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domingo, 29 de agosto de 2021

Usar a los afganos como a un clínex

Usar a los afganos como a un clínex 

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el pasado viernes. EFE

 "Acabo de mantener una fructífera conversación con el presidente Joe Biden, en la que hemos abordado varios temas de interés común, en especial, la situación en Afganistán y la colaboración entre ambos Gobiernos en la evacuación de ciudadanos y ciudadanas desde ese país". Noche del sábado 21 de agosto y primera aparición coherente del presidente del Gobierno tras días de aparatoso silencio en plena crisis de Agfanistán. En la foto que aderezaba el tuit presidencial se veía a Pedro Sánchez recién llegado de sus vacaciones en La Mareta, muy trajeado de azul celeste, sentado en su despacho en Moncloa, y en la imagen no era posible discernir si calzaba alpargatas o siquiera si vestía algún tipo de prenda de cintura para abajo, porque nuestro Pedro es muy capaz de conversar con Biden en pelota picada sin que nadie de su entorno se escandalice. Él es así y camina por la vida con el ego bastante como para presentarse en calzoncillos ante esa Von der Layen que, muy de capa caída en Bruselas y alrededores, muy cuestionada desde el episodio de la compra de las vacunas, había vuelto a caer en la mañana de ese sábado rendida a los encantos de nuestro Valentino, como ocurre cada vez que a la señora se le presenta ocasión de viajar a Madrid para echar una mano.

El atrezo de la foto volvía a poner en evidencia el carácter irrepetible de este descuidero de la política que no acaba de creerse que es el presidente del Gobierno de España y hace colocar su cartera sobre la mesa de despacho, bien clarito en primer plano ese "presidente del Gobierno" en letras doradas, y que al mismo tiempo decora la mesa con dos pilas de papeles a modo de expedientes en estudio, un tipo a quien el trabajo gusta lo justo y menos aún someterse al esfuerzo de redactar una tesis o analizar un informe mínimamente enjundioso. Pero nuestro Sancho ha salido del sueño de La Mareta con cierta fortuna. Desacreditado ante una mayoría de socios europeos, con esa imagen de chico de los recados que corre a situarse a la altura de Joe Biden por un pasillo en Bruselas, Sánchez necesitaba un golpe de efecto capaz de hacerle recuperar algo de respeto. La terrible y escandalosa crisis de Afganistán le ha venido como anillo al dedo. Imagen, imagen, imagen. Todo en Sánchez es relato, fanfarria, decorado de cartón piedra, como aquellos pueblos que en la Rusia profunda plantaban delante de Catalina la Grande cada vez que la zarina se desplazaba de visita.  

Sánchez necesitaba un golpe de efecto capaz de hacerle recuperar algo de respeto. La terrible y escandalosa crisis de Afganistán le ha venido como anillo al dedo. Imagen, imagen, imagen. Todo en él es relato, fanfarria y decorado de cartón piedra

Parece que la operación de repatriación de los españoles destacados en Kabul, y sus colaboradores afganos, ha salido bien, albricias, gracias al esfuerzo, la pericia y el valor de nuestros militares, gente de ese Ejército siempre preterido a la hora de dotar sus necesidades en los PGE, cuando no vilipendiado incluso por alguno de los ministros que forman parte del Ejecutivo. Fiel reflejo de su aparatosa "grandeur", Sánchez ha pretendido convertir a España, un país de segundo nivel en cuanto a los intereses en juego en la zona, en eso que Moncloa ha llamado "un gigantesco hub" de desembarco de Afganos en suelo europeo, algo que recuerda como dos gotas de agua el caso del "Aquarius", aquel barco que con 629 náufragos a bordo no quería nadie y que finalmente España aceptó acoger apenas unos días después de que nuestro Campeador accediera a la presidencia, junio de 2018, dispuesto como estaba a marcar paquete ante medio mundo. De aquellos náufragos nunca más se supo una vez se apagaron los ecos de la fanfarria propagandística que interesaba a Sánchez y al PSOE. El bergante ha dicho ahora que "España no va a dejar solos a los afganos". La UE admite que no tiene ningún plan para los miles de refugiados que está importando. Sánchez tampoco, claro está, pero eso a él le importa una higa. Como de costumbre, su plan no va más allá de usar a los afganos como a un clínex. A él ya le vale con que el esperpento aguante cuatro días y le permita recuperar resuello, además de hacer olvidar el absentismo de La Mareta.

