“El miedo a la muerte, en el cobarde, proviene en buena
medida de su incapacidad de amar nada más que su propio cuerpo. Y es esa
incapacidad de participar en las vidas de los otros lo que se interpone en el
desarrollo de sus recursos interiores para superar el terror a la muerte.”
¿Qué empuja a algunos hombres a realizar actos de valor
de una generosidad extraordinaria, mientras que otros son incapaces de mover un
dedo para defender al hombre que tienen a su lado?
La cita es de J. Glenn Gary (1913-1977), filósofo
y escritor, autor entre otros libros de The Warriors: Reflections on Men in
Battle, ensayo en el que recopila sus experiencias y reflexiones a lo largo
de cuatro años en el frente durante la II Guerra Mundial. The Warriors es
básicamente un compendio de memorias filosóficas en el que Glenn analiza la
naturaleza humana, intentando dirimir qué es lo que empuja a algunos hombres a
realizar actos de valor de una generosidad extraordinaria, mientras que otros,
paralizados por el miedo, son incapaces de mover un dedo para defender al hombre
que tienen a su lado.
J. Glenn Gary, pese a ser un pacifista convencido, quedó
hipnotizado por el poderoso influjo del caos de la guerra, donde, en palabras
del corresponsal Jack Belden, “los millares de acciones entrelazadas
arrojan millones de pequeñas fricciones, accidentes y azares de los que emana
una niebla de incertidumbre que lo abarca todo”. En palabras de los
combatientes veteranos, toda operación militar discurre invariablemente por
tres fases consecutivas: el plan, el contra-plan y el caos. Y es que, cuando la
niebla de la guerra se cierne sobre uno, en efecto, todo absolutamente todo,
hasta la propia existencia, se vuelve incierto. La muerte te puede alcanzar en
cualquier momento, en cualquier lugar y de la manera más absurda e inesperada. Esta
incertidumbre, y el pensamiento angustioso y recurrente que anticipa una y otra
vez lo peor, el “ahora estoy vivo, ahora ya no”, contribuye a crear un poderoso
vínculo entre combatientes de un mismo grupo.
Abundando en esta idea, Sebastian Junger, periodista
que convivió durante un año con los soldados de una compañía desplegada en el
infierno de Kunar, llegó a la conclusión de que la disposición a arriesgar la
vida para salvar al compañero, al camarada, es una forma de amor que ni
siquiera las religiones son capaces de inspirar, y que “quien vive esta
experiencia se transforma en una persona diferente”.
El valor es amor. Un vínculo fraternal que surge
entre quienes se enfrentan hombro con hombro a una abrumadora incertidumbre
Con el tiempo, los sociólogos, los psicólogos y, en
general, todos aquellos expertos que llevan décadas estudiando y analizando los
factores que estimulan la valentía en el combate, han llegado a la misma
conclusión expresada de manera intuitiva por Junger: que el valor es amor.
Un vínculo fraternal que surge entre quienes se enfrentan hombro con hombro a
una abrumadora incertidumbre. Cuanto más intensa es la angustia, más se
fortalece el vínculo, y mayor es el desprendimiento y la generosidad entre
ellos. Como contrapartida, los grupos que cooperan y actúan valerosamente
tienen mayores opciones de supervivencia. Por lo tanto, los miembros de una
sección o una compañía bien cohesionada se entregarán sin reservas, pero no lo
harán para defender elevados ideales ni fines políticos, sino para protegerse
mutuamente.
El tamaño y el valor de la “tribu”
Este vínculo fraternal entre combatientes tiene, sin
embargo, un condicionante numérico. En la década de los noventa, el antropólogo
Robin Dunbar desarrolló la teoría de que el
número máximo de primates que podían convivir en armonía dentro de un mismo
grupo estaba determinado por el tamaño de su neocórtex. Y que cuanto mayor era
el neocórtex, más amplio era el grupo. Dunbar extrapoló la teoría al ser humano
y estableció en 147,8 el número máximo de individuos con los que una persona
podía mantener una relación personal y cotidiana. Esta cifra se redondeó a 150
y se conoce como Numero de Dunbar.
Hay abundantes ejemplos a lo largo de la historia de
agrupaciones humanas que se aproximan al Número de Dunbar. Por ejemplo, los
grupos nómadas de cazadores-recolectores y los tamaños de las tribus y villas
de la era neolítica giraban invariablemente en torno a los 150 miembros.
