La nueva casta de descastados parasita el Estado hasta la impudicia de asignar con el nivel 30 de la carrera administrativa a una asesora a la que se emplea como niñera de la hija de Iglesias y Montero
ULISES CULEBRO
En una de sus festejadas películas, Mario Moreno Cantinflas interpreta al ascensorista de una tienda de deportes que, dando tumbos de perro apaleado, acumula fracasos hasta que la providencia acude al rescate. Por una carambola del destino, aquel aparente don nadie terminó en los confortables brazos de la fortuna con su uniforme de jornada mutado en traje del mejor paño y corte. Hasta aparecer su buena estrella en el firmamento, se consolaba con el consejo de su tía carnal: «¡Ojalá la vida te coloque, no donde des, sino donde agarres!». Oído su íntimo anhelo, pudo liberarse del sube y baja del montacargas y encaramarse a un acomodo cimero desde el sótano de su existencia.
Si aquel sueño cinematográfico tenía su gracia merced a la capacidad de hacer reír del mejor cómico del siglo XX, según Chaplin, no goza de ella el que con sólo un año en el Gobierno merced a Pedro Sánchez, quienes vociferaban su indignación contra la «casta política» se hayan valido de ella para implantar una nueva progenie dinástica de ésta que, a los vicios de sus denigrados predecesores, suma su pretensión de dotarse de impunidad judicial. Desde sus momios gubernamentales, la franquicia española del régimen chavista de Venezuela se arroga una suerte de derecho de conquista. Como si la legitimación democrática fuera un cheque en blanco que les eximiera del cumplimiento de la ley y de observar el interés general. Tamaña estafa evoca la decepción con los suyos del recto sindicalista Nicolás Redondo Urbieta -tantos años al mando de UGT y refundador del PSOE moderno- al acogerse a la jubilación como ex trabajador de La Naval de Sestao: «Nunca tantos en tan poco tiempo arruinaron tantas ilusiones».
Desentendiéndose del ejercicio de la política como una tarea pública y pervirtiendo ésta en una fuente de rentas y de beneficios, la nueva casta de descastados parasita el Estado y coloniza sus instituciones hasta la impudicia de asignar con el nivel 30 de la carrera administrativa -reservado para el alto funcionariado- a una asesora -sin titulación y retribuida con más de 50.000 euros endosados al contribuyente- a la que se emplea como niñera de la hija pequeña del vicepresidente Iglesias y de la ministra de Igualdad, Irene Montero. Así figura en el informe remitido por la ex letrada de Podemos, Mónica Carmona, al juez instructor de la supuesta financiación ilegal de la congregación podemita a través de la consultora mexicana Neurona, a modo de tapadera de los enjuagues por elucidar.
Tras usar a una escolta para labores domésticas, por lo que fue denunciado el matrimonio y hubieron de indemnizarla, no parece insólito el caso de la niñera nivel 30 María Teresa Arévalo, secretaria de Cuidados (¡y tanto!) de Podemos y ex alumna sin licenciar de Iglesias. De no suspenderse por el Covid el afamado carnaval de Miguelturra, su pueblo, ésta hubiera merecido ser escogida reina del mismo, al no haber mejor máscara churriega este año. Como no es botón único, cabe argüir aquello de «¡cuántas déstas deben hacer esos burladores entre la inocente gente!», que dijo Lázaro de Tormes, un pillo con peor sino. De hecho, buscando escapar de amos ruines, el pícaro topó con un hidalgo al que, en el colmo de la calamidad, hubo de alimentar mendigando mendrugos por caridad.
Luego de erigirse en paladines de la nueva política, estos desaprensivos contemporáneos multiplican los excesos de la vieja política haciendo suyo el aforismo de los catecismos barrocos: «la caridad bien entendida empieza por uno mismo, y generalmente acaba ahí». Viendo la felicidad dichosa del matrimonio Iglesias-Montero desde su confortable dacha de Galapagar, sin echar de menos la casa de Vallecas que les hacía sentir el pálpito de la calle frente a los que se refugiaban en mansiones del extrarradio, protegida por guardias como aquellos a los que jaleaban que se les patease en las protestas que hogaño repudian en las inmediaciones de su casoplón, hay que convenir lo que comentó Ennio Flaiano, guionista de Fellini en La Strada o La Dolce Vita. Opinaba que, en el centro de la bandera tricolor italiana -en su caso, la republicana-, debería figurar la leyenda: «¡Tengo Familia!». Ese Tengo familia sintetizaba la prioridad que sus compatriotas atribuían a su casta -allí anidó el concepto agitado por Iglesias- por sus desvíos de dinero público hacia su parentela.
A este respecto, repasar la atiborrada lista de estampillados de Pudimos -«el chocolate del loro», alegarán- desataría un movimiento sísmico. Resultaría, empero, una saludable medida cívica que permitiría, además, esclarecer cómo se va en salvas la pólvora del presupuesto público en este tiempo de emergencia sanitaria y de catástrofe económica en manos de quienes rubrican su negligente incompetencia a mansalva. Es lo que acaece cuando los partidos se constituyen en un objetivo en sí mismos para lo cual reclutan a fieles serviles que no disponen de mayor rol que el que les otorga el clan, cuyo líder puede abrir un hoyo bajo los pies de los ingratos y hacerlos desaparecer de la escena. En la riña que lo decapitó, un encolerizado Iglesias se lo ejemplificó a Errejón de un modo unívoco: «Necesito al lado a alguien que, cuando yo digo ¡cal viva! eche dos paladas más, no que me rectifique con los gestos». Ergo, el cese no proviene de la ineficacia, salvo que se busque un chivo expiatorio, siendo su gestión secundaria con relación a las obligaciones partidarias en una muestra de privatización de la función. Cuando hablan de nacionalizar, lo que procuran su provecho sin importarle el colapso de servicios básicos fiados a una inoperante y clientelar burocracia partidista.
