Estudiantes con mascarilla en un examen de selectividad.
Las bicicletas son para el verano. En la obra del gran Fernando Fernán-Gómez, la familia formada por don Luis, su esposa Dolores y sus hijos Manolita y Luisito comparte el día a día de la guerra civil en su piso de Madrid con la criada, los vecinos y el estraperlo. Luisito, que ha suspendido Física, lleva tiempo pidiendo a su padre una bicicleta, regalo que la guerra obliga a postergar. En el Acto IX, y con Madrid rodeado por los sublevados y el Gobierno republicano huido a Valencia, a casa de don Luis llega el primo Anselmo, ferviente miliciano, ataviado con los colores de la CNT. Trae buenas noticias. Doña Dolores le pregunta cuándo cree que acabará “esto”, y el aludido responde eufórico que “en seguida. ¿No ves cómo les hemos sacudido en la Universitaria, en la Casa de Campo, en todo el frente. Hemos ganado la batalla. Les hemos parado. ¿Lo habéis visto? ¡No han pasado! Y la repercusión internacional que ha tenido, porque los fascistas lo han jugado todo a tomar Madrid. Y no lo han tomado. Además, Francia va a abrir la frontera y entonces entrarán armas, víveres, lo que sea. Cuestión de días, ya os digo (…) Y todo va a ser distinto y mucho mejor que antes. Vendrá la paz, pero una paz cojonuda y para mucho tiempo. Se terminó lo de explotadores y explotados (…) A disfrutar de la riqueza. Que trabajen las máquinas. La jornada de trabajo, cada vez más corta; y la gente, al campo, al cine o a donde sea, a divertirse con los críos o con las gachís. Pero sin hostias de matrimonio, ni de familia, ni documentos, ni juez, ni cura… Amor libre, señor, libertad en todo: en el trabajo, en el amor, en vivir donde te salga de los cojones…” Anselmo, exultante a la hora de describir la Arcadia feliz que prepara el Frente Popular, se para en seco un momento y dirigiéndose a Luisito le conmina:
-Pero tú estudia, eh? Estudia la Física esa y no hagas rabiar a tu madre.
No te fíes, Luisito, y estudia. Como Anselmo el anarquista, la izquierda lleva décadas prometiendo a los Luisitos hispanos un mundo feliz, una vida plagada de derechos y ayuna de obligaciones, donde el Estado benefactor se encargará de llevarles de la mano por la vida desde la cuna a la tumba, rodeados de privilegios que ese Estado del Bienestar con recursos inagotables se encargará de garantizar. Una “paz cojonuda” y que trabajen las máquinas. A estas alturas del siglo XXI, cuando buena parte de nuestros jóvenes se han caído del caballo de tamaña engañifa, esa misma izquierda (con la derecha consentidora) que ha arruinado la educación de los jóvenes con la promesa del aprobado general y el título universitario para todos, esa izquierda que ha podrido sus conciencias de hombres libres dueños de su destino, esa misma izquierda, digo, pretende endosar las culpas del fracaso del modelo a la generación que ahora se está yendo, la generación heroica que nació en la posguerra y que ha sido la gran responsable del milagro económico español.
Una joven escritora, invitada días atrás a participar en un acto convocado por Moncloa a mayor gloria de Su Sanchidad, ha conseguido remover la ciénaga patria con la afirmación de que sus padres vivieron mejor que ella. “Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad”. Por lo que parece, sus progenitores nacieron a finales de los sesenta/primeros de los setenta, una época donde una notable clase media disfrutaba ya de las ventajas del desarrollismo franquista. Peor sin duda lo pasaron sus abuelos, aquel Luisito que en plena Guerra Civil reclamaba una bicicleta para el verano y que tuvo que enfrentarse a una posguerra de ruina y miseria. Él y quienes nacieron una vez acabada la contienda. “A mi casa nunca vinieron los Reyes Magos, de modo que si quería un juguete tenía que hacérmelo yo. Nunca faltó comida y eso suponía una bendición en una España rural donde, antes de la primera ola migratoria de los sesenta, se pasaba verdadera hambre a partir de enero. Mi padre trabajaba en el campo de sol a sol y mi madre le acompañaba en el esfuerzo criando hijos, preparando comidas, remendando calcetines y yendo a lavar la ropa al río con un banco de madera con el que, en pleno invierno, primero tenía que romper el hielo. No había festejos, ni agasajos, ni regalos. Cada uno cumplía su parte en ese implícito “contrato social” de la austeridad a rajatabla. No había engaños. Todo el mundo sabía que la vida era dura y que había que abrirse camino a dentelladas. Con el bíblico sudor de la frente. No había premios, pero había esperanza. La confianza en una serie de valores universales inculcados desde que a uno le salían los dientes. El trabajo bien hecho, el esfuerzo continuado, el valor de la palabra dada. Y la alegría, sí, la alegría de vivir con lo puesto. La belleza limpia en una infancia muy feliz, sin consolas, sin ropa cara, sin zapatillas de marca, una alegría que ya de jóvenes, cuando tocaba levantar el vuelo, te hacia llorar al abandonar la casa de tus padres para ir a buscarte la vida en la gran ciudad. La añoranza de un tiempo perdido que no volverá”.
