“El problema más grave de cuantos asedian a
España
es el de su pluralidad frente a su unidad”.
(Salvador
de Madariaga)
La autonomía,
como la propia vida y todas las cosas importantes, es muy difícil de explicar,
aunque se pueda definir vulgarmente: autogobierno, regirse a sí mismo…
Por ello, para
concretar mejor la definición de 'autonomía', Julián Marías hizo algunas
precisiones en su artículo de "El País" el 6-3-1977 titulado
"Autonomías", en el que dijo lo siguiente: "...una sociedad es
autónoma cuando sus leyes proceden de ella misma y no de otra...Ahora bien,
para que el concepto de autonomía sea verdaderamente claro y políticamente
interesante hay que introducir otro sentido
más preciso: la autonomía que afecta a cada
nivel...La autonomía es aconsejable, porque
no conviene que intervenga en cada decisión más que quien es necesario. Por
dos razones: por economía y por evitar la manipulación...
Esta es la
justificación de la autonomía: la decisión autónoma dentro de cada nivel, el
recurso de la unidad superior y envolvente cuando están implicados e
interesados otros elementos. Por eso, cuando se pregunta cuánta autonomía debe
tenerse, hay que contestar: toda la
necesaria en cada nivel...La autonomía tiene que asumir -y no duplicar-
funciones. Consiste en que las unidades
autónomas hagan las cosas que el
Estado nacional ya no tendrá que hacer. El
Estado debe retener sólo las funciones que la sociedad como tal no puede ejercer
bien o con suficiente coordinación y vigor. La nación debe reservarse sólo
aquellas funciones que afectan al conjunto del país...".
Por supuesto, en
la España de los años 70 del pasado siglo, no hubo un debate sobre las Autonomías.
Nadie advirtió entonces de que la autonomía tenía inconvenientes, ¡y grandes!. Solo
unos pocos manteníamos ciertas reservas sobre la bondad del resultado del
proceso autonómico. Yo escribí en
abril de 1978 que “la autonomía regional, en sí misma, ni es el problema
regional ni es su solución; la autonomía regional es precisamente el camino
entre el problema regional y su solución. La autonomía regional será buena
cuando nos acerque más a la solución de la cuestión regional. La autonomía
regional será mala si nos aleja de tal solución. Por eso, la autonomía es,
sobre todo, la esperanza, el camino, que ha de hacerse bien, con tiento”.
Estas frases
mías escandalizaron entonces a algunos dogmáticos defensores de la autonomía regional
–y de lo políticamente correcto-, quienes alababan las teóricas ventajas de la
descentralización política, sin darse cuenta de que muchas de las
reivindicaciones autonomistas procedían de los emergentes y poderosos caciques
territoriales; muchos de ellos integrados ya en los incipientes partidos
políticos. Por ello, es conveniente referirse ahora brevemente al ambiente
dominante en la Transición sociopolítica de España en el periodo preautonómico,
de 1976 a 1978, y a las ideas básicas sobre las autonomías que ya mantenía el
anteproyecto de la Constitución española, la que finalmente se aprobó en
diciembre de 1978.
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La ley 21/1976,
de 14 de junio, sobre el Derecho de Asociación Política permitió la existencia
de partidos políticos en España, pues en su preámbulo decía, entre otras cosas,
lo siguiente:
"Se
inspira, pues, la presente Ley en un escrupuloso respeto hacia la realidad del
pluralismo político, cuyo reconocimiento fundamenta la regulación de aquel
derecho y que no puede ser desvirtuado por el intento de adscribir las
asociaciones políticas a prefijados esquemas doctrinales e ideológicos. Por lo
cual, siempre que su actuación se produzca respetando el ordenamiento
constitucional y las formas y procedimientos democráticos, los grupos,
asociaciones o partidos políticos que nazcan o se acojan al amparo de la
presente Ley tendrán garantizada la participación, en régimen de libertad,
justicia e igualdad, en la siempre renovada tarea colectiva de construir una
España más justa, libre y democrática".
Tras la entrada
en vigor de esta Ley, muchas asociaciones y partidos políticos se acogieron a
ella y solicitaron su aprobación. El 1 de octubre de 1976 el Ministerio de la
Gobernación dio a conocer los partidos políticos que hasta esta fecha se habían
aprobado acogiéndose a esa Ley 21/1976, de 14 de junio, que fueron los tres
siguientes:
- Partido
Popular (P.P.) Promotores: don Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona y don Manuel
Fraile Clivilles.
- Unión Catalana
(U.C.)
- Partido
Socialista Demócrata Español (P.S.D.E.).
El Partido
Popular, de centro-derecha y reformista,
se constituyó oficialmente el 15 de septiembre de 1976, siendo sus
líderes Pío Cabanillas y José María de Areilza, ministros del gabinete de
Adolfo Suárez; e inició su fase de actuación pública en una reunión en el hotel
Meliá Castilla, de Madrid, el 10 de noviembre, con la publicación de un
comunicado que decía, entre otras cosas, que "el Partido Popular se
organizará con una estructura federal, en la que puedan concertarse, con
autonomía, los partidos de ámbito regional que presenten análoga definición
ideológica". Ese comunicado lo
firmamos los 52 promotores del partido, y la relación nominativa de todos los
firmantes fue publicada en ABC el 11 de noviembre de 1976 en un artículo de
Pedro J. Ramírez.
Por su condición
federal, el Partido Popular nació siendo autonomista regional, y en él se
integraron siete partidos regionales, que se confesaban autónomos: el PP
Extremeño, el PP de Cataluña, el PP Valenciano Autonomista, el PP de Orense, el
PP Aragonés, el PP Alicantino Autónomo y el PP Balear. Nuestro Partido Popular,
desde su nacimiento, aspiraba a convertir a España en un Estado autonómico.
El primer
congreso del Partido Popular se celebró en Madrid los días 5 y 6 de febrero de
1977. En torno al PP se organizó una coalición denominada Centro Democrático
-constituida el 20 de enero de 1977- que sirvió de núcleo básico para la
creación de la Unión de Centro Democrático, un partido parecido a un
meeting-point de políticos, el cual acabaría siendo liderado por el propio
presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; y donde convivieron -o, más bien,
coexistieron- liberales, democristianos, franquistas conversos,
social-demócratas moderados, independientes, y algunos caciques regionalistas,
deseosos todos de encarrilar a España lo mejor posible en la nueva vía de la
democracia.
En contraste con el
comportamiento mesurado del pueblo español, en el periodo 1977-1981, ciertos
oligarcas libraron una batalla sorda pero cruenta entre ellos por el poder
político. Los poderes fácticos querían mantener sus privilegiadas posiciones en
la sociedad española, pero los aspirantes a convertirse en nuevos potentados
luchaban contra los instalados para sustituirlos, aprovechando las
oportunidades que les ofrecían los partidos en el aparente sistema democrático
que se consolidó en la Constitución de 1978. No todos los dirigentes de Unión
de Centro Democrático (U.C.D.) apoyaban al presidente del Gobierno Adolfo
Suárez en su tarea de llevar a buen término la Transición. Algunos notables de
UCD se enfrentaban a Suárez debilitando su posición y menospreciando su
liderazgo político.
La autonomía
territorial se instauró en la Transición a la democracia, a finales de los años
setenta del pasado siglo, tras dejar atrás cuarenta años de dictadura
franquista. Entonces, para los españoles que comenzábamos a disfrutar de una
incipiente democracia, la autonomía se nos presentaba como algo deseable y
factible, como un buen camino que nos iba llevar a… ¡la libertad, al
desarrollo, a dar vitalidad a las comunidades políticas territoriales!, en
oposición al centralismo despótico. La descentralización política se presentaba
como una profundización de la democracia y de la libertad individual. Y los
novatos demócratas de los años setenta nos lanzamos con ilusión a demandar una
desconocida autonomía que, sin embargo, nos atraía ¡sentimentalmente!. Y nos
dejamos llevar de los nacionalistas y de los caciques territoriales, del
consenso entre los partidos y de lo políticamente correcto. ¡No todos!. ¡No
completamente!. Yo mismo tenía dudas: la autonomía ¿era la solución de la
cuestión regional o, más bien, un problema?.
Y yo creía que la
autonomía regional podría ser un problema si en vez de ser un instrumento para
solucionar la cuestión regional y para profundizar en la democracia a nivel territorial
se convertía en un fin en sí mismo, con el único objetivo de fortalecer el
caciquismo mediante una descentralización política de competencias para
aumentar el poder de las oligarquías territoriales.
Los partidos políticos
de entonces, en los que había muchos autonomistas caciques territoriales, tenían
prisa por instaurar un Estado autonómico; pero como ello no era posible hasta
la aprobación de una Constitución española autonomista, consiguieron que se
pusiera en marcha, provisionalmente, un sistema puente denominado Preautonomía,
al que se acogieron la mayoría de regiones con proyectos autonomistas durante
la Transición, antes de ser aprobada la Constitución de 1978, la cual iba a
permitir en su Disposición Transitoria Segunda, que las regiones dotadas de
órganos preautonómicos, y que en el pasado hubiesen aprobado sus propios
Estatutos de autonomía, accediesen a la autonomía por la "vía
rápida", pudiendo alcanzar el techo competencial desde su constitución en
autonomía, sin necesidad de esperar los cinco años que exige el apartado
segundo del artículo 148. En concreto, a este sistema se acogieron Galicia,
País Vasco y Cataluña.