Él juega al buen samaritano, de espaldas a la realidad de esos niños marroquíes a los que hay que devolver a sus casas más allá de Ceuta con escaso respeto al ordenamiento jurídico, o de esos cubanos cuya demanda de ayuda frente a los excesos de la dictadura se ignora o, mucho peor aún, mucho más grave y lacerante, el de esos millones de catalanes no independentistas cuyos derechos, no solo lingüísticos, diariamente se mancillan en Cataluña por parte de los queridos socios que le mantienen en el poder. La crisis de Afganistán debe servirle de lanzadera para encarar con éxito la vuelta al cole tras las vacaciones de verano. Del ministerio de Economía de "nada" Calviño no paran de salir augurios de buenas noticias. Al parecer, los indicadores adelantados anuncian una recuperación esplendorosa para este otoño, y ojalá tenga razón doña Nadia, ojalá este país recupere cuanto antes los niveles de actividad previos a la pandemia, aunque sin reformas de calado desde 2013, con serios intentos de desvirtuar las pocas realizadas por el Gobierno Rajoy, y con una presión creciente sobre la actividad empresarial por parte de los socios comunistas del Ejecutivo, es imposible que ese crecimiento siquiera llegue a igualar lo que la economía ha perdido tras la crisis del Covid.

A estas alturas del curso político no hay un español informado que piense que Sánchez Pérez-Castejón no vaya a llegar con desahogo al final de la legislatura. La tarea inmediata estará centrada en la elaboración de los PGE de 2022 que el sujeto conseguirá sacar adelante con cierta facilidad, contando con unos socios dispuestos a sostenerle en la peana sin la menor duda siempre y cuando el sujeto siga dispuesto a abonar el precio correspondiente, altísimo en términos de integración de país y de calidad democrática. A decir verdad, el grado de división, de descomposición incluso, que se advierte en el movimiento independentista es hoy tan evidente que el "problema catalán", un yugo al que seguiremos uncidos durante mucho tiempo, se ha convertido en un obstáculo más teórico que práctico, una pesadilla que se mantiene viva a cuenta del esperpento que en términos de un país socio del club de los 27, país desarrollado en pleno siglo XXI, en términos incluso patrióticos, supone la presencia de un espécimen como Sánchez en la presidencia del Gobierno de España necesitado del apoyo parlamentario de los enemigos de España, un problema que dejaría de serlo con un presidente, una clase política y una sociedad civil fuerte y dispuesta a poner en su sitio, el de cualquier minoría respetada, a los sediciosos y a gobernar para la inmensa mayoría de catalanes cuyos derechos son conculcados desde hace décadas por la mafia separatista.

El nivel de desgaste de Sánchez es brutal, propio de un presidente en el tramo final de un segundo mandato, como lo prueba el hecho de que no pueda asomar la jeta por cualquier plaza de España sin que el PSOE movilice antes a la gente de la agrupación local para tratar de contrarrestar los abucheos

De modo que Sánchez reunirá la mesa de diálogo, plasmará en una foto la farsa de un objetivo imposible, porque hay ciertas cosas con las que ni siquiera un roba gallinas como él puede negociar, e irá ganando tiempo, que es lo que le conviene. Hilo a la cometa separatista. Y ningún problema para lograr que Bruselas y sus burócratas, cada día más víctimas de la crisis de credibilidad que atenaza al proyecto, traguen con las imposiciones de los socios de Sánchez en materia de control de alquileres, nuevas subidas del SMI, impuesto de Sociedades, mercado eléctrico, etc. Un curso por delante, pues, hasta cierto punto plácido para un sátrapa que se dispone a abordar la gran operación de la legislatura, "su" operación, la del reparto del maná europeo, una lotería de la que espera lograr la configuración de una nueva sociedad e incluso un nuevo país. Reparto de la pasta con la vista puesta, ingeniería social mediante, en la creación de un gran bloque de izquierdas subvencionadas y dispuestas a sostener al líder supremo en la peana por tiempo indefinido, con el apoyo de una nueva oligarquía de Rosauros igualmente mantenida desde el poder con el dinero público. 

Lo dicho no excluye la existencia de algunas incógnitas en esta vuelta al cole. Una de ellas centrada en las elecciones alemanas a celebrar el próximo 30 de septiembre, y de cuyo resultado podría depender un endurecimiento de la política monetaria del BCE y el principio del fin del programa de compra de deuda soberana. La otra reside sin duda en el eventual adelanto de las elecciones andaluzas. Juanma Moreno parece haber consolidado una cómoda mayoría absoluta, siempre con la ayuda de VOX, claro está, de modo que la posible disolución adelantada del parlamento andaluz es una carta que el andaluz guarda en su bocamanga consciente de la importancia del envite no solo para Andalucía sino para la política nacional. Una nueva derrota de Sánchez, esta vez con candidato propio tras la defenestración de Susana Díaz, confirmaría el marchamo de perdedor electoral que Díaz Ayuso esculpió de forma sangrante en su frontispicio el 4 de mayo pasado. El resultado de las andaluzas permitiría una fotografía de la situación real de cada partido y de la correlación de fuerzas, y sería el más serio aviso de que la suerte de Sánchez puede cambiar a pesar de la vuelta al crecimiento y del uso del maná europeo.