“Noche oscura en Barcelona. Primeros de septiembre. Un joven tan resuelto como lleno de miedo llega a la estación de Francia dispuesto a tomar un tren camino del país vecino. Lleva por todo equipaje una pequeña mochila con cuatro prendas de ropa. Con el alma en vilo, consigue colarse en un departamento donde viaja un matrimonio andaluz con un hijo de edad similar al recién llegado. A media mañana, el tren se detiene en Narbona donde casi queda vacío. Es un convoy de vendimiadores españoles que, como esclavos en los andenes de la versión europea de la africana isla de Goree, Senegal, esperan ser contratados por viticultores franceses en época de vendimia. Recuerdo circular sentado en un remolque, viaje al final de la noche, junto a la familia andaluza que me había adoptado como a un hijo más. Con ellos dormía en un almacén destartalado sobre un jergón de hojas de maíz. Trabajo duro, de sol a sol, extenuante, durante varias semanas. Y la alegría del esfuerzo recompensado de volver a Barcelona con un buen puñado de francos en el bolsillo que me permitió vivir y seguir mis estudios en la universidad sin pedir prestado a mi padre durante medio curso”.
No había otra que el esfuerzo. No había más salida que el trabajo. Esta es la generación que ha hecho grande a España. La que ha convertido aquel país que se comía los mocos (“Tino, como gato que hoy es San Martín”, frase con la que un vecino de mis padres animaba a su hijo cada 11 de noviembre, fiesta mayor del pueblo) en una de las economías más pujantes del planeta, con una de las mayores esperanzas de vida, con sanidad universal y educación garantizada para todos, con infraestructuras de primer nivel, con práctica erradicación de la pobreza extrema, con millones de familias dueñas de su destino, su piso, su coche, y sus vacaciones de verano. “Porque a mi edad”, dice la joven escritora ante el asombrado auditorio de Moncloa, “mis padres tenían, claro, una hipoteca, también tenían un coche e incluso tenían una Thermomix que mi madre compró con lo que ahorró dejando de fumar, pero sobre todo tenían la certeza de que podrían mantener sus trabajos, a sus hijos y pagar la hipoteca”. Tenían, sobre todo, la ilusión de luchar por un futuro mejor para su descendencia, idea edificada sobre la piedra labrada de unos valores compartidos que los jóvenes de hoy, no sé si la escritora de marras, rechazan, porque en la vida muelle de la que han disfrutado son una antigualla de la que no puede derivarse ningún beneficio inmediato.
La generación que hizo grande a España, la que mayor y más gravoso peaje ha pagado por la incompetencia de este Gobierno en la lucha contra la covid, una generación que se está yendo en silencio, naturalmente reclama el pago de sus pensiones porque se lo han ganado a pulso, faltaría más, han pagado con creces lo que ahora reciben y, lógicamente, no quieren renunciar a ellas. Y hay un movimiento de opinión que empieza a cuestionar ese pago debido a los mayores “porque son recursos que se están hurtando a las jóvenes generaciones”. Generaciones de jóvenes alienados que reclaman que el Estado les proporcione un empleo, les facilite casa y coche, les pague sus vacaciones y hasta les encuentre un amante. “El problema consiste en que hemos abandonado a los jóvenes”, escribía hace un par de semanas en El País uno de sus mejores periodistas. Falso. Al margen de lo inaceptable de las culpas colectivas (“¿Son igual de responsables los que defendían relajar los estándares de exigencia universitaria que los que hubieran querido mantenerlos o incluso elevarlos?”, se preguntaba aquí Benito Arruñada hace escasas fechas) no es que les “hayamos” abandonado, es que les “hemos” maleducado.