A su vez, mediante
otros procedimientos -más o menos ortodoxos- Andalucía y Navarra también
accedieron a la autonomía por la vía rápida. Por su parte, la Comunidad
Valenciana y Canarias también tuvieron un régimen preautonómico y, aunque no
pudieron acceder por la vía rápida a la autonomía, sendas leyes orgánicas les
otorgaron el mismo nivel competencial que a las comunidades de vía rápida. La
vertiginosa carrera para obtener más y mejores competencias, y lo antes
posible, era imparable. La veda de la autonomía territorial estaba -y sigue
estando hoy- abierta.
El proceso autonómico
español se caracterizó por la improvisación, el desconocimiento técnico, la
componenda, el cortoplacismo y la ignorancia de las futuras consecuencias de la
generalización de las autonomías. El intenso proceso de traspasos de
competencias se realizó de una manera precipitada, sin analizar previamente qué
servicios pueden prestarse mejor en el ámbito nacional y cuales en el ámbito
autonómico, tal vez porque ese análisis no interesaba a los políticos ni a los
caciques territoriales. A muchos solamente les interesaba que su región o su
territorio tuviese el máximo de transferencias lo antes posible, porque así
aumentaban su poder y su influencia.
Ellos consideraban a sus autonomías como una meta política, como un objetivo
final, no como un medio o instrumento para resolver "la cuestión
regional" española que sí les parecía algo secundario. Por ello, yo
califico como tramposo al proceso del origen y desarrollo autonómico de España.
Para comprender mejor
la profundidad del problema autonómico que existe ahora en España debe tenerse
en cuenta la estrecha correlación que hubo y que hay entre los oligarcas territoriales y la
partidocracia avasalladora, lo que es consecuencia perversa de nuestro sistema
político, con su vigente Ley electoral que distorsiona la representación
popular y favorece a los nacionalistas; pues los políticos son seleccionados y
propuestos por los partidos en listas cerradas y bloqueadas, en vez de serlo
directamente por los ciudadanos. Los españoles solamente podemos elegir y votar
a uno u otro partido, pero no a personas concretas. El maridaje de oligarcas
locales y políticos “cerrados y bloqueados”, sean o no nacionalistas, ha dado
lugar -gracias a las autonomías- al retorno del caciquismo territorial; eso sí
“democrático”, porque es fomentado por los barones territoriales de unos
partidos políticos jerarquizados y cupulocráticos.
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Los “padres” de
la Constitución de 1978, incapaces de llegar a un consenso en lo relativo a los
preceptos reguladores de las autonomías, elaboraron un Título VIII que contenía
una indefinición del modelo autonómico que, finalmente, dejaron abierto. Por
ello, nuestra Constitución puede calificarse de inacabada, y su gran fallo es que no establece ningún modelo
concreto de Estado, en cuanto a la descentralización del poder.
Esa apertura del
modelo constitucional ofrece un potencial factor de inestabilidad y de
enfrentamiento incesante entre el Estado central y las comunidades autónomas,
porque no se estableció un techo o límite de competencias transferibles, pues
incluso las competencias exclusivas del Estado podían llegar a ser
transferidas, y muchas de ellas lo fueron efectivamente.
Para solucionar
la cuestión regional la Constitución de 1978, en su Título VIII admitió las
autonomías territoriales de las “nacionalidades y regiones de España”. La autonomía
es un medio o un camino para resolver la cuestión regional. La autonomía supone
autogobierno, pero no conlleva soberanía política, dada “la indisoluble unidad
de la Nación española”. Las comunidades autónomas tienen potestad legislativa y
poseen autonomía política en sus competencias y en su territorio.
El Título VIII, en lo
referente a las Autonomías, es confuso, flexible, incompleto e, incluso,
contradictorio, ya que establece las competencias de las comunidades autónomas
y las correspondientes al Estado pero, simultáneamente, dice que las autonomías
podrán asumir competencias estatales, generalmente por traspaso y concesión del
Estado, lo que dejó abierto e interminable un proceso de transmisión de
competencias a las autonomías con un intermitente conflicto entre el Estado y
las comunidades autónomas. Por ello, la
indefinida configuración constitucional de las Autonomías es el pecado original
del régimen político de 1978.
En principio, se podía
haber llegado a escoger entre tres modelos diferentes de Estado: el selectivo, el asimétrico y el igualitario.
La idea originaria de los políticos fue la de resolver el problema de las
peculiaridades catalana y vasca, e incluso de la gallega, permitiendo que
tuviesen una cierta autonomía, como en la II República. La elección entre el
régimen asimétrico y el igualitario quedaba así en las manos de
la dinámica política y de los gobernantes de turno. Y resultó que mientras que
los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos trataron de instaurar y
consolidar el asimétrico, la mayoría
de las comunidades autónomas restantes, se dedicaron preferentemente a ir igualando
la cota marcada por los catalanes y vascos, a pesar de que estos siempre quieren
diferenciarse de los demás, adoptando un régimen igualitario. En ese dilema, el tema de fondo fue el de si los
españoles iban a ser o no 'iguales ante la ley', como acabaría exigiendo teóricamente
el artículo 14 de la Constitución española.
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Hoy, cuarenta y tres
años después, es posible comprobar ya si se ha hecho bien o mal el proceso
autonómico y si, en consecuencia, existen o no problemas y tensiones
territoriales, motivados o no por la partidocracia avasalladora imperante.
Seguidamente voy a
hacer un análisis crítico del Estado de las Autonomías poniendo de relieve los
resultados del proceso autonómico, teniendo siempre en cuenta las ventajas y
los inconvenientes de las autonomías, así como sus efectos perversos.
En la práctica, la
generalización de la autonomía a todas las regiones –conocida coloquialmente
como “café para todos”- se hizo pretendiendo erróneamente “descafeinar” las
desmesuradas reivindicaciones de las nacionalidades o regiones históricas. Sin
embargo, esa generalización tuvo un efecto perverso, porque todas las regiones
–históricas o no- acabaron aspirando a conseguir el máximo de transferencias de
competencias, por lo que las autonomías territoriales han consolidado el poder
caciquil provincial o regional. Se echó en falta entonces que el Estado hubiera
controlado y supervisado el nacimiento, organización y funcionamiento de tales
“autonomías”, tutelándolas adecuadamente.
Entre las ventajas de las Autonomías pueden
citarse las siguientes:
- La prestación de
servicios en el ámbito regional aporta ciertas ventajas, pues logra
presuntamente adaptar mejor las características de estos servicios a las
particularidades locales. Además, debido a una mayor cercanía, los votantes
podrían ejercer un mejor control sobre los gobiernos regionales que sobre los
nacionales, en los territorios donde el caciquismo no esté muy implantado.
- Con la autonomía territorial las
regiones autoafirman su identidad, aunque históricamente no la hubiesen
definido específicamente. No obstante, cuando los nacionalistas extreman los
perfiles identitarios de su comunidad, esta ventaja puede degenerar en
secesionismo. Sin embargo, el incremento del secesionismo no se produce
necesariamente al aumentar la autonomía regional, pues ello depende del
nacionalismo existente y de la actitud de los nacionalistas.
- Otra ventaja es que
las gestiones administrativas son más asequibles para el ciudadano, al estar
más cerca la administración; lo que puede favorecer una mayor participación
política.
- Por último, voy a
referirme a una discutible ventaja de la autonomía, que no todos aceptan como
tal: me refiero a que, si existe una política económica adecuada, la autonomía
territorial facilita la reducción de las desigualdades en materia de renta,
logrando una mayor convergencia del desarrollo de las comunidades autónomas,
con la consiguiente reducción de las desigualdades de renta por habitante. No
obstante, no siempre ello es así.
Además, a la vista de
la situación actual de las autonomías creo que puede concluirse que la
descentralización política se ha hecho solo a medias, porque el Estado sí que
ha transferido muchas competencias a las comunidades autónomas pero éstas, a su
vez, no han transferido parte de sus competencias a los entes administrativos
locales, diputaciones y ayuntamientos, que están todavía más cercanos a los
ciudadanos que las propias comunidades. Entonces puede uno preguntarse si el
proceso autonómico es tal o, en el fondo, de lo que se trataba era de sustituir
el centralismo estatal por el centralismo de las comunidades en su territorio
o, en último caso, pura y simplemente, de desmantelar el Estado hasta dejarlo
sin territorio y con escasez de recursos económicos. Las autonomías han
derivado desde 1978 hacia 17 parcelas de poder que han copiado las estructuras
de la maquinaria central del Estado.
Otra conclusión que se
obtiene al observar el resultado del proceso autonómico español es que no se
han producido las teóricas ventajas de la descentralización política, argumento
básico e indispensable para fundamentar la conveniencia de la autonomía
territorial. Efectivamente, la descentralización autonómica parece haber
generado más corrupción, una gran ineficiencia, una administración
hipertrofiada y crecientemente intervencionista, enorme inestabilidad
presupuestaria con tendencia a déficits abusivos y en ciertas condiciones,
menor crecimiento.