Es el momento del Partido Popular y de Pablo Casado. Entre los escombros del Madrid liberal sigue existiendo la sensación de que el palentino no acaba de dar con la tecla de los mensajes que envía, asunto que muchos achacan a su entorno y que otros apuntan a una doble obsesión con Sánchez y con VOX. Ambos han venido para quedarse. El primero, hasta finales de 2023 en el mejor de los casos; el segundo, para mucho tiempo. De donde se infiere que Casado haría bien en olvidarse de ellos y centrarse en la tarea que se antoja fundamental para el tiempo que se avecina. Por un lado, aminorar en la medida de lo posible el destrozo que la continuidad de Sánchez al frente del Gobierno pueda suponer. "¿Qué está pasando en España?", preguntaba este agosto un perplejo Michel Guérard, tres estrellas Michelin, padre putativo de la nouvelle cuisine, a un inquilino español de su lujoso (y carísimo) Les Prés d’Eugénie, en Eugénie-les-Bains, muy cerca de Mont-de-Marsan. "Viajo con frecuencia al País Vasco y a Madrid para ver qué hacen sus grandes chefs y lo que veo no me gusta nada. Veo un país que se está deshaciendo a marchas forzadas". 

Cuando le llegue la hora a Casado, que le llegará, debe tener lista una batería de decretos leyes para lanzar durante sus primeros cien días de Gobierno. Que no le ocurra lo que al bobo de Mariano Rajoy

Sánchez no caerá por la presión de una UE asolada por la crisis de valores y la debilidad extenuante a la que le han sometido las nuevas ideologías disolventes, con lo políticamente correcto a la cabeza. Caerá como siempre cayeron los tiranos vocacionales, víctimas del hartazgo de la ciudadanía ante la obscena exhibición de iniquidad (soberbia y falta de escrúpulos) que llevó a tantos madrileños a manifestarle su rechazo en las urnas el 4 de mayo pasado. El nivel de desgaste de este individuo es brutal, propio de un presidente en el tramo final de un segundo mandato, como lo prueba el hecho de que no pueda asomar la jeta por cualquier plaza de España sin que el PSOE se vea obligado a movilizar antes a la gente de la agrupación local para tratar de contrarrestar los abucheos con que su presencia es recibida en casi todas partes. De ahí la importancia de la segunda tarea a la que Casado está obligado: centrarse en la definición de una alternativa fiable.

Lo fundamental, lo sabe bien Casado y su entorno, es empezar a trabajar en una propuesta atractiva de futuro, en armar un plan de reformas profundas de las que este país anda tan necesitado, en tener lista para cuando le llegue la hora, que le llegará, una batería de decretos leyes para lanzar durante sus primeros cien días de Gobierno. Que no le ocurra lo que al bobo de Mariano Rajoy, que sabiendo como hasta el menos informado sabía que le iba a tocar gobernar al menos un año antes del desastre zapateril, fue capaz de presentarse en Moncloa a finales de 2011 con las manos en los bolsillos. Me consta que en ello está el PP, un partido condenado a hacer olvidar con buenas acciones y mejores políticas los desastres que para la España liberal significaron los Gobiernos de Aznar y, no digamos ya, de Rajoy. Obligado, si de verdad pretende hacer volver a la "casa del padre" a quienes la abandonaron a partir de 2014 para irse a Ciudadanos o a VOX. La inminente convención que el partido se dispone a celebrar en octubre debería servir de punto de partida para ese gran programa de rearme ideológico y, sobre todo, legislativo. No es que uno sea un entusiasta de la cosa, pero es lo que hay. La única, quizá última esperanza antes del apaga y vámonos que supondría la definitiva entronización en el poder del amoral que nos gobierna.  


                                                                        JESÚS CACHO   Vía VOZ PÓPULI

El desgaste de la democracia

 Los occidentales tienden a considerar los Estados nacionales como los principales actores en los asuntos mundiales. Hace tiempo que ya no es así

 

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden. EUROPA PRESS 

"A menudo, si no siempre, el relativismo moral es una respuesta al descubrimiento de un desacuerdo sistemático y aparentemente ineliminable entre los protagonistas de puntos de vista morales rivales, cada uno de los cuales reclama una justificación racional para su propio punto de vista y ninguno de los cuales parece capaz, excepto según sus propios estándares, de refutar los reclamos de sus rivales".

(MacIntyre, 2006)

Tras la decisión de los Estados Unidos de abandonar definitivamente Afganistán no han dejado de sucederse reacciones de todo tipo. Están los que señalan este episodio como la enésima prueba del fracaso de Occidente y de su voluntad de extender las instituciones liberales a otros continentes. También los que se muestran impasibles ante la barbarie que espera a los afganos (y sobre todo a las afganas) que no tienen oportunidad de huir del nuevo régimen talibán, y los que intentan blanquear a la nueva horneada de talibanes señalando a una supuesta moderación en sus ideas y, sobre todo, en sus objetivos políticos.

