No cabe duda de que la estupidez es la forma más asidua de suicidio político, como el que el PP escenifica en Madrid. Casado puede servirle a Sánchez en bandeja de plata las cabezas de Ayuso y Almeida
ULISES CULEBRO
Desde los sesenta, sucesivas generaciones han podido contemplar hasta cinco versiones cinematográficas del clásico de la literatura francesa La guerra de los botones, amén de poderlo leer, claro. Escrita en la antesala de la Primera Guerra Mundial, la novela de Louis Pergaud narra la enconada rivalidad entre chavales de dos pueblos aledaños de la Francia rural que dirimen sus porfías con apedreos a mano o con tirachinas, así como con espadas de madera o palos sin desbastar, entre improperios a cuál más procaz. De pronto, se experimenta un giro inesperado cuando los contendientes deciden arrancar a sus prisioneros los botones de sus prendas para hacerles correr semidesnudos hacia sus casas, donde les aguardará un duro castigo al verlos hechos un cristo.
Ni que decir tiene que el vencedor es quien atesora más botones, a modo de condecoraciones, en un juego de guerra que se corresponde con el adiós a la inocencia. Pergaud colige que, «por lo que se refiere a la guerra, es divertido observar por qué motivos tan fútiles se desencadena y por qué motivos tan banales se extingue». Empero, no fue la vicisitud de quien, al desatarse la Gran Guerra Europea, sería trasladado a Verdún como sargento del ejército galo. Perecería bajo el fuego cruzado entre dos naciones anejas como Francia y Alemania, pero enemigas históricas, que no jugaban a la rebatiña de botones, sino a exterminarse.
Valga este introito sobre La guerra de los botones para establecer cierta analogía con la guerra de la edad tardía que aviva la adolescente dirección nacional del PP contra quien, con su vivaz triunfo en Madrid en un mayo florido en votos, proyectó las expectativas nacionales de su partido. Capitalizando su gestión del Covid alternativa a la de Sánchez y su discurso antagónico al de la mayoría Frankenstein que lo sostiene en La Moncloa, la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, obró un efecto rebote que aupó a Casado con perspectivas ciertas de presidir el Gobierno. Aquel trofeo fue agua de mayo para un Casado al que no le llegaba la camisa al cuello tras el desastre de tres meses antes en Cataluña, donde éste erró de medio a medio y el PP, sumido en la insignificancia, sufrió el sorpasso de Vox, al que Ayuso frenó en Madrid, a la par que absorbió al electorado de Cs y a parte del votante socialdemócrata del PSOE.
Acreditándose como una candidata atrapalotodo, sacó de la política al líder de Podemos, Pablo Iglesias, vicepresidente con Sánchez, y a este último le hizo morder el polvo de la derrota tras enfrascarse en la campaña. Si el topo fue el héroe de los enemigos católicos de Guillermo III de Inglaterra al morir el monarca orangista tras pisar su caballo el hoyo de uno de estos mamíferos, situando al «pequeño caballero sobre sus chalecos de terciopelo negro» y brindando por él en sus reuniones clandestinas, la nomenclatura genovesa se agita, por el contrario, contra su benefactora.
Con el mal pago de los desagradecidos, niega el pan y la sal a quien se revolvió contra la cadena de mociones de censura del PSOE y Cs para desplumar al PP de poder autonómico y municipal con epicentro en Murcia y sacudidas en Valladolid y Madrid. Como en el judo, usó la fuerza del contrario para sentarlo en el tatami. Si el vídeo no mató a la estrella de la radio como cantaba el grupo británico The Buggles con su gran (y único) éxito, tampoco parece que vaya a lograrlo con la estrella emergente del PP.
Los perjuicios colaterales del fuego amigo complican la reelección de presidentes autonómicos del PP
No obstante, la tentativa de unos botones de la política puede desbaratar la fortificación madrileña en el bienio menguante que resta para la nueva cita autonómica y municipal enterrando, de paso, bajo los cascotes de los cañonazos disparados atolondradamente desde el Torreón de Génova la probabilidad de que Casado saque a Sánchez de la Moncloa antes de 2027. De paso, los perjuicios colaterales del fuego amigo complican la reelección de presidentes autonómicos del PP en capilla electoral como Moreno Bonilla y Fernández Mañueco. Una conflagración de ese cariz no se circunscribe a Madrid, sino que inflige una avería irreparable a la marca al espantar un electorado que no transige con formaciones divididas. Uno y otro se hacen cruces con quienes ya intentaron desestabilizar sus organizaciones territoriales para adueñarse del partido a su costa. Como ahora bloquean el desembarco de Ayuso en un PP madrileño momificado por una gestora en flagrante ilegalidad desde 2018 y que aboca al partido a una posición desventajosa ante una izquierda en estado de revista para cobrarse la revancha en la primavera de 2023.
No cabe duda de que la estupidez es la forma más asidua de suicidio político como el que el PP escenifica en Madrid. Casado puede servirle a Sánchez en bandeja de plata las cabezas de la presidenta Ayuso y del alcalde Almeida, ese tique que le facultó salvar un punto de partido en la primavera hostil de 2019. Como falso rey Salomón, replica aquello de Felipe González de «dos al precio de uno» con el que buscó defender en falso a Alfonso Guerra del escándalo de su «enmano» Juan en la Delegación del Gobierno en Sevilla. Es lo sucedido, por cierto, con Margarita Mariscal de Gante sacrificada en la renovación del Tribunal de Cuentas, como reclamaron el PSOE y ERC, por su denuedo para que no se fueran de rositas los artífices de los referéndums ilegales en Cataluña.