Jóvenes crecidos en la socialdemocracia rampante –de derechas o de izquierdas- que gobierna Europa desde la II Guerra Mundial. “Hemos criado a una juventud en la abundancia que piensa que solo tienen derechos y ninguna obligación, alimentada por la expectativa de que se puede vivir sin esforzarse mucho o directamente sin dar palo al agua, y cuando esas expectativas se frustran, porque la realidad no admite réplica, se genera en ellos el resentimiento del que se siente engañado”. No les “hemos” engañado, más bien “hemos” criado pequeños monstruos hedonistas, proclives al aprobado general, reñidos con la cultura del esfuerzo y convencidos de que la sociedad les debe un empleo fijo al salir de la Universidad. Es el becario que en su primer día de prácticas pregunta por sus vacaciones. Les “hemos” hablado de un mundo que ya no existe, un mercado laboral que ha dejado de existir y un futuro que, en lugar de la Arcadia feliz que prometía el anarquista Anselmo, se presenta brutalmente competitivo, un perro mundo que reclama un colmillo afilado del que los jóvenes de la generación de la opulencia carecen. El Luisito que creció sin bicicleta hizo grande a este país, crio hijos que disfrutaron de “la repentina riqueza de los pobres de Kombach”, y después, como abuelo, constató la llegada de unos nietos perfectamente inadaptados, convencidos de haber nacido en el país de la abundancia, donde todo les seria dado como por arte de magia.
Una generación víctima de unas leyes educativas (todas salidas de la factoría PSOE) que le condenan al empleo precario. Una de las peores educaciones secundarias de Europa. La elección de titulaciones entre el estudiantado español sigue las pautas medias del resto de países de la UE, con la mayoría inclinándose por las ciencias sociales y jurídicas, pero el problema de España es la baja calidad de una enseñanza que camina del brazo del bajo nivel de exigencia. Dramático. “El nivel de desempleo comparativamente mayor que el de sus homólogos del área del euro podría obedecer, entre otros factores, a una menor calidad de la educación superior”, asegura un informe del Banco de España (“La situación laboral de los licenciados universitarios en España: comparación con el área del euro”), que sostiene que la tasa de paro de los universitarios españoles con edades comprendidas entre los 30 y los 34 años dobló en 2018 la de sus colegas europeos. En términos comparativos, este es el país con mayor número de titulados y con peor calidad. La ausencia de un capital humano bien formado en aquellas especialidades que reclaman las empresas se traduce en un sector privado incapaz de absorber esa masa de titulados con ofertas de empleo adecuadas. Es un problema que ha creado la izquierda (después de haber menospreciado la formación profesional) y su obsesión por “democratizar” la enseñanza, por hacer accesible la educación secundaria a todo el mundo sobre la base de devaluarla, casi de regalar los títulos. Leído ayer mismo en el Diario de León: “Un total de 1.813 estudiantes de los 2.005 matriculados en León y Ponferrada superaron las pruebas de Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (Ebau) correspondientes a la convocatoria de junio de 2021, lo que equivale al 98,11% de los presentados (frente al 93,72% del año 2020), y con notas de hasta 13,793 puntos”. Una universidad que se regala.
La consecuencia es que el ascensor social ha dejado de funcionar: todo el mundo tiene un título, pero ninguno, o casi, vale un pimiento, una realidad cuyas secuelas sufren las familias con menos renta, gente que no tiene acceso a los colegios privados y cuyos hijos están obligados a estudiar en universidades públicas. El chico talentoso de familia humilde que en el franquismo era capaz de estudiar con beca toda la carrera y romper con su solo esfuerzo las barreras sociales escapando del lugar en la jerarquía al que parecía condenado, ha pasado a mejor vida. Hoy manda el dinero de las familias con recursos, de modo que, efectivamente, hay un porcentaje de jóvenes que son los mejor preparados de la historia porque sus padres, en general familias estructuradas en torno a una serie de valores “tradicionales”, se han gastado buena parte de sus ahorros enviando a sus hijos a los mejores colegios para darles la mejor educación posible, y un porcentaje muy alto de titulados en universidades públicas, con estudios de baja calidad que no reclama el mercado, y que solo son empleables a salarios muy bajos, razón que explica que las disparidades de renta no dejen de crecer.