Los Estados Unidos entraban en Afganistán tras los atentados del 11-S, en su lucha contra el terror, para desmantelar al grupo terrorista Al Qaeda y arrebatar el poder a los talibanes que les habían acogido y se habían negado a entregarles, para así evitar que este o más grupo similar pudiesen operar desde territorio afgano. Una vez cumplido el objetivo, este fue sustituido por el llamado "liberalismo de cruzada", que permitía seguir justificando la intervención militar. Esto es, exportar e implantar la democracia liberal (sus valores e instituciones) no sólo en Afganistán sino en todo Oriente medio. Una democracia moderna de tipo occidental en un continente sin una tradición de respeto a las libertades individuales, caracterizado por la presencia de instituciones extractivas, sin apenas separación entre religión y Estado y con grandes problemas de convivencia entre las etnias existentes. Iniciar y culminar una cuarta ola democratizadora. Una ola democratizadora que no empezó en Oriente Medio, aunque sí lo hizo en el mundo musulmán, concretamente en el norte de África y de la mano de las primaveras árabes, pero que no terminaría teniendo éxito.

Estos valores e instituciones, que se originaron en la Europa occidental a mediados del siglo XVIII, fueron expandidos por el continente americano primero y por Asia Oriental más tarde

Cuando hablamos de democracia liberal nos referimos a aquellos regímenes que encontramos primordialmente en el mundo occidental y que comparten cuatro características principales. En primer lugar, el respeto a los derechos individuales, sobre todo el derecho a la vida y a la propiedad privada. En segundo lugar, la participación de todos los adultos, a través de sus representantes, en la toma de decisiones colectivas. Esto es, el gobierno representativo. La limitación del poder político a través de la configuración de una esfera personal en la que este no puede intervenir, así como del establecimiento de una serie de contrapoderes que limitan el ejercicio del poder arbitrario. Y, por último, el mercado libre como la institución principal en la asignación de recursos escasos. Estos valores e instituciones, que se originaron en la Europa occidental a mediados del siglo XVIII, fueron expandidos por el continente americano primero y por Asia Oriental más tarde, pero no terminaron de implantarse en Oriente Medio y la mayor parte del continente africano. Ni siquiera tras las diferentes intervenciones que ha tenido Estados Unidos, junto a aliados como el Reino Unido o España, en algunos de los países de estas regiones.

Identificación de grupo

Huntington advertía, en El choque civilizaciones, que "las grandes divisiones del género humano y la fuente predominante de conflicto" del futuro estarían fundamentadas en la diversidad cultural. Según este politólogo estadounidense, los occidentales tienden a considerar los Estados nacionales como los principales actores en los asuntos mundiales. Y aunque así ha sido durante algunos siglos, hace tiempo que lo ha dejado de ser. La situación en Oriente Medio es prueba de ello. En la misma línea, la profesora de Derecho en la Universidad de Yale Amy Chua, señala que en operaciones como la de Afganistán o Irak los estadounidenses subestimaron el papel que juega la identificación de grupo en la configuración del comportamiento humano y pasaron por alto que, en muchos lugares, las identidades que más importan, por las que la gente daría su vida, no son nacionales, sino étnicas, regionales, religiosas, sectarias o de clan. Y esto es más relevante de lo que creemos en la supervivencia de instituciones que, como las de la democracia liberal, se sustentan en la identificación nacional en una tradición cultural concreta. Sin ir más lejos, la mayoría de los musulmanes suelen identificarse antes por su religión que por su país de origen.

Esto no quiere decir que sea imposible implantar una suerte de democracia liberal fuera de los continentes europeo y americano. La democracia se ha conseguido exportar a parte del continente asiático y a unos pocos países africanos, pero no sin atender a las diferentes particularidades. Y aunque pareciera que de este análisis se desprende una suerte de relativismo moral, nada más lejos de mi intención. El propio Alasdair MacIntyre, nada sospechoso de relativista, sostiene la posibilidad de unas verdades universalmente válidas (en la forma de una serie de derechos universales, por ejemplo). Sin embargo, considera que éstas ni se pueden introducir subrepticiamente ni se puede ignorar las dificultades existentes para el diálogo entre lo que considera tradiciones morales inconmensurables. Si ya resulta una empresa ardua intentar ponerse de acuerdo en el reconocimiento y protección de una serie de derechos universales, inviolables en cualquier parte del mundo; resulta todavía más difícil acordar el contenido e interpretación de esos mismos derechos. Mientras que para una tribu del cuerno de África la mutilación genital femenina no es considerada como una vulneración del derecho a la integridad física o incluso a la vida de las menores que se ven sometidas a ella, sino todo lo contrario, una forma de asegurarles una vida plena en su entorno; en las sociedades occidentales es una práctica no solamente legalmente prohibida y perseguida sino socialmente rechazable, precisamente por la agresión que supone a la integridad física de esas niñas.

Todo aprendizaje moral se da a través de los parámetros vigentes en un ambiente social, en el que los seres humanos se desarrollan. Y a la vez, todos estos principios morales, más o menos conmensurables, tienen una clara pretensión de verdad y universalidad.

Cada vez menos países libres

Pero volviendo a la cuestión de la exportación de la democracia liberal, si atendemos a los datos que nos ofrece Freedom House, la proporción de países no libres es ahora la más alta de los últimos 15 años. De media, las puntuaciones de estos países han disminuido en aproximadamente un 15% durante este mismo período. Además, dentro de los países libres, sus puntuaciones también llevan un tiempo disminuyendo, algo que se ha agudizado desde el inicio de la pandemia. Estos mismos datos son corroborados por el Democracy Index que elabora anualmente The Economist y que señala que únicamente un 8’4% de la población mundial vive en una democracia plena. Además, este año la puntuación global (5.37 sobre 10) es la más baja desde que existe este índice. Nuevamente esto puede deberse a los estragos que ha hecho la pandemia. Ha expuesto las principales debilidades de las democracias modernas en aspectos como la organización de elecciones y el mantenimiento del orden público, el mantenimiento del Estado de derecho, o la protección de las libertades individuales. Sin embargo, este régimen también ha demostrado una gran adaptabilidad. Si bien es cierto que en general existe una tendencia global de desgaste de la democracia. Esta está asediada pero no derrotada.

Para terminar, solo me queda lanzar una pregunta a los lectores: ¿se equivocaba Fukuyama cuando en El fin de la historia pronosticó la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano?

 

                                                                       IRUNE ARIÑO   Vía VOZ PÓPULI

 

 

 



El error pandémico de Pablo Casado

 Con la reforma que propone el PP ni los toques de queda, ni el carné de vacuna en los bares, ni los cierres perimetrales etc., requerirían del aval judicial previo


El presidente del PP, Pablo Casado.

 En un Estado de derecho, todos estamos sometidos al imperio de la ley. La interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos que se consagra en nuestra Constitución como uno de los principios de nuestro ordenamiento jurídico pretende protegernos a los ciudadanos de la actuación caprichosa y despótica de nuestros gobernantes. Da igual la bondad intrínseca o nobleza de la causa enarbolada por el poder para justificar la implementación de una medida, pues ésta tendrá que respetar los requisitos formales y materiales exigidos por nuestra legislación.

La tarea de controlar que las decisiones de las autoridades sean ajustadas a derecho, evitando que existan espacios en los aquéllas puedan proceder con impunidad se encomienda a uno de los poderes independientes del Estado, el judicial, lo que explica la propensión de los gobiernos a influir tanto en la toma decisiones como en el procedimiento de acceso y selección de sus miembros. La némesis del tirano son los contrapesos, así que la excusa para someterlos y dinamitarlos se enmascara siempre tras un halo de bondad, del bien común o de seguridad. A los ciudadanos no nos queda otra que permanecer vigilantes ante el ímpetu totalitario, porque jamás una democracia triunfó sin una sociedad civil fuerte, consciente de cuáles son sus libertades y derechos al margen de los colores políticos y las ideologías.

La irrupción de la pandemia a comienzos del año pasado evidenció cómo un gobierno socialista nominalmente democrático, pudo en nombre de un fin justo, como es la salud pública, estirar las costuras de la ley para construir un marco que le permitió obrar de forma arbitraria e impune, sustrayendo sus decisiones no sólo del control de los tribunales, sino también de un Parlamento con sus funciones minoradas. Sánchez negó la existencia de un plan B para sortear al Poder Judicial, evitando la existencia de un contrapeso efectivo a su actuación. Y es que el órgano que tenía atribuida la competencia para ello, el Tribunal Constitucional, no tuvo a bien pronunciarse hasta un año después. Si bien es cierto que su decisión sacó los colores al proceder del Ejecutivo, su trascendencia práctica ha sido escasa en un país donde la palabra dimisión está adquiriendo tintes mitológicos.

Se pretende alumbrar otro espacio de arbitrariedad para que las autoridades puedan limitar nuestros derechos en nombre de la sanidad sin tener que rendir cuentas

Después de todo lo sucedido, y ahora que la pandemia del coronavirus parece estar dando sus últimos coletazos gracias a las vacunas, comprenderán mi sorpresa ante la respuesta del principal partido de la oposición, el Partido Popular, que se empeña en aprobar una normativa específica -la llamada ley de pandemias- con la que en última instancia se pretende alumbrar otro espacio de arbitrariedad para que las autoridades puedan limitar nuestros derechos en nombre de la sanidad sin tener que rendir cuentas sobre la idoneidad o la proporcionalidad de las medidas que se adopten. Ni ante los tribunales, ni ante los parlamentos autonómicos.

El marrón, para las autonomías

Efectivamente, Sánchez rechazó que hubiese un plan B que permitiese a adoptar medidas limitativas para combatir al coronavirus al amparo de la legislación sanitaria que exige el visto bueno judicial, simplemente para que su proceder no fuese cuestionado. Ello le permitió obrar arbitrariamente y utilizar la pandemia para parasitar las instituciones mientras sometía a los ciudadanos a una campaña propagandística sin precedentes. El tiempo ha demostrado no sólo que sí que había un plan B, sino además que éste se ha convertido en el marco jurídico con el que las autonomías, a las que Sánchez ha trasladado el marrón, gestionan por su cuenta las cuestiones relacionadas con el virus. Por supuesto que el conjunto normativo que integra ese plan necesita de una reforma que solvente las dudas interpretativas advertidas por los tribunales, referentes al tipo de medidas restrictivas de derechos que pueden ser acordadas al amparo de la misma y su alcance (el artículo 3 de la Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública es muy abierto e impreciso). Yo soy la primera que criticó que el Presidente del Gobierno endilgase esta tarea al Supremo mediante la creación de un recurso de casación, pues supone encomendar a ese tribunal competencias pseudolegislativas.

