ULISES CULEBRO
En septiembre de 2020, en vísperas de las elecciones presidenciales perdidas por Donald Trump, el periodista Bob Woodward, cuya investigación junto a su compañero Carl Bernstein sobre el caso Watergate le costó la Casa Blanca a Nixon al desmontar The Washington Post su mundo de mentiras, publicó su exitoso libro Trump in the White House en el que concluía lo que luego sancionarían las urnas: «El hombre equivocado para el puesto». Más allá de sus revelaciones sobre cómo ocultó la gravedad del Covid-19 en meses claves para atajar su letal propagación o sus befas sobre sus gallináceos generales, el superventas sobre el ex presidente conserva su vigencia por encima de pintoresquismos o hablillas. Al cabo de medio año de su lanzamiento mundial, la obra de Woodward es un cabal manual sobre cómo el ejercicio del poder asemeja a personajes, en apariencia, antitéticos como Trump o Sánchez, pese a sus divergencias oceánicas en cuanto a fenotipos e ideologías que median entre dos inquilinos del poder sitos a ambos lados del Atlántico.
Así, en el cuadro de Woodward, Trump aparece retratado como un ególatra, errático y despectivo que cree que sólo se necesita a sí mismo, usando a los demás de ornato floral, y cuyo modo de proceder se encierra en la máxima que el gato de Cheshire maúlla en Alicia en el país de las maravillas: «Si no sabes dónde vas, cualquier camino te llevará allí». No es una observación a humo de pajas, sino salida de labios de su yerno, Jared Kushner, esposo de la primogénita Ivanka y uno de los pocos influyentes en el Despacho Oval durante el trumpismo. Contra los razonados recelos de sus consejeros -muchos de los cuales salieron escopeteados-, Trump siempre se inclinaba por la opción más osada (incluso temeraria) para luego deslizar: «Ya veremos qué pasa». Ese «veremos qué pasa» de un gobernante irreflexivo, conflictivo y polarizador no dista mucho de las formas despóticas que desplegó Sánchez el miércoles en las Cortes al presentar por novena vez -sólo faltaron los acordes del pianista de cámara James Rhodes con los pentagramas de la sinfónica de ese número de Beethoven- el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia.
En el curso del tenso pleno, Sánchez desafinó con un agresivo discurso de confrontación con la oposición que lo inhabilita para liderar cualquier proyecto de integración nacional. Además de ello, utilizó el nonagésimo aniversario de la proclamación de aquella II República sin republicanos (Chaves Nogales dixit) para exhortar un régimen al que abocó a la Guerra Civil un PSOE bolchevizado. Luego de repudiar a un Besteiro al que el «Libertad, ¿para qué?» de su encuentro con Lenin vacunó contra el totalitarismo y sovietizarse con Noverdad Largo Caballero en su afán declarado por hacer de la Península Ibérica una sucursal del comunismo moscovita.
En vez de buscar un gran pacto nacional para conducirse por los dos carriles que circula la política continental y que recomienda la Comisión Europea para sacar adelante un proyecto de esta envergadura y calado, un podemizado Sánchez volvió a armar la garata que acostumbra para camuflar su palmaria dejación de obligaciones en la lucha contra el coronavirus, así como para escamotear la triple reforma laboral, fiscal y de pensiones que lleva aparejada estas ayudas y cuya concreción imponen las autoridades de Bruselas antes del 30 de abril.
Ante el brete de las elecciones madrileñas del 4 de mayo en las que, inopinadamente, se desdobla como aspirante socialista de facto, en vez de un Ángel Gabilondo que ha mutado de «soso, serio y formal» profesor de metafísica a depreciado sofista de bulos, Sánchez guarda bajo siete llaves esas contrapartidas y espera al desenlace electoral para hacer lo propio con las gravosas hipotecas contraídas con sus aliados y socios de la coalición Frankenstein. Así, a la transferencia de las cárceles al Ejecutivo vasco para favorecer regímenes de semilibertad de los terroristas de ETA que, previamente ha acercado su Gobierno cada viernes de dolores, habrán de seguir otros pagos idénticamente onerosos del empréstito que firmó para ser el presidente con menos votos propios de la democracia.
En su vaniloquio del miércoles, con su disparatada e incongruente forma de hablar, sin decir nada de sustancia -«sancheos» lo ha bautizado sagazmente Rafa Latorre en este periódico-, se constató que, siendo cierto que España precisa como agua de mayo esos 140.000 millones -70.000 de ellos no reembolsables- para resistir las embarazosas secuelas de la pandemia, no lo es menos que, para no perder ripio de estos caudales europeos y para restaurar los cánones democráticos de una España en concordia, urge igualmente un plan de «resiliencia» -valga la palabra en boga-, de resistencia en definitiva, contra el despotismo de Sánchez.
De no ser así, el mal apodado Plan Marshall del siglo XXI -ni lo paga EEUU como antaño, sino que endeuda a las venideras generaciones ni está en manos tan peritas como las de aquel general norteamericano- volverá a ser «verdura de las eras» y se disipará en urdir una trama de intereses que lo perpetúe con su jefe de gabinete, Iván Redondo, como gran valido y dispensador de mercedes entre aquellos en posición de recibir. Por ese camino de servidumbre, se agravaría la deriva autoritaria de quien ya usufructúa la excepcionalidad del estado de alarma. No para bregar contra la pandemia, sino para atribuirse poderes cesáreos de fáctico jefe del Estado. Con claro menoscabo de la Corona y supeditación del Parlamento y del Poder Judicial.
No en vano, lejos de buscar una avenencia nacional sobre un proyecto capital -como fueron aquellos históricos Pactos de la Moncloa alentados por aquel Suárez que si podía prometer y prometía-, Sáncheztein aprovechó el Pleno para acusar a las fuerzas constitucionalistas de montar la bronca. En la calle (por ejercitar su derecho a celebrar un mitin en un barrio madrileño, como hizo Vox, entre el lanzamiento de objetos promovido, jaleado y justificado por el jefe de filas de uno de los partidos del Gobierno como Iglesias) y en el Parlamento (como descalificó la intervención del líder del PP, Pablo Casado, o despreció la de la presidenta de Ciudadanos, Inés Arrimadas). A la par, reivindicaba la II República como «vínculo luminoso de nuestro mejor pasado» en detrimento del mejor y mayor periodo de libertad y bienestar vividos en la Historia de España.
En justa correspondencia con esa distorsión del ayer, Sánchez edulcoraba o blanqueaba calamitosamente a partidos que justifican o practican la violencia -como Podemos, Bildu y la CUP- cubriéndolos con el manto salvífico de catalogarlos como «fuerzas progresistas». Ello lleva a preguntarse por el estrábico concepto que tiene de progreso. Sin dejar pasar la ocasión para reiterar su respaldo -en realidad, se lo daba a sí mismo dada su directa responsabilidad en el atropello- a su cuestionado ministro del Interior en justo agradecimiento al otrora grande Marlaska por ordenar infructuosamente al coronel de la Guardia Civil Pérez de los Cobos quebrantar la ley para preservar al Gobierno de la investigación judicial sobre el Covid. Como prueba la reciente sentencia de la Audiencia Nacional que anula la destitución del jefe de la Comandancia de Madrid. Por eso, parafraseando los versos de Juan Ramón Jiménez sobre la transparencia, hay que exclamar «la resiliencia, Dios, la resiliencia».
A diferencia de Trump que se arrogaba «decisiones a medias, mal informadas y en ocasiones imprudentes», pero que tenía como contrapeso de funcionarios de alto rango que se interponían entre el presidente y sus resoluciones catastróficas para frenar, según Woodward, «sus peores inclinaciones», Sánchez desmantela controles y suplanta la estructura funcionarial del Estado con organismos de nueva planta. Todo ello con la excusa de agilizar el uso de los erarios que habrán de llegar sin que se alcance a averiguar cuando, dada su lenta aprobación por los parlamentos y andar pendiente del Tribunal Constitucional alemán.
Sobre la sofistería de anteponer la legitimidad del político a la del funcionario al que nadie ha elegido, traída también a cuento para domeñar la Justicia, se propicia lo que los juristas tildan de «huida del Derecho». Mediante este «desprecio al Estado de Derecho», como ha venido sentenciado el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía con los chiringuitos del PSOE para sostener su prolongado régimen clientelar al sur de Despeñaperros, el manejo ingente de rentas se encomienda a contratados graciosa y discrecionalmente. No extrañará que uno de los capítulos del Presupuesto que crece ingente sea el de personal de libre designación. A Sánchez le convendría tentarse la ropa si lo que busca con las regalías europeas es premiar a los amigos del Gobierno y facilitar incurias mayúsculas a aquellos a los que ya la boca se les hace agua viéndose con el cheque en el bolsillo.
Es el retorno de lo que un prohombre de la izquierda no reaccionaria como Juan Francisco Martín Seco, gran conocedor de las calderas del Estado, ha tachado de «economía recomendada» al rescatar la anécdota de un viejo profesor de Economía que, en tiempos de la dictadura, se preguntaba qué tipo de economía era la franquista para contestarse a sí mismo: «¿Socialista? No, desde luego; ¿liberal?, tampoco puesto que la intervención estatal es muy elevada. Es una economía recomendada en las que las soluciones económicas se supeditan a la capacidad de los interesados para influir en el régimen». Ahí están los 53 millones del ala a la compañía de un solo avión Plus Ultra. «Tendría gracia -colegía Martín Seco, a modo de justicia poética con respecto a quienes promueven la memoria histórica- que aquellos que se empeñan en resucitar el franquismo como instrumento para denostar a sus adversarios sean propensos a repetir las mismas equivocaciones de la dictadura controlando alquileres o estableciendo una economía recomendada».
A mayor intervencionismo, mayor discrecionalidad, de tal manera que las provisiones públicas no se adoptarán por criterios de racionalidad y de legalidad, sino de arbitrariedad. Ello abonará el campo de la corrupción (que ahora será sostenible por su carácter verde) y compondrá una fuente de beneficios para los logreros del poder que, como termitas, dejarán el edificio del Estado de Derecho en ruina. De esa guisa, el interés general se reduce a lo hipotético, pese al afán de los gesticuladores del Gobierno por disimularlo con sus publicidades y propagandas.
De este modo, los españoles perderán la esperanza de que aparezcan adultos en la sala de gobierno -algunos de ellos ya han sido depurados antes y después del juicio a los golpistas del 1-O en Cataluña- como los altos servidores públicos empotrados en el gabinete de Trump y que, según la prensa norteamericana, eran los únicos con carácter para contenderlo y detener sus fallos más irracionales. Ello dio pie a un artículo anónimo publicado por The New York Times titulado Soy parte de la resistencia dentro del gobierno de Trump y cuya autoría, conocida por el diario, se mantuvo en secreto porque era la única forma de presentar el punto de vista de quienes, aceptando trabajar con un presidente que les posibilitaba poner en marcha políticas de su conformidad aun con reservas, no estaban dispuestos, en modo alguno, a traspasar ciertos límites que estimaban peligrosos para la nación.
Por empeño propio, Sánchez carece de autoridad para liderar cualquier proyecto de Estado. Por eso, las elecciones madrileñas se han convertido en un acto de resiliencia contra un gobernante partisano que, renegando del PSOE refundado en Suresnes, una vez cicatrizadas las heridas de la Guerra Civil y aprendidas las crueles lecciones de la historia, echa en saco roto, como escribiera Carlos Fuentes en La Silla del Águila, que «las lunas de miel son muy cortas» en política porque «los bonos democráticos se devalúan de la noche a la mañana». Al fin y al cabo, la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad, aunque demasiadas veces aparezca tan tarde que sean brasas frías -cenizas, en definitiva- que ni calientan ni alumbran.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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