos vivir en una sociedad justa, igualitaria, libre.
LPO
Greenblatt disecciona en El tirano los dramas políticos de Shakespeare para mostrar cómo todo un país puede caer bajo la tiranía, en qué circunstancias revelan su fragilidad las instituciones más sólidas o por qué quienes se respetan a sí mismos se someten a líderes indecentes que creen poder decir y hacer lo que quieran. La trilogía de Enrique VI apunta a la complicidad generalizada y al silencio de los que esperan algún provecho. En Macbeth, el poder absoluto se impone porque por un tiempo subsiste la impresión de que el viejo ordenamiento permanece en pie, de que aún rige el imperio de la ley. El genio de Shakespeare ilumina las sombrías verdades del poder y la condición humana.
Siglos atrás, Platón consideraba adulto al ciudadano que se ocupa de las leyes y la política de su ciudad. Hoy la democracia sigue siendo el sistema que permite participar en aquellos asuntos. Partiendo del pluralismo y de la confianza entre electores y elegidos, el poder legislativo que delibera, admite enmiendas y compromisos, tiene una gran fuerza de cohesión, pero sólo si se abre al flujo de la opinión pública no organizada. Es el potencial crítico de la sociedad civil, con su entramado de estructuras y acciones comunicativas independientes, el que confiere o no validez a los discursos políticos, estratégicos y económicos.
La incompetencia de los políticos, sus mendacidades e incumplimientos han debilitado la confianza. El odio al adversario ha sustituido a los objetivos constructivos de la política y su lenguaje, lejos de comunicar verdades o argumentar propuestas, se obstina en eludir los requisitos del significado. Los partidos representan, pero son incapaces de dar completo sentido a nuestra condición de ciudadanos. Hablamos de descontento en la democracia pero en el fondo yace un malestar más hondo, procedente de la ausencia de control sobre las fuerzas que realmente gobiernan nuestras vidas.
Los populismos dicen defender a los desposeídos, pero aprovechan la justa indignación social, sin remediar sus causas. Dividen a la sociedad ignorando su diversidad, desprecian el valor de las instituciones y sustituyen la argumentación por la charlatanería apelando a la retórica emocional más barata e incluso al triste espectáculo de la telebasura. Ya Aristóteles advirtió que «la democracia puede perecer por la desfachatez de los demagogos».
Si hoy la estrategia populista es asumida por algunos partidos tradicionales y puede seguir agravando los problemas de la sociedad y de las persona, se debe a la manipulación que el emotivismo ejerce sobre el pensamiento perezoso. Sabemos que nuestro discurso mental se inserta en esquemas previos de valor y referencia que nos resistimos a cuestionar aunque la realidad los refute a diario. Emociones elementales precipitan oleadas de solidaridad o de odio grupal que conducen a la ruptura social y, en último término, explican que políticos probadamente incompetentes, mendaces o corruptos conserven su electorado.
El ciudadano adulto debe rechazar cualquier forma de servidumbre intelectual o moral para explorar nuevas vías de participación y control sobre el ejercicio del poder. Asegurar la separación y el sistema de contrapesos entre los poderes del Estado; fortalecer las instituciones frente al asalto partidista y sectario, erradicar la corrupción en todos los ámbitos, también en el de la misma lucha contra la corrupción; garantizar la recuperación económica y las condiciones de vida digna para todos son sólo algunos... la lista de los apremios democráticos es larga.
La catástrofe social y económica encadenada a la crisis sanitaria y su desacertada gestión demandan una acción ciudadana más crítica y decidida, cuyas exigencias, a riesgo de generar tensión, contribuyan a la construcción de una ética pública que impulse la transparencia y la rendición de cuentas. Según Habermas, la disensión completa el ideal de ciudadanía democrática porque nuestra libertad comunicativa y nuestra agencia moral no pueden delegarse totalmente. Los logros en el terreno de la justicia y la libertad, siempre insuficientes y provisionales, no pueden quedar a merced de quienes ya han malbaratado la confianza de sus electores y defraudado a todos.
Ante la propaganda que oculta la verdad y la ausencia de intenciones serias, los ciudadanos -ni súbditos ni cómplices- debemos ser muy críticos si queremos vivir en una sociedad justa, igualitaria, libre y solidaria, atenta a las necesidades de todos y capaz de asumir el entramado de deberes y esfuerzos que nos aguardan en un país económicamente hundido y en un planeta amenazado. Deberes que atañen a los poderes públicos, pero también a cada uno de nosotros porque demandan debate, pactos y respuestas que sólo funcionarán si cuentan con la participación de todos.
Ser ciudadano libre y autónomo, escribió Diego Gracia, es más que difícil, heroico. La libertad nos confronta con la libertad de los demás y con el valor de las cosas valiosas. En tiempos convulsos, nos convoca al discernimiento y la disconformidad valiente; a riesgos e incomodidades que vale la pena asumir porque nos jugamos mucho, pero es mucho también lo que cada uno puede aportar. Podemos hacer que toda reflexión -especulativa, artística o expositiva- y toda práctica individual sean una crítica de la vida pública y una visión de otras posibilidades de vivirla sobre valores de justicia, civismo y solidaridad, mayoritariamente compartidos pese a lo que pretendan burdas estrategias de confrontación.
No debemos permitir que la propaganda oficial nos manipule bajo pretexto de empoderarnos. Nada puede sustituir la tarea personal de armarse por dentro con los recursos intelectuales y morales que permiten distinguir la honestidad de las patrañas y expresar la disensión con serenidad y coraje, como tantos que en cualquier tiempo son capaces de arrostrar las consecuencias de su coherencia. La autoeducación ciudadana es una tarea permanente que puede emprenderse a cualquier edad porque se funda en la comprensión y el disfrute de lo mejor, de todo lo que suscita una respuesta y hace de ella una función política y social. Ahora el autocultivo es un apremio cívico y moral para identificar y rechazar los bulos y la desinformación, acaso sobre todo la que procede del constante impulso del poder hacia su autopreservación; para denigrar la colonización cultural, sectaria e ignorante y la manipulación ideológica de los medios de comunicación alineados; para exigir una independencia mediática y reservar nuestra confianza a las informaciones objetivas y al periodismo de calidad, comprometido con los hechos; para denunciar enérgicamente la monitorización de redes sociales o cualquier forma de censura y limitación de las libertades democráticas.
Cuando la política fracasa sólo los ciudadanos pueden llevar los requerimientos de la vida en común al procedimiento democrático por excelencia que, como dice Cortina, no es la negociación en beneficio de los negociadores, sino el diálogo, la transacción y el consenso.
Los ciudadanos vivimos y trabajamos en empresas, fábricas e instituciones, en universidades, hospitales y escuelas... nos integramos en asociaciones, cívicas, culturales o benéficas, tenemos familias y amigos... Cada uno en su ámbito puede reflexionar y comunicar, denunciar abusos y desviaciones de poder aunque arrostre con ello incomodidades y rechazo. Todos debemos poner en acto nuestro entendimiento y experiencia para situarnos al norte de las preocupaciones sociales y las necesidades de las personas, para formar la masa crítica del debate que ha de precipitar la renovación política, social y económica que necesitamos. La madurez ciudadana interpela al silencio o la complicidad con lo mal hecho. Exige tensar nuestra razón y nuestra imaginación para dar respuesta al más amplio radio de persuasiones y hacer que las esperanzas razonables, tan débiles ahora, sean realidades posibles mañana.
CONSUELO MADRIGAL* Vía EL MUNDO
*Consuelo Madrigal es Académica de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
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