Hay algo que sí sabemos: ningún triunfo sostenible se produce sin esfuerzo, constancia y optimismo. La alternativa es el fatalismo religioso o el reinado del nepotismo
Estudiantes en un aula universitaria.
No he leído el libro de Michael Sandel La tiranía de la meritocracia. Estoy absolutamente segura de que muchos de los que citan sus conclusiones tampoco lo han hecho. Así pues, no hablaré de Sandel sino de las ideas que transmiten los que lo citan como si lo hubieran leído, pensado y entendido.
Creo en el mérito y seguiría creyendo en su valor aunque me demostrasen que carece de él. Puede no existir pero los efectos de creer en él sí. Por eso la discusión sobre su existencia me parece un pasatiempo que cedo gustosa a quien saque algún provecho, material o espiritual, de ello.
Hace ocho años, cuando me atreví a meterme en el follón de lograr la gratuidad y reutilización de los libros de texto escolares, devoré todo tipo de publicaciones relativas a educación. Desde resúmenes sindicales, leyes orgánicas o índices de pobreza hasta ensayos sobre experimentos educativos. Por aquel entonces leí Cómo triunfan los niños de Paul Tough y estos días, incrédula, he vuelto a él. Las reacciones de los que parecen descubrir -¡a estas alturas de la vida!- que las condiciones de partida ni son iguales ni inocuas para el desarrollo vital de las personas me dejan estupefacta. Parece que, de nuevo, descubriremos el Mediterráneo.
Más allá de las condiciones económicas
Hace años que se probó y midió algo que sabe por experiencia propia cualquiera que no haya nacido rico. Podríamos pensar que estamos hablando solo de condiciones económicas -los ricos heredan dinero, pero también más cultura y formación- pero el asunto va más allá de la disponibilidad de libros en el hogar, de tener padres que te lean cuentos al ir a dormir o te enseñen 3.000 palabras antes de llegar a primaria. Mucho más allá de que tu familia pueda pagar estudios en el extranjero o en centros educativos donde tus compañeros tienen el mismo nivel educativo privilegiado de partida.
La diferencia es más sutil y profunda. No es la pobreza, sino el estrés y todo lo que la acompaña lo que puede dejar una huella difícil de borrar en la vida de una persona: afecta al desempeño intelectual, a las funciones ejecutivas y, en definitiva, a las posibilidades de tener una vida feliz y con significado.
Podemos y debemos atacar las causas materiales que generan esas desigualdades. Lo que no podemos ni debemos hacer, bajo ningún concepto, es minar la confianza en la herramienta más potente que tienen para superarlas. Es cruel y es irresponsable hacerlo en el país que lidera las tasas de abandono escolar de la Unión Europea desde que hay estadísticas. En el último barómetro de Eurostat, España ocupa el primer puesto para ambos sexos, con una tasa de 17.3%, cuando la media de la UE-27 está en 10.2%. De estos pésimos datos podemos sacar algo de información que ayude a enfocar nuestros esfuerzos: los hombres tienen una tasa del 21.4% -la media de la UE-27 está en el 11.9%- y las mujeres del 13% -la media de la UE-27 está 8.4%-. Hay una brecha, otra, y es peligrosamente grande, significa que aunque las mujeres van mejorando, los hombres se descuelgan.
La fuerza del carácter
Junto a los estudios que prueban que el estrés debido a las dificultades familiares y económicas compromete las funciones ejecutivas, encontramos los que demuestran que la fortaleza del carácter ayuda a nivelar el campo de juego. El carácter no es una característica completamente innata, pero tampoco se elige: se educa. Se forma en casa, en el colegio, en el equipo deportivo, en la comunidad religiosa a la que se pertenezca o en la asociación municipal.
Son rasgos como “la meticulosidad, el coraje, la flexibilidad, la perseverancia y el optimismo”, en palabras de Tough, los que deberíamos trabajar. Esa es la ventaja que podemos dar a todos los niños a los que no hemos sido capaces de ayudar en sus hogares.
Si despreciamos el mérito como camino para aspirar a una sociedad mejor, estamos diciendo a todos aquellos que no nacieron ricos o en familias estructuradas y amorosas que no hay solución para ellos. Ya nada cambiará las condiciones de partida sobre las que no pudieron decidir.
Una sociedad que identifica esfuerzo y éxito es tan estúpida como la que niega la relación.
Vivimos en un mundo globalizado y el mercado de las ideas también lo es, pero los problemas no son exportables sin más. Nuestra brecha de abandono escolar, por ejemplo, no lo es. Rumanía y Bulgaria tienen la brecha contraria. Sus soluciones deberían ir más orientadas a evitar el descuelgue educativo femenino. Sin embargo parece que el problema de meritocracia averiada que afecta a las universidades de élite norteamericanas y plantea Sandel, puede trasladarse a España sin más.
Es famosa la historia del matemático y meteorólogo Edward Norton Lorenz. Se le conoce entre otras cosas por desarrollar la teoría del caos: una mariposa bate alas en Brasil y provoca un tornado en Texas. El modelo matemático creado para predecir el tiempo atmosférico a dos meses vista era radicalmente distinto cuando variaba algún decimal en los parámetros introducidos. Cuenta el propio Lorenz que esos decimales cambiaron su forma de ver la vida y los límites del ser humano para ejercer algún control sobre los sucesos; para vivir con certezas.
Construir una sociedad
No podemos garantizar que el coraje, la perseverancia y el optimismo nos proporcionen éxito en la vida. La existencia humana, como el tiempo atmosférico, depende de innumerables factores que se modifican unos a otros y no podemos controlar. Pero hay algo que sí sabemos: ningún triunfo sostenible se produce sin esfuerzo, constancia y optimismo. La alternativa es el fatalismo religioso o el reinado del nepotismo.
No hay nada más real que creer y trabajar para lograr el éxito merecido. Desear que ese tipo de personas ocupen posiciones desde las que puedan ayudar a construir una sociedad más justa no es populismo, es ilustración y amor a nuestros semejantes.
ELENA ALFARO Vía VOZ PÓPULI
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