El autor, además de elogiar el papel tradicional de Madrid como territorio de acogida, sostiene que habría que aprovechar las elecciones del 4-M para deshacerse de la extrema izquierda y derecha
SEAN MACKAOUI
Los populismos de ambos extremos, aunque por motivos electorales traten de ocultarlo, intentan introducir condiciones democráticas por medio de edulcoradas engañifas en vez de utilizar la persuasión. Obligar a los ciudadanos a ser libres es, en sí mismo, contradictorio. Pero no lo es el procurar convencerlos de la necesidad de la libertad. Así, el periodismo, además de la docencia y la cultura, deben ser esclavos de la verdad. Pero el filósofo norteamericano Richard Rorty, en su libro Filosofía y futuro, hace una distinción importante entre verdad y veracidad.
En nuestros tiempos tan agitados, hemos estado hablando menos de la verdad y más de la veracidad. Menos de llevar la verdad al poder, que de la posibilidad de cuidar que el poder se ejerza de manera honesta. La verdad, para Rorty, era atemporal y eterna, «solo que nunca se sabe muy bien cuándo se está en posesión de ella». En nuestras sociedades occidentales, liberales y democráticas, se tiene por verdadero únicamente aquello que es susceptible de consenso en la libre discusión. Para el pensador neoyorkino, se trata de encontrar lo determinante más bien en las condiciones sociales -y particularmente en las políticas- en las que tiene lugar esta búsqueda, y no en la naturaleza interior y más profunda de los sujetos que la emprenden. La veracidad en cambio era o es temporal, contingente y frágil, como también la libertad: «Sin embargo -añade Rorty- podemos reconocerlas a ambas cuando las poseemos».
De hecho, la libertad que más apreciamos es la de expresión, el gozar de ella sin tener que ser por ello castigados. A ambos populismos, como hemos comprobado a lo largo de la historia, les horroriza esto. Y Pablo Iglesias ha sido el mayor Torquemada. Por otro lado, a este Gobierno tampoco es que le haga mucha gracia el que publiciten sus trapos sucios. Y es peligroso porque debería ser el principal defensor e instigador de la veracidad. Al menos, durante lo que va de democracia, nadie ha logrado callar a los medios de comunicación; pero esto es un brevísimo paréntesis en la historia de nuestro país. En un mundo culturalmente secularizado, los periodistas y la intelectualidad resistente, deben ser los servidores de esta clase de libertad, como custodios de la democracia. Aunque no son los únicos.
Iglesias no se ha ido del Gobierno, a Iglesias lo ha expulsado la prensa libre como a Trump. En el fondo, se trata de personajes muy parecidos en su forma de actuar. Pero que nadie piense que está acabado, esto sería un gravísimo error. Iglesias siempre será un tribuno de la plebe y, como la mayoría de ellos, no parará de incordiar al poder establecido a través de opiniones o revueltas. Él está convencido de que tenía que emprender su propio viacrucis como lo hicieron antes sus maestros Lenin y tantos otros revolucionarios que perdieron las primeras batallas, sufrieron prisión (a él le encantaría) y exilios pero, finalmente, llegaron al poder, todos siempre con violencia, cosa que él jamás ha negado, directa o indirectamente, a través del apoyo a los más agresivos del nacionalismo catalán o vasco. Internet es un buen archivo para comprobarlo.
La salida de Iglesias del Gobierno es la manifestación del repudio que nuestra democracia le provoca, y el convencimiento de que no se puede reformar sino derribar nuestras instituciones. Y, para ello, hay que comenzar desde la base. Iglesias se va con humillación y dolor aunque lo disimule. Y esto mismo tratará de traspasarlo a sus masas irredentas a las que no ha parado de traicionar. Para él la democracia no es una forma de humanizar ciudadanos, sino de engañarlos.
Los peligros que implica esa búsqueda de ruptura total por parte de la extrema izquierda en nuestro país, más despierta y agitada que la no menos peligrosa extrema derecha, ya lo leímos en Kolakowski y en otros muchos sociólogos de los movimientos radicales y de las raíces psicológicas de lo que se conoce como «añoranza de la revolución total». Rorty se preguntó, y no ha sido el único, si las revoluciones de cualquier signo han provocado más daños que beneficios. Y él, como el citado Kolakowski y el propio Orwell, coincidieron en lo negativo. Sin embargo esa añoranza, esa melancolía no es perseguible mientras se quede en una mera ensoñación. ¿Pero quién puede dormir tranquilo con Iglesias?