En esta reedición de la España tumefacta por la oligarquía y el caciquismo, cobra vigencia la reflexión de Santiago Ramón y Cajal a raíz de prestar labor en un hospital cubano y verificar el nulo aprecio por lo público de aquella guarnición española. Desde el jefe del destacamento hasta practicantes y cocineros estafaban al Estado. Al constatar cómo se afanaban en el saqueo -«pura entelequia» al que «estafarle equivale a no estafar a nadie»-, el Premio Nobel colige: «¡Singular paradoja, creer que no se roba a nadie cuando se roba a todos!».
Como eco del desaguisado noventayochista, al cabo de un siglo largo, una ministra como Carmen Calvo refrendaba que «el dinero público no es de nadie» y sigue apreciándolo así como vicepresidenta endilgando 50 millones al escindido Errejón para analizar el impacto de la semana laboral de cuatro días en lo que no es más que una burda compra del voto del hoy diputado de Más País para solaz parlamentario de Sánchez. Con su sempiterna cara de niño llorón reclamando el biberón, Errejón es el eterno becado.
Con la connivencia del profesor de la Universidad de Málaga y militante de Podemos, Alberto Montero, ya disfrutó de 1.800 euros mensuales de la Junta de Andalucía, cuando Izquierda Unida oficiaba la cartera de Vivienda, para un estudio que no efectuó, pero si amasó, al dirigir la campaña europea de 2014. La reincidencia de Errejón rememora la letrilla que el gran periodista Márquez Reviriego le sacó en Cambio 16 al consejero socialista andaluz José Aureliano Recio al que los hijos le nacían con el cordón umbilical pegado a un décimo millonario de lotería: «La potra de Recio/ no tiene precio;/que el consejero,/cada vez que la mete,/saca dinero». Errejón no parece tener peor dicha.
Si los «descamisados» del PSOE debieron alcanzar al poder para disponer de su beautiful people, aquella gente guapa a la que se le ligaba con González y que tantos quebraderos le produjo, o los favorecidos con la corrupción del PP, el nacionalismo vasco o por la metástasis soberanista catalana, Pudimos ya dispone de su linaje acaudillado por Iglesias. Cuando transcendieron los nada edificantes episodios de corrupción socialista, el gran juglar andaluz Carlos Cano apuntaría: «No me sorprende lo granujas que son sino lo rápido que aprendido».
Podemos, en cambio, ya arribó aprendido y, sin llegar, ya pringaba su cédula dirigente. Estos tunos de coleta, más que finiquitar la corrupción, ambicionan posesionarse del negocio como Chávez y Maduro. Siendo astilla de tal palo, Pudimos exhibe una precocidad y acelero que malicia lo peor en quienes están hechos a vivir del Presupuesto, ya sea español, venezolano o iraní, desde la casa cuna de la Facultad de Políticas de la Complutense. La corrupción, aunque se ponga coleta, es corrupción, como la mona no deja de serlo por vestirse de seda (o con chalecos pijos).
A cada escándalo que les concierne, los lanceros bengalíes de Pudimos, armados con la picadora de carne de un libelo a cuenta del contribuyente y con el que Iglesias se asegura que su ex asesora Dina Boulsselhalm, la de la tarjeta telefónica robada, no se revuelve contra su Pigmalión, desbarran para preservar la impunidad de la diarquía que rige la sociedad matrimonial en que ha devenido la organización neocomunista. Con razón, el insigne administrativista Alejandro Nieto avizoró que toda casta -descamisada, enchaquetada o con levita- blande mendazmente defender grandes valores para invocar que quien «¡discute su privilegio erosiona la democracia!».
Ese estado de cosas se ve abonado porque las cosas no se juzgan por criterio racional, sino de identificación con la tribu de adscripción. Con este sesgo, los Tartufos de la política, con la hipocresía del personaje de Molière, se creen merecedores de cuidados de reyes de la situación y se disponen un tren de vida que movería la envidia al cantinflesco ascensorista que suspiraba por ubicarse allí donde se agarrara. Bien aposentada en el halda de Sánchez, la diarquía de Pudimos obra la máxima cervantina de que «bien predica quien bien vive».
Entretanto, mientras prometen un Estado pródigo -un Estado niñera para todos-, arruinan y tercermundizan España dividiendo y polarizando a sus habitantes entre el pueblo y el antipueblo para hacer irreversible la marcha atrás en un proceso emprendido en Cataluña una noche de verano en una cena entre Junqueras, Iglesias y el empresario de derechos televisivos Roures, y que carcome la política nacional. Por eso, en la decreciente España de las crecientes colas del hambre, más que atender la emergencia, persiguen la dependencia y la subordinación. El principio de que quien no trabaja no come se reemplaza por el de que quien no obedece no come o, en palabras del gerifalte chavista Diosdado Cabello en la última farsa electoral del presidente pueblo Maduro, «quien no vota [no hace falta aclarar a quien y a qué] no come».
Cuando incluso la caótica Italia toca a rebato y requiere a los mejores para, como ha dicho el ex primer ministro Matteo Renzi, preservar el porvenir de hijos y nietos, aquí se avanza firme al precipicio. De modo estupefaciente, Sánchez toca la lira en la nube de sus delirios y sus socios, en vez de coadyuvar a la salud y economía ciudadanas, tratan de alterar la biología y la naturaleza con la nueva Ley Trans. Una política manicomial de autodeterminar los sexos en la senda populista del peronismo argentino hasta provocar que la gente no sepa lo que es ni donde tiene la cabeza.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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