La intensidad que implica la privación requiere de tal magnitud que cualquier excepción que se asocie a la misma permitirá que se considere simplemente una restricción

Pero la solución que propone el Partido Popular mediante la llamada "ley de pandemias" no es reformar la ley para facilitar la labor de los tribunales, sino eliminarlos en la práctica de la ecuación, de forma que la ratificación judicial únicamente será exigible cuando las medidas para combatir la pandemia conlleven estrictamente una 'privación' y no meramente la limitación de libertades y derechos: el texto hace hincapié mediante una nota al pie de página cuyo tenor literal es: "se suprime 'o restricción' a continuación de 'privación'". Algo que no es baladí, pues la intensidad que implica la privación requiere de tal magnitud que cualquier excepción que se asocie a la misma permitirá que se considere simplemente una restricción. Para que lo entiendan con un ejemplo práctico: con la reforma que propone el PP de Casado ni los toques de queda, ni la exigencia de disponer de un carnet de vacunación en lugares como la restauración, ni la prohibición de reuniones, ni los cierres perimetrales etc., requerirían del aval judicial previo. Y es que la privación de las libertades equivaldría a un confinamiento severo como el que vivimos en marzo de 2020. Los presidentes autonómicos gozarían así de un marco legal que les habilitaría para disponer de nuestros derechos sin tener que fundamentar sus decisiones. Vamos, el sueño húmedo de aspirantes a dictadorzuelos como Ximo Puig.

El toque de queda de Mañueco

Sé que muchos me dirán que esto no excluye al Poder Judicial del control de la arbitrariedad de los poderes públicos porque el hecho de que se elimine la ratificación judicial no obsta la interposición de recursos o medidas cautelares. Pero este argumento, siendo cierto, es tramposo: los ciudadanos de a pie no estamos habilitados para ello, por lo que si quienes lo están no recurren por una mera cuestión de oportunidad política, la limitación surtirá efecto por la vía de los hechos consumados. Amén de que las características propias del procedimiento permitirían la efectividad de las medidas durante el tiempo que dure la tramitación. Miren si no lo que sucedió en Castilla y León cuando el gobierno de Mañueco adelantó la hora del toque de queda contraviniendo las limitaciones del decreto del estado de alarma: los habitantes de esa comunidad lo sufrieron durante varias semanas, con la consecuente ruina económica y merma de libertades. Que se anulase después por el Supremo sirvió de bien poco.

La no ratificación por los tribunales de las medidas autonómicas no sucedería, parece querer exonerar a los líderes autonómicos mientras responsabiliza a los tribunales

Luego está el profundo error de comunicación que conlleva invocar la ley de pandemias cada vez que un Tribunal Superior de Justicia decide no ratificar alguna medida autonómica, porque el noventa por cierto de las veces la causa no obedece a la falta de sustento legal para imponer la restricción, sino a que la proporcionalidad o idoneidad de la medida no se ha justificado. Es decir, que la autoridad sanitaria no ha tenido a bien motivar una decisión con la que pretender limitar los derechos de cientos de miles o hasta millones de personas. Miren si no el intento de la Generalidad de Cataluña de imponer un toque de queda presentado al TSJ cifras de incidencia acumulada no actualizadas. Una patraña aberrante que con la reforma propuesta por los populares no se hubiera podido evitar.

Así que cuando Casado se afana en anunciar que, con su ley de pandemias, la no ratificación por los tribunales de las medidas autonómicas no sucedería, parece querer exonerar a los líderes autonómicos mientras responsabiliza a los tribunales. Porque lo que ellos no han autorizado sería posible si se aprobase su propuesta. Un aval a la arbitrariedad amparado en la más elevada de las causas, el más grande de los fines: la protección de la salud. Y encima en un momento en el que deberíamos estar hablando de levantar restricciones y no de imponerlas. Qué forma de arruinar el discurso por la libertad que supo tan hábilmente construir Ayuso en un tiempo mucho más difícil.

 

                                                                   GUADALUPE SÁNCHEZ   Vía VOZ PÓPULI

miércoles, 25 de agosto de 2021

PSICÓPATAS

Anthony Hopkins en "El silencio de los corderos". 

 Anthony Hopkins es el doctor Hannibal Lecter, uno de los psicópatas más célebres de la historia del cine, en «El silencio de los corderos» (1991) de Jonathan Demme. Pero el comportamiento psicopático no necesariamente es criminal.