En cuanto a los inconvenientes de las Autonomías
españolas, lo primero que llama la atención es que han multiplicado el número
de políticos y de funcionarios, que son necesarios para que funcione –aunque no
sea bien- el mastodóntico Estado autonómico. Desde la Transición democrática
hasta hoy el número de funcionarios y asimilados se ha triplicado. En cuanto al
número de políticos existentes en toda España, un secreto celosamente guardado,
se estima que está entre 100.000 y 450.000, dependiendo la cifra total de la
diversidad de colectivos incluidos como 'políticos'. Por ello se desconoce cuántos
habitantes hay en España por cada político, pero la proporción debe ser una de
las más altas de Europa.
España
contaba en enero de 2020 con 2.597.712 empleados públicos, de los que ocho de
cada diez estaban al servicio de comunidades autónomas y de administraciones
locales, y sólo dos de cada diez desarrollaban su trabajo en el ámbito del
sector público estatal, según el Boletín Estadístico del Personal al Servicio
de las Administraciones Públicas.
El
adelgazamiento de la burocracia en la Administración Central desde 1978 hasta
hoy ha sido mínimo; pero, sin embargo, en la Administración autonómica el
número políticos y de funcionarios se ha multiplicado enormemente y en la
Administración local ha crecido bastante. ¿A qué se debe esta multiplicación de
políticos y, paralelamente, de funcionarios?. Hay varias causas: la primera y
más inmediata es que, como es lógico, al multiplicarse los políticos han
aumentado correlativamente los funcionarios, pues la importancia aparente de un
político depende de los “cortesanos” de su entorno; es decir, del número de
funcionarios y asimilados que lo asisten.
Pero lo peor es
que se ha puesto de manifiesto también que existen perniciosas desigualdades en
la capacidad e idoneidad de los gestores y de los funcionarios de las
diferentes comunidades autónomas, lo que repercute en la desigual prestación de
servicios al ciudadano. Los habitantes de un territorio autónomo reciben
servicios de calidad inferior a la de otras comunidades, a pesar de que todos
pagan impuestos similares, pues los fondos que les da el Estado para prestar
servicios como la Sanidad, la Educación o la Justicia, no tienen carácter
finalista y las CC.AA. pueden usarlos para otros objetivos, como promover sus
caracteres identitarios o subvencionar empresas públicas autonómicas. Por lo
tanto, los diversos gastos de las Autonomías crean desigualdades entre los
españoles.
Otro
inconveniente de la autonomía es que puede ahondar las diferencias
territoriales en la capacidad financiera para la prestación de servicios a los
ciudadanos. En efecto algunas comunidades explotan su singularidad o “hecho
diferencial”, pues así consiguen más poder negociador frente al Estado y
obtienen más recursos o transferencias que otras autonomías territoriales, lo
que da lugar a asimetrías y afecta también al principio de la igualdad de todos
los españoles.
Las autonomías perjudican
la cohesión nacional porque ciertas comunidades autónomas se han convertido en
un fin en sí mismas orientándose hacia el secesionismo, lo que debilita cada
vez más a un Estado residual, que cuenta con recursos económicos decrecientes.
Más aún, hay que tener en cuenta la instrumentación de las autonomías por los
nacionalistas como medio de conseguir la independencia de sus territorios, como
en Cataluña o en el País Vasco.
La autonomía
territorial está afectando negativamente también a la libre circulación de personas,
mercancías y servicios, así como a la
unidad de mercado por la infinidad de normas y restricciones existentes en
los diversos territorios autónomos, y por la discriminación lingüística que las
comunidades autónomas poseedoras de lengua propia hacen a los españoles de
otras comunidades que desean habitar y trabajar en ellas. Hay que subrayar el
enorme daño que las discriminaciones lingüísticas, como potentes barreras
obstaculizadoras, producen en la libre circulación de las personas en el
mercado interior de España, lo que repercute negativamente en la competitividad
de nuestros bienes y servicios y, por tanto, en nuestra debilitada Economía
española que, sin embargo, ha de competir desfavorablemente, si quiere
sobrevivir en el mercado único de Europa y en un universo cada vez más globalizado.
Todo ello perjudica a
la competitividad de los bienes y productos españoles en el mercado único de la
Unión europea y en el comercio internacional globalizado. Por si la desunión
de Europa no era suficiente, nosotros contribuimos a aumentarla con un Estado
fragmentado en taifas autonómicas caciquiles, insolidarias, costosísimas y
superendeudadas; es decir, insostenibles.
En España existen
infinidad de medidas adoptadas por las CC.AA. que son potencialmente
perjudiciales para la unidad de mercado, dado el obsesivo afán regulador de las
autoridades autonómicas. A pesar de la claridad de la doctrina constitucional
sobre la unidad del mercado, en la práctica se observan los efectos negativos
que está produciendo la acumulación de trabas normativas y barreras de toda
índole que las comunidades autónomas están poniendo a la libre circulación de
personas, mercancías y servicios por el territorio español, ante la culpable
pasividad del Gobierno central.
El principal
inconveniente de la autonomía territorial es su altísimo coste, no siempre
justificable, que se agrava porque la falta de control estatal facilita los
despilfarros de los gobernantes de las CC.AA. que tienen que financiarse con
una creciente deuda pública que está llegando a ser inasumible, y que pone en
peligro tanto la supervivencia de la propia autonomía territorial como la
posibilidad de endeudamiento de un Estado cada vez más exhausto.
La prestación de
servicios por las comunidades autónomas es muchísimo más cara que si los mismos
servicios fuesen prestados por la administración central del Estado, porque al
coste de los servicios autonómicos hay que sumar el coste de 17 burocracias
administradoras y dispensadoras de tales servicios.
Buen ejemplo de ello son los siguientes:
- Tras culminar el proceso
de traspasos de la Sanidad a las
CC.AA. en 2001, los gastos autonómicos por este concepto casi se han duplicado,
al pasar de los 34.552 millones que las arcas regionales dedicaban a este
capítulo a los más de 64.000 con que cerraron 2009. Además, durante toda la
década, el ritmo de aumento anual ha estado en entorno al 10%, salvo en 2009,
donde el aumento se redujo al 5,7%.
- Otro tanto ha ocurrido con el gasto en Educación, donde se ha pasado
de algo más de 22.000 millones en el año 2000 a 44.000 en 2009.
En fin, puede afirmarse
rotundamente que el gasto de las comunidades autónomas convierte al Estado de
las Autonomías en ruinoso e ineficiente, pues aunque esas comunidades pudieran
irse emancipando del Estado centralista, se harían más dependientes de los
especuladores financieros, por su incesante y creciente endeudamiento, y se
verían sometidas cada vez más a la tiranía de los mercados financieros
globales. Desde luego, el altísimo y elevado coste del Estado autonómico es el
problema central de la actual crisis española, que hace imposible lograr un
crecimiento económico suficiente para crear puestos de trabajo.
Nuestro modelo
autonómico es ruinoso para el ciudadano; pero, en cambio, es muy provechoso
para los partidos políticos predominantes en una comunidad autónoma,
nacionalistas o no, para la burocracia creada por la autonomía y, sobre todo,
para unas oligarquías caciquiles que, organizadas en grupos de presión, manejan
en su territorio los presupuestos públicos a su antojo directamente o por medio
de políticos afines instalados en puestos clave.
Desde luego, las autonomías son una fuente de poder y de puestos de trabajo
para la clase política y para los militantes de los partidos políticos. Las
CC.AA. mantienen legiones de políticos.
En conclusión, el
Estado de las Autonomías está en una profunda crisis, dado que el modelo
autonómico no es viable por sus altísimos costes y sus exigencias financieras,
que no se corresponden con su escasa eficiencia en la prestación de servicios
al ciudadano. El mito de las ventajas de las autonomías para los ciudadanos se
ha venido abajo. Desde luego, el Estado de las Autonomías resulta política y
financieramente insostenible, sobre todo cuando hay crisis económica.
El resultado del
proceso autonómico es un Estado de autonomías “a la carta”, en el que la
racionalidad de la armonización se echa en falta. La transferencia de
competencias ha sido desigual territorialmente, aunque las comunidades
autónomas suelen imitar en sus reivindicaciones a aquellas nacionalidades como
Cataluña que han logrado un máximo de competencias autonómicas, en la creencia
de que más competencia equivalen a más poder de las oligarquías territoriales,
nacionalistas o no.
A pesar de todo,
todavía actualmente se sigue configurando el Estado autonómico en algunos
territorios: un ejemplo de ello es la Ley Orgánica 1/2021, de 15 de febrero, de
reforma de la Ley Orgánica 4/1982, de 9 de junio, de Estatuto de Autonomía de
la Región de Murcia.
La excesiva
transferencia de competencias del Estado a las CC.AA. y la consiguiente
dotación de fondos para su ejercicio y para la prestación de servicios, han
convertido al Estado en 'residual' pues, como afirman los catedráticos
Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes en su libro El Estado sin territorio “…han aparecido en la España contemporánea
unos poderes neofeudales que anidan en las instancias territoriales cuyo
ejercicio se agrava por el hecho de que la misma fragmentación que afecta al
Estado se advierte claramente ya en los partidos políticos que han gobernado y
que gobiernan España…(Hay) ejemplos clamorosos de cómo sus dirigentes carecen
de criterio alguno sobre cuestiones fundamentales guiándose exclusivamente por
una brújula lamentable: la de los intereses electorales a corto plazo de tal o
cual secretario regional o local. Un panorama desolador pues estas personas
tienen en sus manos el destino de las instituciones públicas y de los
engranajes que conforman nuestra convivencia".