El autor de Filosofía y futuro, pero también de libros muy importantes como Contingencia, ironía y solidaridad o Pragmatismo y política, contemplaba en su país y también en Europa, dos polos fundamentales en nuestras democracias: los que él denominaba progresistas y los ortodoxos. Estos últimos divididos entre un liberalismo moderado, y otro a ultranza donde dominaba el egoísmo individual absoluto; mientras que los progresistas ofrecían la posibilidad de colaborar para fomentar la igualdad de derechos. Rorty se ponía de este lado.
Sin embargo, en Europa siempre ha habido una postura intermedia: la socialdemocracia, siempre en una situación incómoda y peligrosa. «La mayoría de los que nos educamos como trotskistas (ya lo eran sus padres) nos sentimos obligados a reconocer que Lenin y Trotski causaron más daño que alivio, mientras que desde hace décadas se ha criticado injustamente a Kerenski, el socialdemócrata sin suerte que fue marginado por Lenin. Los posmodernos, que se definen a sí mismos como posmarxistas, quieren seguir conservando aquella pureza del corazón que Lenin temía perder si escuchaba demasiado a Beethoven», escribe Rorty. En política no se debe minusvalorar a nadie porque los ejemplos, a lo largo de la historia, son tremendos. Y, además, la permisividad de la democracia favorece estas sorpresas.
Para el filósofo norteamericano los ortodoxos más extremos estaban filosóficamente equivocados y eran políticamente complicados (hoy los republicanos de Trump, como ya lo hemos comprobado); mientras que los posmodernos del marxismo (quizás estos populistas de Podemos y adláteres) estarían filosóficamente justificados, pero en el disparate total de la política. ¿Qué hacemos los muchos que estamos en la mitad de ambos caminos?
Por ejemplo, en las inminentes elecciones de Madrid. Yo creo que lo más importante sería deshacerse de la extrema izquierda y derecha que ya están provocando graves altercados violentos, y que los verdaderos partidos constitucionalistas, incluido el desarbolado Ciudadanos que, sin embargo, tiene un muy buen candidato, como ha demostrado en el Parlamento, fueran capaces de colaborar y compartir la grave tarea en la que estamos metidos: abandonar las confrontaciones que alejan a los ciudadanos de la política, evitar las muertes que se siguen produciendo con total y pasmosa indiferencia, y restablecer el trabajo que ha arrojado a tantos miles de personas a la pobreza. Todo lo demás es superfluo en estos momentos de penuria.
Madrid siempre nos ha acogido a todos los españoles de una manera generosa. Los no madrileños de nacimiento creo que seguimos siendo la gran mayoría. En los últimos tiempos, Madrid ha sufrido los embates de este presidente del Gobierno (por cierto, natural de Madrid y principal lastre para su candidato, que no debe perder los nervios) para favorecer descaradamente a los nacionalismos periféricos, que son quienes lo sostienen a base de prebendas de las que él no es el propietario sino un simple administrador. Muchas afrentas ha recibido Madrid y, por ende, todos nosotros, pero eso no debería llevar a seguir ese mal guión de los nacionalistas. Madrid está muy por encima de eso.
Madrid, desde hace siglos, es la capital de España y lo fue de numerosas tierras de otros continentes. Y debería seguir siéndolo, y de forma plenamente cosmopolita, y no convertirse en la capital de sí misma como, desgraciadamente, le lleva pasando durante años a Barcelona. Además, Madrid es mucho más, es la capital de casi seiscientos millones de hablantes en español, como lengua materna, en todo el mundo. No cometamos los mismos errores que nos han llevado a esta senda disgregacionista. Como utilitarista y pragmatista, como Rorty que estos meses hubiera cumplido los 90 años de edad, «la esperanza va más bien en la dirección de que, en el futuro inmediato, los seres humanos disfruten de más medios económicos, más tiempo libre para educarse, mucha más igualdad social, y que puedan desarrollar una mayor capacidad de imaginación, más solidaridad para ponerse en lugar de los menos favorecidos».
Quien gane en Madrid que no se olvide de esto. Pero tampoco del hecho de que, todos los españoles, por el simple hecho de serlo, ya somos madrileños. El gran poeta Tristan Tzara en su poema En el camino de las estrellas marinas, en el cual se refiere varias veces a Madrid, escribe: «Mais c'est mon beau Madrid ouvert à tous les vents...».
CÉSAR ANTONIO MOLINA* Vía EL MUNDO
*César Antonio Molina es escritor y ex ministro de Cultura. En las próximas semanas aparecerá, en la editorial Destino, su libro de ensayos ¡Qué bello será vivir sin cultura!
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