Son muchas las películas y novelas de diverso fuste y pelaje que han popularizado la figura del psicópata, convirtiéndolo en un emblema de nuestra época; y, en ocasiones, en el héroe o antihéroe de un tiempo oscuro que, a la vez que se horroriza, se regodea en su figura, con una fascinación creciente (hasta el extremo de que, en muchas series televisivas recientes, los psicópatas se convierten en personajes diseñados para provocar la ‘empatía’ de las audiencias cretinizadas). Por otro lado, a través de los medios de comunicación, es cada vez más frecuente tropezarnos con casos que hielen la sangre en nuestras venas de psicópatas que perpetran los crímenes más abominables, con pasmosa frialdad, con ensañada premeditación y absoluta falta de remordimiento.

La psicopatía no es un trastorno mental (como lo es, por ejemplo, la esquizofrenia), sino un trastorno de la personalidad que no implica necesariamente incurrir en un comportamiento criminal. A los psicópatas la psiquiatría los describe como individuos pragmáticos, manipuladores, mentirosos, egocéntricos, antisociales (pese a gozar con frecuencia de un magnetismo innegable), impulsivos por naturaleza (pero en ningún caso nerviosos), carentes de empatía, irregulares en sus estados de ánimo, con una vida sexual deshilachada y deshumanizada y unas relaciones sentimentales inconsistentes que –en caso de existir– son un cúmulo de fingimientos. El psiquiatra alemán Kurt Schneider, que se dedicó a diseccionar y clasificar las diversas personalidades psicopáticas, destacó que existen psicópatas hipertímicos (es decir, eufóricos e hiperactivos), depresivos, inseguros, fanáticos, necesitados de estima, abúlicos, asténicos… Aunque el elemento unificador de su conducta sea siempre la ausencia completa de sentimiento de culpa o de remordimiento.

El análisis de los rasgos de carácter y la descripción de los modelos de conducta propios de la psicopatía nos confronta con una realidad pavorosa. ¿No son, acaso, los rasgos de carácter y los modelos de conducta que nuestra época ha consagrado? ¿No podríamos, acaso, describir a muchos de nuestros políticos y a nuestros ídolos mediáticos (los que mayor aclamación popular provocan) como individuos manipuladores, mentirosos compulsivos y egomaníacos furibundos que disfrazan su odio al género humano con un magnetismo acaramelado? ¿No son las relaciones sexuales despersonalizadas y la falta de vínculos afectivos las propias de la era Tinder? ¿Acaso la hipertimia y la depresión, la inseguridad y el fanatismo, la abulia y la astenia, no son afecciones propias de un tiempo hipertecnologizado en el que la vida ha perdido sustancia y trascendencia? Y, sobre todo, la ausencia completa de culpa o de remordimiento ¿no se ha convertido en la característica más notoria del Homo democraticus, incapaz de hacer un discernimiento moral de sus acciones? El gran inquisidor de Dostoievski lo explicaba maravillosamente bien: «Les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Les diremos que todos los pecados se redimen si se cometen con nuestro permiso. Y ellos nos mirarán como bienhechores, al ver que nos hacemos responsables de sus pecados ante Dios».

Hasta el momento no se ha encontrado una cura para el trastorno psicopático, ni tampoco rehabilitación posible. Y, entretanto, los crímenes de naturaleza psicopática son cada vez más frecuentes. Nadie, sin embargo, se atreve a explicar las causas de su proliferación. Y tampoco nos atrevemos a explicar las razones por las que sus crímenes sombríos nos despiertan tanta fascinación. No tenemos valor para designar la enfermedad moral que anida detrás de esa fascinación, ni la causa de la proliferación de las conductas psicopáticas, porque íntimamente sabemos que nuestra época es el vivero perfecto para este tipo de trastorno; porque íntimamente sabemos que tales monstruos –aunque nos repitan hasta la extenuación que están determinados por un código genético que los configura fatalmente– son hijos de un determinado clima social y espiritual. Y ese clima que contribuye a la floración de caracteres psicopáticos es el que promueve nuestra época, con sus nuevas formas de vida desvinculadas y artificiosas, con su abandono de Dios, con su negación de los frenos morales, con su dependencia tecnológica, con su solipsismo incapaz de ver en el prójimo otra cosa que no sea un instrumento para la satisfacción de sus intereses egoístas. Los psicópatas –como el lector hipócrita de Baudelaire– son nuestros semejantes, nuestros hermanos, hijos de las fuentes envenenadas de las que todos bebemos con fruición. Hijos de un tiempo podrido que es el nuestro.

 

                                                    JUAN MANUEL DE PRADA Vía XL Semanal

domingo, 22 de agosto de 2021

Desiertos lejanos, futuros cercanos

La victoria talibán y el fracaso sin paliativos de la operación de hacer de Afganistán un Estado democrático, seguro y próspero es la confirmación de lo que ya demostró la segunda guerra de Iraq

 Talibán en los coches de choque 

Los combatientes talibanes patrullan en Jalalabad, en Afganistán. EFE / STRINGER

Estoy pasando unos días en una isla balear disfrutando de su geografía agreste y soleada y de una de las mayores bendiciones que pueden descender sobre un veraneante al borde del mar: un amigo con barco, un amigo, además, inteligente, culto, ameno y generoso, con lo que mi situación, temporal y breve, por desgracia, se aproxima bastante a la felicidad. Hace tres días me encontraba amarrado en puerto tras una placentera excursión a una cala paradisíaca charlando relajadamente con mis anfitriones en la cómoda bañera de su motora cuando advertí la presencia en el muelle de un individuo vestido con un blusón que le llegaba a las rodillas y calzado con sandalias que portaba enrollada bajo el brazo una esterilla. Se detuvo a pocos metros de nuestra posición, extendió la esterilla, se situó mirando en dirección a La Meca y primero de pie y después postrado, rezó sus oraciones coránicas. Concluidas sus preces se alzó, recogió sus bártulos y se alejó sin dirigirnos ni una mirada. Simultáneamente, a ocho mil kilómetros de distancia, los talibán entraban en Kabul sin hallar resistencia, el presidente Ghani huía al exilio, multitudes aterradas se precipitaban al aeropuerto para librarse del horror oscuro que volvía victorioso y veinte años de presencia de la coalición occidental formada para transformar Afganistán en una democracia habitable veían su fin.

La coincidencia en el tiempo de estas dos escenas, banal en apariencia la una y apocalíptica la otra, resulta muy reveladora. Lejos de mi ánimo de sonar catastrofista o agorero, tenemos al enemigo fuera, pero también dentro. Sin negar la posibilidad de formulaciones del Islam compatibles con los valores de la sociedad abierta -mi larga colaboración con la resistencia opuesta a la dictadura clerical iraní me ha demostrado que tal fenómeno es posible-, no son lamentablemente mayoritarias ni fáciles. Por su propia naturaleza, la cosmovisión surgida en las arenas ardientes de la Arabia del siglo VII tiende con mayor probabilidad a configurar sociedades parecidas al Pakistán, al Irán o al Qatar actuales, mientras que la alumbrada entre olivos en Israel 600 años antes y que cambió el mundo con igual intensidad, ha dado lugar al Canadá, la Nueva Zelanda o la Finlandia de hoy. Con esto queda todo aclarado.

Era imprescindible derrotar a los talibán militarmente e ideológicamente, contando con los sectores de la población afgana que deseaban vivir bajo un gobierno representativo

La guerra de Afganistán, emprendida por los Estados Unidos con el apoyo de sus socios de la OTAN fue la respuesta al brutal atentado del 11 de septiembre de 2001 y tenía dos objetivos: neutralizar por completo y con carácter definitivo la amenaza fundamentalista que tenía en aquel país de Asia Central su santuario e implantar allí un sistema político, unos hábitos sociales y un marco cultural que proporcionase a sus habitantes respeto a sus derechos básicos como seres humanos, las libertades esenciales de una convivencia civilizada y el acceso de las mujeres a la educación y a su propia dignidad. Para ello era imprescindible derrotar a los talibán militarmente e ideológicamente, contando con los sectores de la población afgana que deseaban vivir bajo un gobierno representativo y salir de la Edad Media para disfrutar de los beneficios de la modernidad.

La victoria talibán y el fracaso sin paliativos de la operación de hacer de Afganistán un Estado democrático, seguro y próspero es la confirmación de lo que ya demostró la segunda guerra de Iraq, la imposibilidad de vencer a los islamistas intransigentes sin la suficiente constancia, inversión de recursos, voluntad indeclinable, capacidad de sacrificio y una opinión pública que respalde masivamente una empresa de esta dificultad y envergadura. Ninguna de estas premisas se cumple hoy en las democracias occidentales, poseídas por el hedonismo blandengue característico de las panzas satisfechas, una demografía declinante, el electoralismo cortoplacista de sus elites políticas y el abandono de los valores que las han conducido al éxito colectivo.

Nos engullirá sin piedad

Disipada la ilusión efímera del fin de la Historia, los viejos espectros vuelven a recorrer Europa. Basta constatar que adeptos a la doctrina más inhumana y mortífera de todos los tiempos se permiten dar lecciones de ética desde tribunas públicas de gran proyección y ocupan ruidosamente carteras ministeriales en España. Otro totalitarismo igualmente letal, el fanatismo mahometano, no sólo es hegemónico en amplios territorios de Asia y África, sino que se expande, subterráneo y latente, en nuestros predios ilustrados, laicos y desarrollados. En los desiertos lejanos se gesta un futuro quizá cercano que nos engullirá sin piedad en su tenebroso piélago de barbarie mientras la orquesta de un gigantesco Titanic atestado de multiculturalistas, relativistas morales y feministas radicales, toca impávida la melodía final de nuestro naufragio.

 

                                                                 ALEJO VIDAL-QUADRAS  Vía VOZ PÓPULI