Una universidad en estado de coma. “El futuro de la Universidad está en manos de pedagogos y burócratas; como yo no pertenezco a ninguno de esos dos clanes, me voy de ella”, escribía esta semana Miguel Ángel Quintana Paz. Ahora ha llegado la ministra del ramo, Isabel Celaá, para darle la puntilla a la educación en general y a la enseñanza secundaria en particular. Según el nuevo real decreto con los criterios de promoción y titulación para 2021/22, los alumnos podrán pasar de curso en Primaria y Secundaria sin límite de suspensos. La Ley Celaá también permitirá presentarse a la Selectividad sin haber aprobado todas las asignaturas. Los exámenes dejarán de tener importancia, porque, según esta siniestra señora, la evaluación de los alumnos en España “suele penalizar los errores”. Igualmente se evitará a toda costa que el alumno repita curso, decisión que quedará en manos del cuerpo docente de forma colegiada, es decir, de esos profesores amenazados por los padres cuando suspenden a sus hijos. La doña está dispuesta a llenar la universidad de gente incapaz de poner una tilde escribiendo en castellano o cometiendo todo tipo de faltas de ortografía. Un caso extremo de enaltecimiento de la ignorancia. “Para renunciar a suspender hay que renunciar a enseñar. La Ley Celaá, cuna de ignorantes y fábrica de necios, renuncia a la cultura en general y al esfuerzo en particular, a que los profesores enseñen y los alumnos aprendan. Todos, como la cabaña asnal de Sánchez, lograrán el título de doctores cum fraude” escribía esta semana Federico J. Losantos.
Que nadie dude de que la señora Celaá y la cúpula socialista seguirán llevando a sus hijos, como han hecho siempre, a los mejores colegios privados, lejos de una enseñanza pública estabulada y conscientemente devaluada que condena a los jóvenes a la precariedad y al paro. Se trata de seguir engañándoles con el collar de abalorios del cambio climático, la ideología de género, el feminismo rampante y otros adminículos de similar porte que componen la realidad virtual que el socialismo pretende implantar en este país. La realidad evanescente de esa “paz cojonuda”, que diría Anselmo el anarquista, que quiere regalarnos el truhán (“chocarrero burlón, hombre sin vergüença, sin honra y sin respeto”, Sebastián de Cobarruvias) que nos gobierna, la píldora de la España federal y sus 17 estaditos que pretende hacernos tragar con la ayuda de los grandes grupos de comunicación y el aplauso entusiasta de Botines, Palletes y Galanes, dispuestos todos a reírle las gracias y pasar la gorra, una realidad virtual que ciertamente desaparecería del mapa en cuanto el BCE dejara de comprar deuda española.
La situación de la juventud (“nos dedicamos a sobrevivir” titulada el diario gubernamental hace un par de domingos) afecta al crecimiento y la creación de riqueza, porque sin ese capital humano de calidad salido de la universidad el crecimiento de la economía se ralentiza para concretarse en un PIB incapaz de seguir la senda de los países más ricos. “Llevamos décadas estafando a una parte de la sociedad. Con alevosía, hasta ahora”, remataba el periodista arriba mencionado del mismo diario, “y no nos extrañemos el día que los estafados decidan defenderse”. Sería genial, sin embargo, que decidieran defenderse trabajando duro para labrarse un futuro por sí mismos, lejos del paraguas del Estado leviatán dispuesto a disolver la responsabilidad individual en la masa de los resignados al subsidio colectivo. “La raíz de la historia es el ser humano que trabaja, que crea, que modifica y supera las circunstancias dadas. Si llega a captarse a sí y si llega a fundamentar lo suyo, sin enajenación ni alienación, en una democracia real, surgirá en el mundo algo que ha brillado ante los ojos de todos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía: patria”, escribe Ernst Bloch en el párrafo final de su obra más notable, “El principio esperanza”.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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