Para la autora, las dinámicas identitarias que estamos viendo en la campaña del 14-F en Cataluña tienen consecuencias fatales para la democracia liberal, para la alternancia en el poder y para la defensa del Estado de Derecho
LPO
El laboratorio político del populismo identitario en que se ha convertido Cataluña desde que se inició el procés encierra muchas enseñanzas a las que convendría prestar atención, dado que parece que, los vientos trumpistas que allí soplan arrecian cada vez más fuerte en el resto de España. Sin duda, las señales más inquietantes son las que emanan de los partidos independentistas que tan bien encarnan las políticas de la identidad y el desprecio por la democracia liberal y el Estado de Derecho que, no lo olvidemos, suelen ir de la mano. Efectivamente, dado que lo habitual en una sociedad moderna -o incluso en una premoderna- es que los individuos tengan varias identidades que coexisten entre sí pacíficamente (la nacional, pero también la ideológica, de género, de creencias, de profesión, de hobbies, etc.) imponer una sobre todas las demás suele requerir a los ingenieros sociales de turno usar todas las herramientas disponibles: desde la educación a los medios de comunicación pasando por los incentivos profesionales y económicos. Los que se empeñan en seguir considerando compatibles sus varias identidades se enfrentan con todo tipo de problemas.
Los partidos nacionalistas son maestros en esto: no es posible ser a la vez catalán y español, máxime cuando una identidad se construye por oposición a otra. Los catalanes laboriosos, innovadores, modernos frente a los españoles autoritarios, vagos y antiguos, o los americanos laboriosos, innovadores y patriotas frente a los inmigrantes criminales y carentes de valores. En cualquier caso, de lo que se trata es de transformar votantes normales y corrientes en auténticos fanáticos por miedo y odio a sus vecinos. Lo más triste es que funciona. Una vez que se establece esta dinámica, todo es posible, dado que estos votantes nunca van a exigir la rendición de cuentas propia de una democracia a los líderes de sus respectivos partidos. Por la sencilla razón de que es imposible votar al partido de los enemigos.
La prueba, una vez más, la tenemos delante de los ojos en la campaña electoral catalana, eso sí, para los que quieran mantenerlos abiertos. Nada de lo que ha ocurrido en estos últimos años en Cataluña parece pasarles factura a sus principales responsables. Me refiero sobre todo al proceso acelerado de desinstitucionalización y de deterioro democrático y del Estado de Derecho que se vive desde el año 2012. La mayor parte de las instituciones catalanas son ya cáscaras vacías, de manera que pueden ser sustituidas u obviadas (según los casos) por los líderes de los partidos que han sido los principales responsables de ese proceso. Y sin instituciones que actúen profesionalmente y como contrapesos del poder, ya se trate de las consellerías, del Parlament, del CAC, del Defensor del pueblo, de la Oficina antifraude (elija el lector la que más le guste) lo que nos encontramos es con decisiones partidistas, cambiantes, arbitrarias, incoherentes y, en casos extremos, absurdas. Al no ser relevante tampoco para los votantes la gestión del día a día, los partidos del Gobierno se pueden dedicar a la comunicación y al proselitismo, más allá de la inercia de la prestación de los servicios públicos.
A partir de aquí, todo es posible, solo queda esperar cada día a ver en qué consiste la nueva ocurrencia y esperar a que tenga el menor impacto posible sobre el bienestar y los derechos y libertades de los ciudadanos. Como le ocurría a Donald Trump con los suyos, los votantes independentistas parecen inmunes a este proceso de degradación democrático e institucional. Como a los de Trump. La razón es muy sencilla: estamos hablando de identidad. Y la identidad no se puede cambiar; el que es independentista catalán no puede convertirse de la noche a la mañana en un español de pro, ni siquiera en un español tibio o en un catalanista moderado. Eso sería tanto como negarse a sí mismo. Y los partidos lo saben, de manera que ya no tienen por qué intentar convencer a sus votantes-fans de nada. No hace falta tener un programa electoral digno de tal nombre. Se puede llevar como cabeza de lista a una persona sospechosa de corrupción. Y por supuesto, bienvenidos sean los candidatos xenófobos en las listas. Por la misma razón, se puede salir de la cárcel para proclamar que volverás a cometer los mismos delitos que te han llevado hasta allí. Todo vale por la sencilla razón de que el elector ya no puede cambiar de partido.
Que todos los partidos políticos nacionalistas y desde luego los independentistas saben que esto es así me parece bastante evidente. Otra prueba interesante es el uso exclusivo del catalán en debates en televisiones de ámbito nacional. La razón es que no se trata de debatir nada con nadie, se trata de fidelizar y de movilizar a unos electores que quieren construir un Estado monolingüe, no de discutir acerca de cuestiones como la gestión de la pandemia, la sanidad o la educación. Esto ya se solucionará por arte de magia una vez que se hayan librado del lastre español. ¿Pensamiento mágico? Puede, pero funciona porque los seres humanos somos, esencialmente, animales sociales y la pertenencia a la tribu ha sido siempre (y lo sigue siendo) esencial para nuestra supervivencia. Quizás ahora no tanto la física, pero sí la emocional y la social y, en demasiados casos, también la económica y la profesional.
Lo más preocupante, con todo, es la facilidad con que los partidos políticos no independentistas van normalizando la situación de deterioro democrático y del Estado de Derecho que las políticas iliberales siempre conllevan. Por ejemplo, hemos visto cómo una desconvocatoria electoral sin cobertura normativa suficiente en nuestro ordenamiento jurídico era consensuada por los principales partidos. Pocos han llamado la atención sobre lo inquietante -desde el punto de vista democrático- de dejar en manos de los gobernantes algo tan crucial como una convocatoria electoral con un Parlament ya disuelto (recordemos que la convocatoria electoral fue automática ante la imposibilidad de encontrar en el plazo legal un sustituto para el inhabilitado president Torra), sin una habilitación normativa que lo fundamente y a la vista de unas circunstancias (las epidemiológicas, en este supuesto) a valorar. Quizás han olvidado que una de las funciones esenciales de un Parlamento digno de tal nombre es el control del Poder ejecutivo, quizás por la falta de ejercicio. Recordemos también que los diputados en el Congreso votaron a favor de inhibirse del control de un estado excepcional de alarma durante seis meses.
Para hacernos una idea de lo que estamos hablando, ¿se imaginan lo que hubiera pasado si el presidente Aznar hubiera desconvocado las elecciones tras el 11-M? Para muchos probablemente la concurrencia de una circunstancia tan extraordinaria como un atentado terrorista de esa magnitud (o una pandemia como la que padecemos) puede ser motivo suficiente para cambiar una fecha electoral, pero creo que podemos estar de acuerdo en que dejar así como así estas decisiones en manos de los políticos que compiten en unas elecciones es muy arriesgado. Y tampoco parece demasiado razonable que estas cuestiones las acaben decidiendo los tribunales de Justicia, aunque sea por dejadez de nuestros representantes políticos.
En definitiva, las dinámicas políticas identitarias que estamos viendo en Cataluña tienen consecuencias muy graves desde el punto de vista de algo tan esencial a una democracia liberal como es la rendición de cuentas, la separación de poderes, el respeto al Estado de Derecho y hasta la alternancia en el poder, dado que en casos extremos puede llegar a imposibilitarla. Como hemos dicho, el votante identitario, como lo es el independentista, es mucho más fiel a su partido incluso que el votante ideológico (que, al fin y al cabo, tiene más oferta donde elegir ya sea de izquierdas o de derechas) y, por supuesto, que el votante pragmático que atiende a los resultados de las políticas y a la gestión. Lo preocupante es que, de manera creciente, la cultura política iliberal lo va impregnando todo de forma que los partidos tradicionales son cada vez más sensibles a sus cantos de sirena.
ELISA DE LA NUEZ Vía EL MUNDO
Elisa de la Nuez es abogada del Estado y coeditora de ¿Hay derecho?
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