También se aproximan mucho a ese número las unidades militares básicas, desde
el manípulo de la antigua Roma (130), hasta la compañía de los
ejércitos de la era moderna (150).
Como ya digo, hay muchos ejemplos en los que el número
calculado por Dunbar está más o menos presente. Pero lo relevante de la teoría
del número “mágico” es que en estructuras sociales mucho más amplias y
complejas los lazos entre individuos se diluyen, y los objetivos comunes se
relativizan y se vuelven meramente teóricos. De hecho, en las ciudades y los
estados, las sociedades tienden a “desestructurarse” cuando en una escala menor
no existen entornos cohesionados y, por así llamarlos, “tribales”, en los que
los individuos compartan y transmitan los valores y las conductas correctas.
El Estado, como ente impersonal y meramente
administrativo que es, no puede proporcionar por sí mismo ni las convenciones
generales ni las convicciones personales que el ser humano necesita
Burócratas y cultivos de bacterias
Otra circunstancia que refuerza la relevancia del grupo o
la tribu como unidad de cohesión social es la paradoja del valor suicida.
Resulta que el valiente, al asumir mayores riesgos, tiene más probabilidades de
morir. Siguiendo las leyes de la selección natural, lo lógico es deducir que a
medio plazo los valientes perderán la competición genética en beneficio de los
que no lo son, por lo que el “gen del valor” debería extinguirse. Sin embargo,
no sucede así. La razón está en que la valentía no es exclusivamente genética,
sino que está relacionada con la educación dentro del grupo. Las historias de
actos heroicos dentro del grupo se transmiten de forma verbal como actos
ejemplares y valiosos, mientras que la cobardía es secularmente rechazada. Lo
cual es un poderoso incentivo: mejor actuar en consecuencia que huir y ser
despreciado por todos.
Es una creencia cada vez más extendida que el Estado
puede establecer incentivos para que las personas actúen convenientemente, y
así asegurar la convivencia y el orden elementales. Sin embargo, como ente
impersonal y meramente administrativo que es, no puede proporcionar por sí
mismo ni las convenciones generales ni las convicciones personales que el ser
humano necesita. Por poner un sencillo ejemplo, los burócratas pueden endurecer
las sanciones para reducir las infracciones de tráfico, pero al hacerlo lo que
obtendrán será conductores más obedientes, no mejores conductores. La coacción
administrativa no aumentará los reflejos ni las aptitudes al volante del
conductor medio. Ni tampoco hará que éste desarrolle una mayor empatía hacia
los comparten las vías públicas con él. De hecho, si se relajara la presión
administrativa, es muy probable que las infracciones se incrementaran hasta
alcanzar los niveles anteriores.
Los valores y las cadenas de valores no pueden ser
suministrados por los burócratas como si fueran cápsulas mediante la
planificación, los decretos, las leyes y los reglamentos
Parece evidente que las convenciones y las convicciones,
los valores y las cadenas de valores no pueden ser suministrados por los
burócratas como si fueran cápsulas mediante la planificación, los decretos, las
leyes y los reglamentos, ni siquiera implantando para tal fin un modelo
educativo a escala nacional. Los valores, como la valentía, la responsabilidad,
la honradez, el amor al trabajo, el altruismo, la solidaridad, solo pueden ser
inculcados, compartidos y ejemplarizados en el entorno de la tribu,
donde el individuo cobra especial relevancia y aspira –no solo por razones
materiales sino también anímicas– al reconocimiento.
Lamentablemente, el Estado poco a poco ha terminado
arrogándose un papel que no le corresponde. Y los grupos que estructuraban la
sociedad en su nivel primordial, con sus valores y sus cadenas de valores,
están desapareciendo en favor de un ente con el que el individuo no mantiene
ningún vínculo más allá de lo meramente formal. Aisladas, desprovistas de sus
pares y de la beneficiosa ejemplaridad, las personas se vuelven cobardes y narcisistas.
De hecho, la valentía es hoy un rasgo en franca decadencia. Frente a esta
carencia, de nada servirá que los burócratas intenten gobernar con burdos
sistemas basados en la coacción y en el elemental principio de acción y
reacción: la sociedad no es un cultivo de bacterias en la cubeta de un
laboratorio. Lo cierto es que nada puede proteger a una sociedad cuando la
cobardía se convierte en su valor más extendido.
JAVIER BENEGAS @BenegasJ
Vía VOZ POPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario