Quisiera conseguir la cuadratura del círculo: explicarles de un modo sencillo un asunto muy complejo: la demolición filosófica, social y política de la noción de verdad. No de verdades concretas, sino de la posibilidad misma de alcanzar verdades o, al menos, verdades universales. El año 2016 se popularizó el término “posverdad”. ¿Qué significa vivir en un mundo que ha dejado atrás la verdad, en el que la verdad puede resultar un anacronismo?
Desde el Panóptico, lo que resulta más sorprendente es que en esa tarea de demolición colaboran -aunque por distintas razones, los movimientos conservadores (los contrailustrados: Burke, Herder, de Maistre, los neocon, etc.) y los movimientos aparentemente progresistas (el posmodernismo, los movimientos multiculturales, identitarios, etc.). Foucault y Trump hacen un curioso matrimonio. Esa unión de los extremos me hace pensar en la existencia de un “sistema invisible” que los une y que se manifiesta, precisamente, en su afán por desacreditar el proyecto ilustrado. Zeev Sternhell ha estudiado la vertiente conservadora de este movimiento en Les anti-Lumières , y recientemente Stéphanie Roza, en La gauche contre les Lumières?, (Fayard, 2020), el punto de vista de la izquierda. El acoso ha sido tan grande que Steven Pinker se ha considerado obligado a escribir un libro de más de setecientas páginas titulado En defensa de la Ilustración (Paidós, 2018).
Las ideas básicas de la Ilustración fueron la confianza en la razón y en la ciencia, la universalidad de las verdades y de los derechos, la idea de progreso, el pueblo como depositario del poder político, la necesidad de someter todas las ideas y las instituciones al pensamiento crítico y el rechazo a los argumentos basados en la autoridad. La Humanidad había llegado a su mayoría de edad. En el centro de ese modelo había una defensa optimista de la verdad. Emprender una campaña para rehabilitarla me parece imprescindible para defender el proyecto ilustrado, una de cuyas propuestas fundamentales es la democracia.
Este asunto no es un capítulo de la Historia de la filosofía, forma parte de la biografía del lector. La influencia política de estas ideas ha sido y es poderosa y, en ocasiones, terrible. Hannah Arendt en su libro Orígenes del totalitarismo señala que “el sujeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista fervoroso, sino la gente para la que la distinción entre realidad y ficción, entre verdadero y falso, no existe”. Juguetear con la idea de verdad, no suele salir gratis. David Colon, en Propagande. La manipulation de masse dans le monde contemporaine, señala que la negación de la verdad puede considerarse la manifestación de un nuevo “prefascismo”. La conclusión de Sternhell, que también he defendido en Biografía de la Inhumanidad, es que las masacres del siglo XX fueron facilitadas por la pérdida de la fe en verdades universales, por la irrupción de lo irracional y por la destrucción de la unidad del género humano (p.796).
Dentro del movimiento antiilustrado hay que incluir también el rechazo a los debates críticos que se está imponiendo en las grandes universidades americanas y canadienses, so pretexto de proteger las ideologías identitarias. Se defiende que el grupo -nacional, racial, religioso, político, de género- es el depositario de su propia verdad, incomprensible para los demás, intraducible, incomunicable. Desde el Panóptico creemos que analizar cada uno de los hilos que tejen el tapiz de la posverdad puede servirnos para comprender el fenómeno y señalar lo que en él hay de justificado y de injustificable.
El proyecto ilustrado ha sufrido el acoso por dos flancos: conservadores y progresistas. El primero en actuar fue el conservador, que atacó la razón, la universalidad y la idea de progreso. Reivindicó la fe y el sentimiento, el nacionalismo y el espíritu del Pueblo, y predicó que el olvido de las tradiciones llevaba inevitablemente a la decadencia. Fue el triunfo del romanticismo, del cálido sentimiento sobre la fría razón. Los autores son bien conocidos -Josep de Maistre, Edmund Burke, Louis de Bonald, y mucho después Heidegger y Hayek, cada cual a su manera -, pero lo importante no son los autores, sino el poder movilizador que esas ideas tuvieron en las masas. ¿Cómo se atrevía la razón autónoma e individual a ir en contra de la sabiduría de un Pueblo, condensada en sus tradiciones, costumbres, leyes, creencias? ¿Cómo pretendía la fría lógica comprender las razones del corazón? El nacionalismo cultural, una de los movimientos anti-ilustrados, solo aceptaba las verdades nacionales. Los nazis no fueron los únicos en afirmarlo. El francés Charles Maurras, en la línea de Herder, lo dice bien claro: “Nosotros juzgamos todo en relación a Francia”, “la verdad, la justicia, no existen en abstracto”, “no hay verdades absolutas, solo verdades relativas”. El gran daño que ha hecho la Ilustración, añade, es afirmar “que el individuo debe someter a crítica todos sus prejuicios y solo rendirse a la evidencia personal”. (Barres, M. Scenes et doctrines du nationalisme”). Spengler remacha el clavo. “Para hombres diferentes, hay verdades diferentes”. “Hay tantas morales como culturas. Cada cultura tiene una medida propia, cuyo valor comienza y acaba en ella. No hay moral humana universal”. Es fácil ver la oposición con el ilustrado Kant, que, en Fundamentación de la metafísica de las costumbres, escribe: “no se puede discutir que la ley [moral] es de una significación tan extendida que tiene que valer no sólo para los hombres, sino para todo ser racional en general.
En estos movimientos contrailustrados, nacionalistas, el lenguaje adquirió un protagonismo decisivo. Creación del alma de un pueblo, expresa su modo de concebir el mundo. El lenguaje se convierte así en uno de los túneles del sistema invisible que comunica a todos los desacreditadores del proyecto ilustrado. Consideran que la función principal de una lengua es interna: sirve para que se entiendan los del grupo y refuercen su identidad. Hay que protegerlo para proteger el alma propia. Es un acceso privilegiado para privilegiados. “El Ser habla en alemán”, según Heidegger. Las lenguas no están creadas para entenderse con los de fuera, con otros grupos, sino para unir y comunicar a los miembros del grupo que lo creó. Siempre que el pensamiento tribal -anti-ilustrado- emerge, se niega la posibilidad e incluso el interés de la traducción. Por eso he defendido que la escuela de traductores de Toledo, que nació en el siglo XII, fue un movimiento ilustrado, fruto de una ilustración árabe, que después desapareció.
El pensamiento posmoderno también ha caído en la tentación tribal (Maffesoli, M. Le temps des tribus), y ha atacado las afirmaciones fuertes de la Ilustración: frente a la universalidad y a los grandes relatos ha defendido la fragmentación y los microrrelatos; ha negado la racionalidad como único camino para el conocimiento, y ha rechazado la idea de progreso. Su ataque a la verdad es sistemático y a mi juicio contradictorio. Tradicionalmente, la verdad es el modo como un sujeto representa y dice adecuadamente la realidad. “Está lloviendo” es una frase verdadera si realmente está lloviendo. El postmodernismo lo rechaza todo: no hay sujeto, no hay representación adecuada, y no hay realidad. ¿Qué queda entonces? Un discurso pronunciado por nadie, una estructura sin sujeto.
Dicho así, suena a disparate, pero conviene ser menos precipitado. Las descalificaciones totales son cómodas, pero acaban desdeñando la parte de verdad que tiene el oponente, que puede ser una verdad incómoda. El postmodernismo me parece un “pensamiento exagerado y fragmentario”. Toda exageración tiene, sin embargo, un punto de verdad, aunque deformado. También el pensamiento fragmentado puede tener una pizca de verdad, que no pasa de ahí si no es capaz de integrarse en un sistema coherente, como hacen las piezas de un puzzle. El atractivo del pensamiento postmoderno deriva de que es una “exageración sectorial”, es decir, agranda mucho un aspecto de un sector de la realidad. Lo malo es que olvida que es una amplificación y que solo se refiere a una esquinita de la realidad.
En el programa postmoderno, la realidad se desvanece y es sustituida por narraciones y lenguajes. Por eso se habla tanto de “hacerse con el relato”, en vez de hacerse con la verdad. Se reduce todo a discursos sobre todo. Es un ejemplo de la exageración sectorial. El descomunal prestigio otorgado al lenguaje -que vimos ya en los nacionalismos- produce de rebujo el descrédito de la realidad y la devaluación de la noción de verdad. El nacionalismo de Trump y de los defensores del Brexit uso las “fake news” y hablo de “hechos alternativos”. Pusieron en práctica los principios postmodernos, de los que haré una breve antología: “La realidad no existe, lo único que hay es el lenguaje y de lo que hablamos es del lenguaje, hablamos en el interior de él” (Foucault). Watlawick titula un popular libro ¿Es real la realidad?, y responde que no. Sólo hay sistemas de comunicación. Luhman, uno de los grandes sociólogos del siglo pasado define la sociedad no como una agrupación de seres humanos, sino como un sistema autoconstructor (autopoiético) de comunicaciones. Para J-F. Lyotard, autor canónico del postmodernismo, vivimos presos en la heterogeneidad de juegos del lenguaje, sin posibilidad de encontrar denominadores comunes universalmente válidas para todos los juegos. Nelson Goodman saca las consecuencias. Creamos mundos, pero no lo hacemos sobre la realidad, sino sobre mundos creados por otros, y ningún mundo es más real que los demás. “Una vez abandonada la idea de una realidad prístina, perdemos el criterio de correspondencia como modo de distinguir los modelos verdaderos de los modelos falsos del mundo”. Puede haber verdades contradictorias. Vivimos en una cultura líquida (Bauman). Gergen y los constructivistas van en la misma dirección. Lo que llamamos “objetividad” no es más que una costumbre lo suficientemente estable. La ciencia es solo una costumbre occidental, tan válida como el vudú, que es una costumbre haitiana. Gergen consideraba que la estructura judicial, en la que un juez juzga a un acusado, es una estructura de poder inaceptable porque admite una única verdad (la del juez). Considera que un juicio justo debe limitarse a ser un intercambio de concepciones del mundo entre juez y reo. La antropología cultural ha apuntado también sus cañones contra el concepto de verdad. Las culturas son inconmensurables. Sólo pueden someterse a sus propios criterios. Si una sociedad considera aceptable la ablación sexual nadie de fuera está justificado para juzgarlo. Se impone una idolatría de las culturas y cualquier crítica en contra se considera blasfema. Este artículo seguramente sería vetado en muchas Facultades. La medicina no es superior al curanderismo mágico. Cada uno es válido en su contexto cultural. Cuando le preguntaron a Gergen donde llevaría a su hijo si estuviera enfermo, a un hospital o a la cabaña de un brujo, dijo que, a un hospital, pero no porque fuera mejor, sino porque él era occidental. Si la realidad se ha disuelto en discurso, y la cultura es el conjunto de los discursos de una sociedad, el circulo está cerrado. Cada cultura -cada lenguaje- es autorreferente, e incomunicable, se cierra sobre sí mismo. De haber verdad, es solo la verdad de un grupo: la verdad indigenista, nacional, identitaria, tribal. La ciencia es despreciable porque es solo un arma colonialista.
Foucault saca las consecuencias. De la misma manera que decimos que la “historia la escriben los vencedores”, hay que admitir que la ciencia la escriben también los vencedores. La verdad o el saber son instrumentos del poder. La idea de verdad es, por ello, dictatorial. No seremos libres mientras no nos libremos de esa tiranía. De decir “la verdad os hará libres” hemos pasado a decir “la verdad os hará esclavos”. Un giro llamativo.
Es cierto que a lo largo de la historia la confianza en verdades absolutas han justificado atrocidades: la inquisición, el terror jacobino, las matanzas nazis, las matanzas estalinistas, el horror camboyano. El escepticismo parece mejor que esa creencia en verdades absolutas. El pensamiento fuerte -sostenía Vattimo- lleva a la dictadura. El lenguaje es fascista, decía Roland Barthes, siguiendo a Nietzsche que sostenía que no nos habríamos librado de Dios mientras mantuviésemos el respeto a la gramática. Si definimos la verdad como una manifestación del poder, la Verdad Absoluta será la imposición de un Poder Absoluto. Mejor prescindir de ambos. El relativismo nos protege contra el dogmatismo. Pero resulta ser una ilusión porque el relativismo legitima cualquier poder.
¿Y qué podemos decir del otro extremo de la relación de conocimiento, del sujeto cognoscente?
También se ha evaporado. Se ha disuelto en una polifonía de discursos que no tienen por qué ser coherentes, que derivan de la situación o de la voluntad. Puedo elegir sobre mí mismo el discurso que quiero, porque no hay más que texto. La fluidez se convierte en utopía. Las personalidades ameboides se imponen. Lo trans* se propone como concepción del mundo.
Vuelvo a decir que estas ideas están ejerciendo un influjo importante en nuestra cultura actual, en el modo de interpretar la educación, la acción social, la sexualidad. Y me parece un mal influjo porque es una mala filosofía, exagerada y fragmentaria. Me sigue sorprendiendo que movimientos reivindicativos se apoyen en una ideología relativista, que relativiza también sus propias reivindicaciones. Si no hay ninguna apelación posible a la verdad, no pueden unas reivindicaciones ser más verdaderas que las contrarias. Su única justificación es que se impongan por la fuerza. Queriendo liberarse del poder, el posmodernismo acaba por legitimarlo. Pero el poder no es fuente fiable de justificación. El nazismo o el estalinismo o Mao Ze Dong fueron muy poderosos. Si una ideología racista o feminista o religioso se cierra sobre sí misma y blinda sus sistemas de autojustificación, no podrá evitar que frente a ella se edifique un fortín ideológico contrario, que defienda y autojustifique otro racismo, el machismo u otra ideología religiosa. La Ilustración, con su confianza en la posibilidad de hallar verdades y valores racionalmente compartidos, ha quedado maltrecha tras tantos ataques combinados.
Esta teoría de la verdad polimorfa, líquida, fragmentaria, se ha apoderado de los Departamentos de Estudios culturales de las universidades, en un intento de fomentar las humanidades y librarse del positivismo científico. Pero, a mi juicio, ha producido el efecto contrario: ha devaluado el humanismo y dejado el campo libre a las “ciencias duras”, que sí saben distinguir entre una “teoría verdadera” y una “falsa”, y se ríen de esas “filosofías exageradas”. La ciencia sabe que la verdad es un duro esfuerzo de corroboración, de intentos de falsación, de correcciones y coherencias. Hace años, todos nos divertimos con el “caso Sokal”. El físico André Sokal de la Universidad de Nueva York, envió un artículo pseudocientífico a la revista Social Text: «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity» («La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica»). Se publicó en el número de primavera/verano de 1996, y sostenía la asombrosa tesis de que la gravedad cuántica era un constructo social; es decir, que la gravedad existe solamente porque la sociedad se comporta como si existiera, por lo tanto, si no se creyera en ella no tendría efecto. El mismo día de su publicación, Sokal anunciaba en otra revista, Lingua Franca, que el artículo era un engaño. Se hizo responsable de la relajación de los criterios de evaluación científicos que había permitido la publicación de ese texto disparatado a la influencia de Jacques Derrida y de la “french theory”. El éxito de los posmodernos franceses en las Universidades americanas es una anécdota de la historia de las ideas que me sorprende enormemente, pero que no puedo comentar ahora. Derrida se defendió diciendo que no se le había entendido.
Tengo la convicción de que debemos recuperar el proyecto ilustrado, corregirlo, perfeccionarlo, ponerlo en práctica, y que ello exige llevar a cabo una campaña de rehabilitación de la verdad, es decir, de aquellas afirmaciones que están suficientemente verificadas y sometidas siempre a un tenaz e interminable proceso de corroboración. Y creo también que ese pensamiento suficientemente justificado puede permitirnos alcanzar un modelo ético universalmente aceptable. Pero esto ya es harina de otro costal, es decir, de otro Panóptico.
JOSÉ ANTONIO MARINA
Vía su blog EL PANÓPTICO, número 27.
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