Se engaña Casado porque quien perdería la cabeza sería él sin necesidad de hacerla rodar. No dispondría de lo que malbarata ahora si no corta por lo sano y no ahuyenta los fantasmas como que Ayuso podría repetir, de la mano del «villano Rodríguez» (Miguel Ángel), la operación de Aznar que hizo en compañía de su entonces colaborador desde la Presidencia de Castilla y León a Génova o a instrumentalizar el PP de Madrid para desestabilizar a la actual dirección nacional. Si Aznar fue capaz de obrar el milagro de reunificar el PP y al electorado de centroderecha en un proyecto común, sin gran carisma ni simpatía, frente a un partido-Estado como el PSOE de un felino González que, además de sabérselas todas y tener más vidas que un gato, era Dios para los suyos y para muchos ajenos, Casado abre una brecha interna y frena la integración del electorado con el que el PP surtió de votantes a Cs y a Vox. Lo hace rompiendo hostilidades contra una presidenta que sumó más escaños que toda la izquierda junta.
Lejos de aprovechar su palanca, le regatea en los despachos de Génova lo que ganó rindiendo portadas de la prensa internacional como esperanza de la derecha europea. Nadie en su sano juicio puede entender, salvo aquellos cuyo sueldo depende de no querer comprenderlo, que la dirección nacional, en una muestra de partitocracia irreverente con las urnas, maniobre contra una presidenta con la que los ciudadanos han apostado con vehemencia.
Si todos los presidentes autonómicos están al frente del partido, ¿por qué se quiere hacer una excepción ad mulierem contra Ayuso vetándola con trapacerías? El compromiso que asumió Casado tras su órdago en el congreso de su elección, quebrando la sucesión testamentada por Rajoy para que le sucediera Soraya Sáenz de Santamaría, fue dar un golpe de timón a un barco que hacía agua a babor (con Vox) y a estribor (Cs). Para ello, era imperativo recobrar un electorado en fuga por una gestión que mantuvo inalteradas las leyes zapateristas, subió impuestos escarneciendo a las clases medias mientras Montoro se jactaba de haber desconcertado a la izquierda, y no previno el referéndum ilegal catalán de 2017, así como tampoco gestionó adecuadamente la aplicación del artículo 155 de la Constitución tras el golpe de Estado independentista para restaurar la normalidad constitucional. Ahora, en cambio, asume las políticas de Rajoy como su barba.
Coloca a Ayuso en el disparadero
Es como si, a sus ojos, Ayuso lo comprometiera dejando en evidencia un giro estratégico que ha tenido como baldones la defenestración de la portavoz parlamentaria, Cayetana Álvarez de Toledo, o su descalificación ad hominem a Abascal resucitándolo de su mala intervención en la moción de censura de Vox contra Sánchez. Para colmo, coloca a Ayuso en el disparadero con la contribución inestimable de los agradadores de Génova que le calientan los cascos y le avivan tal vez mala conciencia.
No puede ser que transmita que teme más a Ayuso que a Sánchez y se le agrie el carácter como a Salieri, cuyo inmenso talento musical no encontraba el reconocimiento que creía merecer y pugnaba por vengarse de un Mozart ungido por los dioses.
En la versión británica de La guerra de los botones, figura la leyenda: «La mayoría de las guerras duran años; ésta tiene que acabar antes de la cena». No parece que vaya a ser de temporalidad corta esta refriega madrileña al no obedecer a un exclusivo pulso de poder, sino la vuelta del PP al rajoyismo del que abjuró Casado, pero que fía su destino a la economía y soslaya cualquier envite ideológico que vaya más allá de ciertas filigranas de toreo de salón.
A este respecto, Casado y Sánchez vendrían a ser unos extraños compañeros de viaje rumbo a una compartida agenda electoral del 2030 con uno ejerciendo la Presidencia y el otro sobrellevando el Ministerio de la Oposición para satisfacción del primero y deslumbramiento de segundo, que quizá deduce que mejor que Sánchez se haga cargo de la basura que origina y luego él, al revés de Rajoy con Zapatero, llegar a La Moncloa libre de polvo y paja.
Para este menester, se hace la cuenta la vieja. Al haberse registrado dos elecciones en 2019, las suma como una restándole dos balas más. Creyendo disponer de este mañana imposible, caso de no arribar a La Moncloa en los próximos comicios, encierra menos agudeza que dos protagonistas de La guerra de los botones que, recluidos en un reformatorio por sus padres, proclaman: «¡Y pensar que de mayores seremos tan tontos como ellos!». En todo caso, lo peor que le puede acontecer a Casado, en medio de esta riña de cuatro gatos maullando entre Génova y la Puerta del Sol, es que el votante crea haberle visto el cartón del truco y pase por un aspirante poco fiable para el centro derecha por querer volver a las andadas de Rajoy.
Le pone dos exigencias: renegar de Vox y callar a Ayuso
Así, en vez de taponarse los oídos como Ulises, sería receptivo a los cantos de sirena de esa entelequia denominada nacionalismo moderado tras caer en ese trampantojo el partido más votado en Cataluña y hoy exangüe como Cs. Junto a ello, prestaría oídos al interesado arrimo de un PNV que, al asomar las orejas del lobo de un hipotético tripartito de Bildu, PSOE y Podemos, como el que Illa anhelaba en Cataluña, juega al ratón y al gato. De momento, Andoni Ortúzar tienta al PP y le pone dos exigencias: renegar de Vox y callar a Ayuso como trató de hacer el jueves Urkullu. Hasta Carlos Iturgáiz, dirigente vasco del PP, se lo ha escuchado al presidente del PNV en la sede nacionalista. Por eso, La guerra de los botones (o del bloqueo de los WhatsApp) esconde más de lo que enseña.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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