Al
comparar las ventajas de las autonomías con sus inconvenientes sacamos una
conclusión sorprendente: los inconvenientes superan ampliamente a las ventajas,
por lo que no debería existir más demanda de mayor autonomía territorial. Y sin
embargo la hay, al menos a nivel político aunque no popularmente.
Si esto es cierto, se plantean
dudas sobre algunas cuestiones: ¿por qué se han generalizado las autonomías en
toda España?, ¿por qué se piden reformas de los Estatutos de algunas
comunidades autónomas para ampliar las facultades de autogobierno y tener más
competencias?, ¿es útil la autonomía política?, ¿para quién, para los
ciudadanos o para los políticos?, ¿son necesarias las CC.AA. para proporcionar
mejores servicios al ciudadano o se demandan competencias al Estado porque las
comunidades se han convertido en agencias de colocación para los políticos,
para sus amigos y para los enchufados?. ¿disponen las comunidades autónomas de
suficiente financiación para la prestación de los servicios transferidos?.
Una primera
contestación a estas cuestiones sería la siguiente: El Estado de las Autonomías
ha supuesto la creación de una casta política donde una serie de personas que
pertenecen a los grupos de poder regionales y políticos, están manejando sin
control alguno por parte del Estado, no solo grandes cantidades de dinero sino
la posibilidad de legislar, utilizando leyes y reglamentos en aumentar de poder
y en hacer cada vez más amplia la distancia que separa a esa casta de la alta
política del resto de los españoles que paulatinamente ven como se empobrecen
más para poder mantener en su elevado nivel de vida a las clases dirigentes de
esos entes regionales que forman las 17 sanguijuelas autónomas.
Además, como los
estatutos de autonomía garantizan que los territorios asuman muchas
competencias, se ha generalizado en toda España una oligarquía caciquil que
apoyan los barones territoriales de los partidos mayoritarios o nacionalistas,
lo cual favorece el clientelismo electoral sectario y distorsiona todavía más
la representatividad política. En este punto debe señalarse que los actuales
caciques territoriales se diferencian de los caciques típicos de comienzos del
siglo XX, a los que fustigaba Joaquín Costa, en que los actuales caciques, al
ser dirigentes de partidos políticos, no tienen que financiar con sus propios
recursos el clientelismo que les garantizaba buenos resultados electorales en
su territorio, porque los partidos políticos españoles reciben sustanciales
consignaciones presupuestarias de la Hacienda pública, e incluso recibieron
anteriormente financiaciones irregulares más o menos corruptas.
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Sin financiación serían
inviables las autonomías. El complemento necesario de la autonomía política es
la autonomía económico-fiscal, que debe ser suficiente en su disponibilidad de
recursos, solidaria y corresponsable fiscalmente con el Estado.
Sin embargo, en la práctica nuestras CC.AA. tienen insuficiencia de recursos lo
que les obliga a un excesivo endeudamiento, son poco solidarias con las
comunidades menos desarrolladas económicamente y actúan de una forma arbitraria
y despilfarradora del gasto público.
En todo caso, el Estado
debe garantizar que las comunidades autónomas dispongan de los recursos
financieros indispensables para poder ejercer efectivamente sus competencias y
responsabilidades. Sin embargo, hay que tener muy en cuenta también los efectos
económicos que conllevan las autonomías financieras territoriales, dado que los
Estados contemporáneos son unidades políticas y económicas poseedoras
teóricamente de un mercado unitario.
La descentralización
fiscal ha de instrumentarse en base a criterios técnicos, pero ha de contar
también con otros factores económicos y sociales que inciden decisivamente en
la posibilidad y en el alcance de la autonomía financiera de las comunidades
autónomas. En realidad, la fiscalidad es solamente un aspecto de lo económico,
y si se quiere que funcione bien la autonomía financiera territorial, es
preciso tener en cuenta todos los factores que inciden en la problemática
autonómica, que depende del contexto socioeconómico característico del Estado
común. Todo ello está regulado por la Ley orgánica de financiación de las
CC.AA. que además se refiere a los Fondos de Compensación Interterritorial,
Convergencia Autonómica y Competitividad.
De la creciente
disminución de las dotaciones al Fondo de Compensación Interterritorial, se
deduce que España se encuentra inmersa en un proceso de sustitución de la
solidaridad autonómica por la ayuda directa del Estado a las regiones y
territorios menos desarrollados. Pero como, en todo caso, la solidaridad
interregional ha de ser un objetivo principal de la política económica, con
autonomías o sin ellas, para compensar los desequilibrios que en el desarrollo
regional origina el crecimiento capitalista, cuando escasean los mecanismos
correctores del libre mercado, la actual instrumentación de la solidaridad
manifiesta que el Estado ha tenido que intervenir financieramente para mantener
esa indispensable solidaridad interregional, lo mismo que hubiera tenido que
hacer si fuese un Estado unitario centralista.
La solidaridad exige
que todos los españoles y todas las comunidades autónomas tengan los mismos
derechos y las mismas oportunidades y medios para desarrollarse y
perfeccionarse.
Por supuesto la
justicia es previa a la solidaridad; pero la solidaridad puede contribuir a
restaurar la justicia interterritorial en un Estado de las Autonomías que sea
verdaderamente solidario con las regiones, provincias, comarcas o municipios.
Además la solidaridad debe ser también intrarregional; es decir, que son
inadmisibles las desigualdades dentro de una comunidad autónoma, sea entre
personas, comarcas o provincias.
La solidaridad
interregional se fundamente en el hecho de que todos los españoles pertenecemos
a una misma comunidad política estatal y tenemos idénticos derechos y deberes,
con independencia del lugar de residencia. Es necesario, para lograr una mejor
convivencia nacional, que las personas y las comunidades autónomas menos
favorecidas reciban ayuda de las comunidades que tienen mayor desarrollo
económico. La solidaridad interregional
debe tener en cuenta tanto lo económico como lo fiscal.
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Se acepta generalmente
que la Transición española a la democracia acabó cuando se normalizó la
situación política al celebrarse elecciones generales el 28 de octubre de 1982.
Desde entonces hasta hoy han gobernado España diversos partidos más o menos
democráticos, cuyos presidentes o secretarios generales fueron presidentes del
Gobierno. El PSOE felipista fue federalista; el presidente del PP, Aznar, fue
autonomista; y el PSOE de Zapatero fue partidario de un confederalismo de
difícil encaje en la Constitución de 1978.
En las elecciones
generales de octubre de 1982 el PSOE se impuso como vencedor con una mayoría
absoluta amplia, obteniendo 202 diputados mientras que UCD se hundió y sacó
solo 12 escaños, pues una gran parte de sus votantes recalaron en Alianza
Popular, que obtuvo 102 escaños.
Dada la supremacía del
PSOE algunos creyeron que los socialistas, que gobernaban con mayoría absoluta,
refundarían la democracia; pero el partido gobernante no solo mantuvo
invariable el sistema político acordado en la Transición sino que en 1985
politizó el poder judicial y convirtió en definitiva la ley electoral
transitoria de 1977 para seguir tutelando a los votantes hasta hoy ofreciéndoles
solamente la posibilidad de elegir a sus representantes en listas cerradas y
bloqueadas, consolidando así la partidocracia. Si los socialistas hubieran
preferido la ruptura total con el régimen franquista anterior, hubieran podido
llevarla a cabo, democráticamente, con su mayoría absoluta en el Congreso de
los Diputados, pero prefirieron que en adelante España fuese gobernada por una
dictadura partidocrática.
En cuanto al desarrollo
de las Autonomías, del “café para todos” de Suárez se pasó, con el federalismo
del PSOE, a la “barra libre”, concediéndose a las CC.AA. todas las
transferencias de competencias que demandaban en unas reformas estatutarias
cada vez más reivindicativas, porque nacionalistas y no nacionalistas creían
que a mayores competencias transferidas tendrían más poder territorial.
A la sociedad civil se
la marginó del poder y de la toma de decisiones, pues miembros de los partidos
políticos invadieron las asociaciones y las politizaron, poniéndolas a su
servicio.
El PSOE, a pesar de
tener mayorías absolutas de diputados en varias legislaturas, no quiso hacer de
España un Estado democrático y modélico, ni siquiera tras la integración de
España en la Comunidad Económica Europea. ¡Se perdió entonces una gran ocasión
histórica!. Finalmente, en el felipismo rampante se consolidó una partidocracia
caciquil avasalladora y corrupta.
Durante los gobiernos
de Aznar que comenzaron en 1996 y 2000 se reforzó la partidocracia, que ya
estaba asentada firmemente en España. También se ampliaron las competencias de
las comunidades autónomas, sobre todo en el cuatrienio 1996-2000, pues al no
disponer el PP de la mayoría absoluta de diputados en el Parlamento tuvo que
negociar con los nacionalistas catalanes o vascos, y acabó transfiriéndoles
completamente las competencias de Sanidad, Educación y Justicia a las CC.AA.,
con el perverso resultado disgregador de España que era previsible; aunque tal
vez lo hizo con la buena, pero ingenua, intención de cerrar el proceso
autonómico en 2001-2002, calmando así las reivindicaciones nacionalistas, lo
que no pudo conseguir dado que el nacionalismo es insaciable y, por mucho que
se le dé, siempre pide más y más.
Ese proceso fue
debilitando al Estado central y robusteciendo a las comunidades autónomas; sobre
todo a aquellas en las que gobernaban unos nacionalistas que, en los últimos
años, habían mostrado ya unas pretensiones secesionistas que se concretaron
posteriormente en el Plan Ibarreche en Euskadi o en el Estatuto de Cataluña de 2006,
cuyo texto aprobado en el Parlamento catalán tuvo que ser corregido
sustancialmente por el Tribunal Constitucional.
Sobre el comportamiento
de los nacionalistas, resulta esclarecedor lo que subraya Rosa Díez en
lo que escribió el 29 de octubre de 2007, en su libro Es lo que hay, en un apartado titulado La frustración de la expectativa superada, donde dice lo siguiente:
“El PNV es,
probablemente, el único partido político de los españoles que ha superado su
ideario democrático, aquel que han planteado. No me refiero a que no tengan
principios máximos –que se decía en los partidos de izquierda- no alcanzados.
Pero todo aquello que se propusieron conseguir, como partido autonomista y de
gobierno, lo han logrado con creces. Por eso ahora reivindican la independencia
disfrazada de autodeterminación: porque no tienen nada dentro de la autonomía
que reclamar a nadie…Los principios básicos que el PNV exigía en 1978, nada
menos que para un plan de paz, están muy por debajo de los pactos conseguidos
por el conjunto de fuerzas políticas vascas con el Estatuto de autonomía de
Guernica…Esto me lleva a la conclusión que ha apuntado en algunas ocasiones
Fernando Savater: no hay insatisfacción mayor que la generada por unas
expectativas tan superadas que no les queda espacio para nada más. Por eso, los
que antes eran autonomistas hoy terminan siendo independentistas, en Euskadi
como en Cataluña…”.
Posteriormente, en los
gobiernos de Rodríguez Zapatero se ha puso a España “patas arriba” porque el
concepto de nación, según Zapatero, es “discutido y discutible”, algo que tal
vez no sabían los padres de la Constitución de 1978. Zapatero, con su visión
confederal del Estado, permitió que se pusiera en cuestión el sistema político
español aceptando el proyecto de Estatuto de autonomía que el parlamento de
Cataluña elaboró y aprobó. Menos mal que, tras cuatro años de inactiva
actividad, el Tribunal constitucional sentenció la inconstitucionalidad de
algunos preceptos del Estatuto catalán.
Antes de entrar en
materia voy a procurar que quede claro el
concepto que tienen de España los nacionalistas. Como mi opinión sobre esa
cuestión puede ser demasiado subjetiva, prefiero que sea alguien que conoce
perfectamente a los nacionalistas quien nos los aclare: se trata del catalán
Alejo Vidal-Quadras,
quien afirma que ”… es el de una España agregado de naciones yuxtapuestas, una
España confederal bajo el vínculo tenue, simbólico y estratosférico de la
Corona, una España en la que cada una de las partes que la integran exige y
obtiene soberanía plena y se
autodetermina por su lado, y todas ellas comparten y cogobiernan en régimen de
condominio los restos del Estado común. Una España que uno de nuestros más
prestigiosos expertos en Derecho Administrativo ha comparado ingeniosamente a
una comunidad de propietarios de un inmueble dividido en propiedad horizontal
cuyo cargo de presidente fuese hereditario”.
Esta comparación no es
una broma de un experto con sentido del humor. Yo soy testigo personal de que
el lehendakari José Antonio Ardanza, a principio de los años noventa dijo, en
un almuerzo informal al que le invitó el embajador de España en Francia -a
quien acompañamos en esa comida cuatro consejeros acreditados de la Embajada
española en París-, el mismo símil que ese experto en Derecho Administrativo,
pues Ardanza afirmó que “Euskadi era el propietario de un piso en un edificio
llamado España, por lo que podía hacer lo que quisiera en el interior de su
piso, respetando siempre las normas emanadas de la asamblea de la comunidad de
propietarios”. Este era el concepto que tenía Ardanza de la Autonomía de
Euskadi.
Además, como es
evidente, los políticos –de todos los colores, pero especialmente los
nacionalistas- han abusado de las Autonomías, con la consiguiente repercusión
en nuestros impuestos y en el desenfrenado endeudamiento de las CC.AA. Las
cosas han llegado ya a tal punto que algunas personas bien cualificadas como
Jorge de Esteban,
catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de El
Mundo, ha escrito, entre otras cosas, lo siguiente:
“…Este modelo
(autonómico), desarrollado desde 1979 hasta el 2004, fue funcionando con mayor
o menor eficacia, pero con gastos cada vez mayores para el Estado.
Probablemente satisfizo a las regiones menos favorecidas tanto como dejó
insatisfechas a las tres regiones con mayor vocación de autogobierno, que
siempre aspiran a diferenciarse de las demás.
En cualquier caso, era
un Estado para un país rico, porque debería pagar a muchos cargos políticos y
cada vez a más funcionarios, pero que, en todo caso, nos lo podíamos permitir
en ese momento. Éramos la octava potencia económica del mundo y estábamos
dentro de la Unión europea y en la zona del euro.
Sin embargo, todo
cambió a partir del año 2006. En efecto, el Estado de las Autonomías se comenzó
a convertir en el Estado de las Fantasías a causa de dos tsunamis inesperados
que se llevaban al traste ese Estado para ricos. Primero fue el nuevo “Estatut”
de Cataluña que había ido tan lejos en su contenido, que se acabó descubriendo
que era un intento de reescribir la Constitución, porque la letra y la
coherencia jurídica del texto original de ésta no permiten un Estatut que nace
con vocación de convertirse en la
Constitución de Cataluña…"
Con estos antecedentes
creo que podemos adentrarnos ya en la diagnosis del Estatuto de autonomía de
Cataluña de 2006. Lo primero que podemos preguntarnos es ¿cómo se origina el
Estatuto?. Tras la victoria electoral del PSOE en 2004 y el consiguiente
nombramiento de Rodríguez Zapatero como presidente del gobierno español, a
Zapatero no se le ocurre otra cosa mejor que agradecer al Partido Socialista de
Cataluña, gobernante de Cataluña, su aportación de votos a la victoria
socialista prometiéndole que las Cortes aceptarían cualquier reforma del
Estatuto que aprobara el Parlament catalán. ¡Dicho y hecho!. El Parlament
aprobó un proyecto de Estatuto que quería convertir a Cataluña en una nación
soberana, confederada a una nueva España, distinta de la contemplada en la
Constitución de 1978 que, por esta vía estatutaria, subrepticia y
antidemocráticamente, iba a ser modificada. El contenido del Estatuto de
Cataluña de 2006 demuestra que el camino iniciado en la Transición de sucesivas
cesiones para apaciguar a los nacionalistas ya no era fructífero.
El Gobierno del Estado,
con su presidente a la cabeza, aceptó el proyecto de Estatuto de Cataluña que
el Parlament trasladó a las Cortes de Madrid, tras negociar Zapatero en secreto
con el líder de la oposición catalana Artur Mas en el palacio de La Moncloa, modificando
elementos importantes de la propuesta que salió del Parlament. El pacto entre
Zapatero y Mas, además de desautorizar a Maragall como forjador del texto
estatutario, hizo que ERC, uno de los integrantes del tripartito, se opusiera
al texto pactado, porque había sido podado de contenidos independentistas que
parecieron excesivos a los líderes de CiU y del PSOE.
Dado que,
presuntamente, el nuevo Estatuto de Cataluña tenía artículos que parecían
inconstitucionales, el Partido Popular, algunas comunidades autónomas e,
incluso, el Defensor del Pueblo interpusieron recurso de inconstitucionalidad
ante el Tribunal Constitucional.
A pesar de estar
impugnado el Estatuto ante el Tribunal Constitucional, la Generalitat catalana,
sin esperar al fallo del TC, puso en vigor todas las disposiciones del mismo,
controvertidas o no, dictando la
normativa pertinente para desarrollarlo.
Se abrió entonces un
largo periodo de enfrentamientos políticos en torno a la constitucionalidad o
no de las disposiciones estatutarias recurrida. Dada la trascendencia de la
previsible sentencia, ésta se hizo esperar cuatro años. Por fin, en junio de
2010 fue aprobado el borrador de sentencia elaborado por la presidenta del TC
María Emilia Casas por seis votos a favor y cuatro en contra, que avalaba la
mayor parte del Estatuto de Cataluña.
En total, declararon
inconstitucionales los 13 preceptos que ya figuraban en la ponencia de María
Emilia Casas más el 218, de Autonomía y Competencia financieras, y como
interpretación conforme el 34, referido a los Derechos lingüísticos de los
consumidores y usuarios. Ambos puntos figuraban en la ponencia de Pérez Vera y
ahora se vuelven a incorporar.
Entre los preceptos que
no se aceptaron y se anularon del ordenamiento jurídico figuran el carácter
preferente del catalán como lengua propia de Cataluña, el Sindic de Greuges
(defensor del pueblo catalán) o el Consejo de Justicia de Cataluña.
Sin embargo, la
sentencia avaló la bilateralidad Cataluña-Estado, la participación de Cataluña
en el ejercicio de competencias exclusivas de la Administración central o la
declaración de que los poderes de la Generalitat “emanan del pueblo catalán”.
Desde luego, como han
dicho Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes en su libro El
Estado sin territorio “…con la Sentencia 31/2010 (del TC sobre el Estatuto
de Cataluña), la comunidad Autónoma de Cataluña, si bien ha visto fracasado su
intento de constituirse en un poder equiparado al del Estado –incluidos sus
pujos nacionales-, ha triunfado en su designio de arrinconar un poco más al
Estado y convertirlo en un simple “coordinador” de las Comunidades autónomas."
Por su parte, Tomás de
la Cuadra Salcedo, ex ministro de Felipe González, escribió en el año 2006 en la revista Claves que “el nuevo Estatuto (de
Cataluña) se basa en lo que se ha llamado el discurso de las esencias… La idea
autonómica del Estado que parece reflejar el Estatuto es la de la construcción
desde las autonomías; parece que son éstas –en todo caso, la catalana- las que
participan en la construcción de las políticas del Estado, incluso en el ámbito
de las competencias exclusivas de éste, en lo que afectan a las competencias
autonómicas. Pero si eso fuera así, sería tanto como decir que el interés del
Estado se construye desde las comunidades autónomas, incluso en el supuesto de
las competencias exclusivas de aquél, pues es difícil atisbar una política del
Estado que no incida o afecte a las comunidades autónomas y en esa medida les
da derecho a intervenir en las competencias exclusivas del Estado”.
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Estamos recogiendo ahora
la cosecha del entreguismo de Felipe González y de Aznar a Jordi
Pujol, la irresponsabilidad del pirómano Zapatero (el drama de aquel
11-M que cambió para siempre el rumbo de la nave española) y la inacción culpable
de Mariano Rajoy. Han sido tantos los esfuerzos de tanta gente por
vaciar de contenido nuestra democracia, no sin antes haberla desplumado, que al
final la han dejado en los huesos. Esto tiene difícil arreglo, porque el
PSOE de Sánchez, el partido más
importante de la izquierda, ya no está en el bloque constitucional.
Florentino Portero ha afirmado que
"la
estrategia del Gobierno (de Sánchez) deriva de la transformación del socialismo
español en el marco de la transformación del socialismo europeo. A partir de
los años 80, la estrategia histórica del socialismo de ir aumentando los
servicios que el Estado ofrecía a la gente empezaba a tocar techo por razones
fiscales. Las posibilidades de la socialdemocracia se limitaban. Podían ser
buenos gestores, pero ya no podían seguir ofreciendo mucho más. Eso, unido a la
caída de la URSS, acabó con muchos mitos del socialismo, que a partir de
entones empieza a mutar hacia un progresismo, en el que los objetivos son las
batallas culturales: el feminismo, lo verde, lo anti atómico... En el caso
español, ya con Felipe González, se apuesta por los nacionalismos como causa
progresista, siempre y cuando no sea el nacionalismo español, que es rancio,
claro. Y el socialismo español se convierte en una federación de nacionalismos
que, para poder gobernar, por una parte tienen que integrar, y comerse, a su
izquierda (hoy se llama Podemos, para González era el PCE). Y por otro lado,
necesita el apoyo de los nacionalistas, porque ellos mismos son nacionalistas y
quieren convertir España en una confederación vaga de Estados
independientes." Eso sí, dándole la vuelta a la Constitución de 1978 por
la puerta de atrás.
El más certero retrato de la situación política
española actual lo ha descrito Alfonso Pinilla García, profesor de
Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura, en un artículo
publicado en EL MUNDO en noviembre de 2019 en el que dice, entre otras cosas,
lo siguiente:
"...Hemos tardado alrededor de 40 años en
recorrer, y rebasar, el peldaño de la escalera que sucedió al centralismo de la
dictadura. Ese peldaño nuevo, inaugurado con la Transición, fue la Autonomía,
cuyo marco ha durado hasta hoy, pero resulta desbordado por este procés
emprendido por el independentismo catalán que clama ya la siguiente etapa del
viaje, llamada autodeterminación. Tono bronco en Barcelona y estudiada
sordina en Bilbao, da igual la superficie cuando el fondo es el mismo: nacionalismo catalán y vasco saben que ahora
la independencia es imposible -demasiado brusco el salto hacia la
estación terminal de su ideario-, pero resulta más probable que nunca el
desembarco en una España confederal. Una nación de naciones que
reconozca, pues, la existencia de más de un sujeto soberano capaz de
auto-determinarse. La crisis del 2008 y la quiebra del bipartidismo, junto con
la deriva del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, harán factible tal evolución.
El punto de partida fue aquel pacto del Tinell de 2003, donde los socialistas apostaron por la ruleta rusa
de un proyecto letal para la unidad del país; un proyecto que pasaba por
aliarse siempre al nacionalismo para evitar que gobernara la derecha, salvo si
los conservadores conseguían una mayoría absoluta. Mariano Rajoy despreció la
suya en 2011, y nada hizo para dar la batalla política contra esta amenaza.
Después, cuando los casos de corrupción azotaron a su partido, el bipartidismo
se rompió y la derecha saltó hecha añicos, cualquier mayoría absoluta
conservadora se antoja casi imposible. Y mientras, el espíritu del Tinell
sigue vivo en numerosos gobiernos municipales y autonómicos, donde el PSOE
prefiere a los nacionalistas antes que a los constitucionalistas. Navarra es el
último ejemplo.
La operación en curso que se intuye desde Moncloa consiste en vestir de
posibilistas a Oriol Junqueras, Iñigo Urkullu y Arnaldo Otegi para explorar la
"España nación de naciones" con la que coquetea el todavía presidente
del Gobierno Pedro Sánchez, a instancias del PSC. Así será posible la
"reconciliación en Cataluña" y la definitiva extinción de las
hogueras en sus calles, a costa de extender
los privilegios vasco y navarro -los famosos Conciertos, asumidos erróneamente
por una Constitución que debió eliminar cualquier vestigio foral / feudal de su
articulado- a la Generalitat. Al fin y al cabo, eso fue lo que Artur Mas
propuso a Rajoy en septiembre de 2012, cuando éste dio calabazas al pacto fiscal
que el heredero del pujolismo puso sobre la mesa para facilitar el enésimo
"encaje de Cataluña en España". Ese, y no otro acontecimiento, fue el
punto a partir del cual se inició (y aceleró) el procés.
Sorprende que la izquierda se embarque en esta cruzada por la desigualdad entre
ciudadanos. O no tanto, porque los hechos demuestran que en la pugna política
de nuestra España, siempre maltratada por los dos brutos goyescos propinándose
garrotazos, cualquier aliado para la izquierda es bueno si ello apea del poder
a la derecha, aunque ésta sea democrática y represente a muchos más ciudadanos
que la minoría nacionalista. Al enemigo, en fin, ni agua.
Mientras que no se desate una rebelión
dentro del PSOE que impida esta deriva -cuestión harto improbable- y el
centro derecha no se coordine, superando sus luchas intestinas, el espíritu del
Tinell convertirá la España autonómica en una España confederal que, tarde o
temprano, abrirá la puerta a la autodeterminación de tantas naciones como
contemple en su nuevo organigrama constitucional.
Porque, claro, la cristalización del proyecto pasa por una reforma de la Carta
Magna que acabará desnaturalizándola por completo al contemplar más de un
sujeto soberano donde antes sólo había uno: el pueblo español, compuesto por
ciudadanos libres e iguales ante la ley. Se vestirá la operación de mil trampantojos políticos y jurídicos,
se disfrazará el asunto con elaboradísimas fake news de los medios entregados a
tal fin, pero si tras el 10 de noviembre cristaliza un gobierno de izquierdas
apoyado por el independentismo, antes de una década quizá desembarque nuestra
historia en la ensenada confederal. Y, así, coherente con su trayectoria
desde que se convirtió en democracia, España será el único país que haya
sembrado, y alimentado durante 40 años, la semilla de su autodestrucción."
Por si cabía alguna duda, el gobierno de Sánchez
ha indultado el 22 de junio de 2021 a los encarcelados nueve responsables
principales del alzamiento del 1 de octubre de 2017 en favor de la independencia
de Cataluña. Sánchez quiere conseguir no solamente su permanencia en La Moncloa
como presidente del Gobierno, sino consolidar su alianza con el independentismo
catalán, especialmente con la ERC de Junqueras y avanzar en la
confederalización de la España residual, la cual ahora ya es solamente una
coordinadora de las CC.AA., como se ha demostrado en la gestión de la Sanidad
ante la pandemia del coronavirus dando el máximo protagonismo al Consejo
Interterritorial de Salud; aunque en este asunto Sánchez haya querido descargar
su responsabilidad y la del Gobierno estatal en las CC.AA., dado que ellas
tienen competencias en Sanidad. Una cogobernanza con las CC:AA. que Sánchez
quisiera ampliar a muchos temas, como si España fuese un Estado confederal de
hecho. La conversión de España en un Estado confederal de derecho es un
objetivo del actual Gobierno que pretende conseguirlo más adelante, lo antes
posible, cuando sea factible.
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Los
inconvenientes que tiene nuestro modelo de Estado autonómico se agravan cuando
existe una crisis económica como la actual, que exige adoptar una política
económica eficiente y coordinada entre el Estado y las CC.AA., dadas las
tensiones existentes entre unas Administraciones públicas excesivamente
adeudadas y un mercado financiero global cada vez más exigente con los Estados
menos solventes.
Antes de
especificar cuáles son las medidas adecuadas para escapar del laberinto de las
Autonomías, que es un problema político de gran envergadura que incluye lo
técnico, creo que debo poner de relieve algo que parece una obviedad: para
salir del laberinto, lo primero que hay que tener es la actitud de querer salir
del laberinto de las Autonomías.
Pero las cúpulas
de los grandes partidos nacionales ¿quieren que salgamos del laberinto?.
Obviamente no, porque esos políticos, “barones” o no, han hallado en el Estado
de las Autonomías un paraíso donde caciquear, donde ningunear a los ciudadanos
y avasallarlos, viviendo a costa de ellos; así como favorecer a sus partidarios
y a sus enchufados, creando entidades públicas y redes clientelares.
¡Obviamente no, no querrán!.
Por ello, para reformar
profundamente o desmantelar el Estado de las Autonomías, es indispensable que
los políticos españoles sean verdaderos representantes de los ciudadanos, no de
los partidos que los nombran actualmente mediante las listas cerradas y
bloqueadas. Para conseguir una auténtica representación popular, es preciso que
en España se instaure una democracia real al servicio de los ciudadanos, una
democracia participativa. Para ello, es necesario que haya una reforma de la
Ley electoral vigente, a fin de que elijamos directamente a quienes nos
representen. Sin esa nueva Ley electoral será muy difícil salir del laberinto
de las Autonomías, porque a las cúpulas de los partidos gobernantes, y sobre
todo a los nacionalistas, les interesa mantener su chollo de las Autonomías,
aunque ello perjudique seriamente los intereses de la mayoría de los españoles.
El Estado de las
Autonomías y su altísimo e injustificado coste es el problema nuclear de la
actual crisis. La atomización de leyes dispares, la existencia de políticas
económicas, sociales, sanitarias, fiscales y sobre todo en materia de educación
diferentes, restan fuerzas al Estado y por lo tanto lastra nuestras posibilidades
de salir rápidamente de la actual crisis, a diferencia de otros Estados
europeos. El Estado autonómico, justificado tanto por los partidos nacionales
(PSOE y PP) como por los nacionalistas, constituye el gasto más importante, con
diferencia, de nuestro presupuesto y la razón fundamental de nuestro déficit
público; es por lo tanto la partida que precisa de un enorme ajuste inmediato,
aunque lo conveniente sería su eliminación.
Los partidos nacionales
mayoritarios se encuentran muy a gusto dentro del laberinto autonómico ya que,
después de los nacionalistas, son los grandes beneficiarios del Estado de las
Autonomías y, aunque no quieren cambiar el sistema autonómico, son muy
conscientes del perjuicio que las Autonomías están causando a la mayoría de los
españoles. Es decir, que están encantados dentro del laberinto autonómico y no
quieren salir de ese “paraíso” suyo. El Estado autonómico es el estado del
bienestar para los políticos. Pero nuestro modelo autonómico está agotado y es
insostenible e inaceptable, además, por su desenfrenado y creciente
endeudamiento, que lo ha convertido ya en inviable, por ser un lujo político y
administrativo imposible de financiar y mantener.
Rosa Díez, en su libro Es lo que hay, en su apartado titulado La frustación de la expectativa superada, concluye
que: “quizá ha llegado la hora de plantearnos si no es el momento de hacer
borrón y cuenta nueva. O sea, para que se entienda: que nada de lo que hoy es
competencia de las comunidades autónomas lo es para toda la vida. Y que hemos
de empezar a cuestionarnos algo que los nacionalistas han conseguido que
quedara como una verdad probada: a más autonomía, mejor para los ciudadanos.
Pues no, ni mucho menos. Creo que ha llegado la hora de plantearnos, con toda
libertad, sin ningún tipo de complejos ni hipotecas, la reversibilidad de todo
el camino recorrido. Sin pensar en otra cosa que el interés general de las
futuras generaciones."
En el caso de que se
eliminasen las Autonomías, se podría lograr un enorme ahorro de gasto público. La cuantificación del ahorro de gasto público que
se obtendría en las fases del proceso de supresión de las Autonomías es la
siguiente:
1) Con la
eliminación de duplicidades y redundancias administrativas 35.000
millones€
2)Ahorro
por la devolución al Estado de Sanidad,Educación y Justicia 25.000 millones€
3)
Reducción de gasto directo en personal+gastos corrientes de CCAA60.000
millones€
A estas cifras, hay que sumar también las correspondientes a la
desaparición de las empresas públicas autonómicas, al ahorro debido al
restablecimiento efectivo del mercado único interior en España, el beneficio
para las empresas y los particulares de la eliminación de las más de 100.000
normas autonómicas existentes, y otros efectos positivos menores; además
del benéfico, pero no cuantificable, del restablecimiento de la igualdad
entre todos los españoles en la prestación de los servicios sociales, que
han de ser similares en todo el territorio nacional.
La enorme magnitud de las economías expresadas anteriormente tienen su
explicación: el ahorro se consigue bien como efecto directo (los 60.000
millones€ de reducción de gasto en personal y gastos corrientes de
funcionamiento de las CC.AA.) o bien como efecto colateral (los 35.000
millones€ de eliminación de duplicidades y redundancias más los 25.000
millones€ de ahorro por la devolución al Estado de Sanidad, Educación y
Justicia).
A la cifra de 60.000 millones€ de reducción de gasto en personal más
gastos corrientes de funcionamiento de las CC.AA. se llega así: del gasto de
las Autonomías en 2014 de 81.144 millones€, corresponden 27.643 a gastos
corrientes de funcionamiento, que se ahorran totalmente eliminándolas. A su
vez, de los 53.501 millones€ gastados en personal, se ahorrarán solamente
32.357 millones€, pues lo restante, que es de 21.144 millones€, no se ahorrarán
porque la mayor parte de los empleados públicos de las comunidades autónomas
suprimidas habrán de continuar trabajando en otras administraciones públicas a
las que serán destinados. En resumen, el
ahorro directo será de 27.643 millones€ por la totalidad de los gastos
corrientes de funcionamiento más unos 32.357 millones€ en personal; o sea, un
total de 60.000 millones€.
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En principio
puede haber una salida técnica del laberinto, pero resulta totalmente
insuficiente para dejar atrás y superar los problemas que tiene el Estado
autonómico. Esa salida técnica es la que señalan Francisco Sosa Wagner y
Mercedes Fuertes
cuando en su libro se preguntan "¿Cómo
se sale de este laberinto? Es evidente que la definición del “interés
general” es el hilo que cose y da coherencia a las estructuras políticas.
Por eso, en los ordenamientos federales, que son lógicamente los más sensibles
a esta cuestión, se cuenta con instrumentos para deshacer los nudos gordianos
que puedan formarse y los tribunales constitucionales los aplican con toda
normalidad."
Lo primero que hay que
hacer es que el Estado recupere lo antes posible las competencias que
indebidamente transfirió a las manirrotas CC.AA., pues todos los españoles, independientemente
del lugar en que habiten deben obtener los servicios sociales con un nivel de
calidad similar.
El catedrático Leopoldo
Gonzalo y González afirma concluyentemente que “…se hace imprescindible revisar
el deslinde competencial entre el Estado y las comunidades autónomas. El modelo
previsto en los artículos 148 y 149 CE es bastante razonable y, por tanto,
asumible. Sin embargo, la aplicación abusiva de lo previsto en el artículo
150.2 CE, referente a la posibilidad de transferir a las comunidades autónomas
facultades de competencia exclusiva del
Estado –tal como las califica el artículo 149 CE-, junto con los medios
financieros necesarios para desempeñarlas, está traduciéndose en un vaciado de
la Administración general del Estado (la que realiza tan sólo el 21 % del gasto
público), convirtiéndola en una administración puramente residual y mermada en
sus posibilidades de protagonizar una política económica cifrada en el interés
común de todos los españoles."
En suma, y a mi juicio,
es necesario un replanteamiento del Estado de las Autonomías tal como se ha desarrollado
desde la Transición, reasumiendo la Administración del Estado las competencias
que le corresponden.
Ahora, con el fin de
adentrarnos en el tema de la salida del laberinto de las Autonomías voy a
reproducir, en primer lugar, lo que sobre ello dicen algunos expertos para,
posteriormente, dar mis propias conclusiones.
Comenzaré reproduciendo
parcialmente lo que ha escrito el catedrático de Derecho Constitucional Jorge
de Esteban,
que dice así:
“El gran fallo de la
Constitución de 1978, algo anómalo en el Derecho Constitucional mundial, es que
no establecía ningún modelo concreto de
Estado, desde el punto de vista de la descentralización del poder. Sin embargo,
en el Título VIII de la misma se podía haber llegado a escoger entre tres
modelos diferentes: el selectivo, el asimétrico y el igualitario.
En principio, la idea
originaria era resolver el problema de las peculiaridades catalana y vasca –y,
en menor mediad, gallega-, permitiendo que tuviesen una cierta autonomía, como
se concibió en la II República…La elección entre el régimen asimétrico y el igualitario quedaba así en las manos de la dinámica política y de
los gobernantes de turno. Mientras que los nacionalistas catalanes, vascos y
gallegos han tratado de asentar y consolidar el primero, la mayoría de las
comunidades autónomas restantes, han intentado ir igualando la cota marcada
sobre todo por los catalanes y vascos, que quieren diferenciarse del resto a
toda costa...El Estado no solo está marginado, sin medios de actuar, sino que
se halla exangüe.
... Hoy por hoy solo
existen dos fórmulas para que España siga siendo un país unitario: o se
establece un Estado asimétrico, en
donde haya territorios que tengan más competencias que los demás, o se acaba
aprobando un Estado federal, en el que todos los territorios tengan semejantes
competencias. Estas dos tendencias, hoy por hoy irreconciliables, saldrán a
flote tras las próximas elecciones generales y exigirán, si se quieren
coordinar, que se reforme de una vez una Constitución que, como creo que fui el
primero en señalar, nació inacabada y
de ahí que sigamos pagando las consecuencias. Pero, naturalmente, si lo oscuro
acabamos viéndolo, lo que es completamente claro lleva mucho más tiempo”.
En todo caso, para
generalizar el bienestar socioeconómico en las regiones (excepto en Cataluña,
País Vasco y Galicia), bastaría un modelo uniforme de descentralización, con
reducción del aparato administrativo local (diputaciones), agrupaciones de
municipios y limitación de facultades de orden administrativo y legislativo
para evitar el confuso laberinto en el que se ha convertido el Estado
autonómico.
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En mi opinión hay tres
salidas del laberinto autonómico: la del Estado confederal, como quieren el
PSOE de Sánchez y sus aliados independentistas; y otras dos en las que se
mantendría el Estado unitario: la del federal y la del Estado asimétrico.
Para instaurar un
Estado unitario asimétrico hay que iniciar un proceso que tendría dos fases:
1) convertir la
autonomía regional en negativa, desfavorable e indeseable tanto para los
ciudadanos como para los políticos.
2) consolidar
jurídicamente el Estado unitario asimétrico con la necesaria reforma
constitucional.
En lugar del “café para
todos”, tendremos que conformarnos con el “café para unos pocos” o, incluso,
con el café para ninguna comunidad territorial. Por mi parte, soy partidario de
que se mantenga el “café” solo para las nacionalidades, pero no como un
privilegio, dado que todos los españoles somos iguales ante la ley. Por lo
tanto, el “café para unos pocos” debe ser no atractivo. Y la amargura del café
autonómico se conseguirá cuando sea autofinanciable con los impuestos de los
habitantes de cada territorio autónomo, en vez de ser subvencionado por el
Estado; o sea, por el resto de los españoles, como ahora. ¡Ah!, y cuando digo
autofinanciación de la autonomía, quiero decir que sea suficiente para pagar
también las amortizaciones y los intereses de la deuda pública de cada
comunidad autónoma. Y la amargura del café autonómico se conseguirá también
porque las competencias autonómicas serán pocas, tasadas y no ampliables con
transferencias de competencias exclusivas del Estado. En fin, el “café” será amargo
si deja de ser el chollo que es actualmente para los nacionalistas, incluso
electoralmente, y pasa a ser un mal negocio. Y, por supuesto, a la comunidad
territorial que no le guste su autonomía, siempre podrá renunciar a ella, para
ser igual que las otras comunidades de régimen común.
En fin, como ya sabemos
que las Autonomías son costosas -¡un verdadero lujo!-, a las comunidades que
continúen siendo autónomas se les obligará a que financien su autonomía con una
imposición visible y onerosa a los habitantes de sus territorios como, por
ejemplo, con un recargo del cien por ciento en el Impuesto de la Renta de las
Personas Físicas, para que sus habitantes sean conscientes de que la autonomía
les exige una tributación mayor que la correspondiente a los residentes en
comunidades territoriales de régimen común. Por supuesto, ello podría dar lugar
a traslado de residentes ricos de unas regiones a otras para tener menor carga
tributaria.
Las comunidades
autónomas deberán satisfacer puntualmente su deuda pública que, en ningún caso,
podrá trasladarse al Estado. En el caso de que los gobiernos nacionalistas de
alguna comunidad autónoma establecieran normas discriminatorias a la libre
circulación de personas, bienes o capitales, como cierta política lingüística,
o barreras de cualquier tipo que perjudicasen al mercado interior o a la
competitividad de los productos y servicios, el Estado tendrá potestad
constitucionalmente reconocida para exigir que sean anuladas y, en caso de
desobediencia de las autoridades autonómicas, podrá dejar en suspenso la
autonomía política territorial hasta que se restablezca la normalidad o imponer
graves sanciones a la Comunidad autónoma infractora. Hay que tener en cuenta
que, históricamente, las CC.AA. han mostrado tendencia a someter el interés
general a sus conveniencias nacionalistas o regionalistas.
España necesita ser un
Estado poderoso, aunque sea asimétrico, con capacidad normativa suficiente para
mantener en su sitio a las comunidades autónomas. Si los nacionalistas que
gobiernen alguna de ellas no está conforme con que el Estado intervenga para
que se respete el interés nacional, ya saben lo que tienen que hacer: lanzarse
a la aventura de una independencia perjudicial…sin contar con España, ni con
Europa; pero manteniendo su obligación de amortizar su propia deuda pública; es
decir, afrontando individualmente las exigencias de los mercados financieros
globalizados.
Debemos recordar que la
autonomía territorial es muy costosa. La autonomía es carísima, un lujo. Y por
ello, en el caso de Estados asimétricos, la autonomía debería ser financiada
totalmente por los beneficiarios directos de la misma en las comunidades que
sean autónomas. Al fin y al cabo, son sus habitantes quienes habrán votado
afirmativamente las peticiones de autonomía de sus representantes políticos que
se concretan en los Estatutos de autonomía y en las reformas estatutarias. La
autonomía es un derecho, pero no una obligación, en un Estado unitario como el
español. Por lo tanto, a más autonomía de un territorio, hay obligación de
contribuir a su financiación por los habitantes de ese territorio. Si no
quieren contribuir a su mantenimiento, tendrán que votar negativamente en los
correspondientes referéndums sobre las reformas estatutarias que sus
representantes políticos les propongan.
Para que la
financiación de la autonomía sea suficiente es preciso que haya también un
copago tributario por parte de los ciudadanos beneficiarios de ella: a mayor
autonomía, mayores impuestos o recargos impositivos territoriales. De esta
manera, cofinanciarán los servicios superiores a la media nacional que su
comunidad autónoma les proporcione, teniendo así autoridad para exigir buenas
prestaciones sociales….y también podrán comprobar, cuando rindan cuentas los dirigentes
políticos de su comunidad, si la autonomía territorial es tan fructífera y
conveniente para los ciudadanos como los partidos políticos y sus voceros les
han contado.
En el Estado asimétrico
que propongo, todas las regiones serían de régimen común, excepto Cataluña, el
País Vasco y Galicia, así como Navarra que mantendría también su régimen foral.
Todas ellas podrían tener un Estatuto de autonomía con un contenido similar al
que obtuvieron en la II República. En el caso de Galicia, se trataría del proyecto
de Estatuto, pues no llegó a aprobarse el suyo. Además, los techos de
competencias transferibles a esas nacionalidades
se establecerían homogénea y claramente en la Constitución, sin que
pudieran ampliarse con delegación de competencias estatales en ningún caso.
La
construcción de ese Estado asimétrico se haría usando suficientes incentivos y
asimismo, en su caso, medios disuasorios.
Me explico. Para que las regiones dieran su conformidad a su vuelta al régimen
común se les ofrecerían sustanciales alicientes como, por ejemplo, la asunción
por el Estado de su deuda pública, de la que quedarían liberadas. Es preciso
tener presente que la autonomía es un derecho de las nacionalidades y regiones
reconocido en el artículo 2 de la Constitución, que está incluido en su Título
Preliminar. Si, a pesar de todo, hubiera muchas CC.AA. que no estuvieran
dispuestas a volver al régimen común, entonces habría que cambiar nuestro
modelo de Estado, lo que exige modificar esencialmente la Constitución -para
eliminar el derecho a la autonomía territorial del Título Preliminar-, mediante
el procedimiento previsto en el artículo 168 de la CE.
En resumen, que se ha de conseguir que la mayoría de las
CC.AA. renuncien voluntariamente a su autonomía, lo que será casi imposible en
el caso del País Vasco y de Cataluña y, probablemente también en Galicia y la
Navarra foral.
Entonces, todas estas
Comunidades que no renuncien a ella, seguirán manteniendo su Autonomía
política, pero ella tendrá que limitarse a unos techos de competencias que no
serán ampliables.
Para conseguir la
renuncia a la autonomía de la mayoría de las regiones y su vuelta al régimen
común deberá seguirse un itinerario similar al siguiente:
1)
Acuerdo entre PSOE y
PP, abierto a otros partidos, para aprobar una reforma constitucional que
modifique sustancialmente el Título VIII de la Constitución española en lo
relativo a las autonomías territoriales, con aprobación por referéndum popular,
para convertir la autonomía política en algo excepcional, negativo y costoso para
los habitantes de los territorios autónomos.
2)
Aprobación de leyes
orgánicas que normalicen las autonomías territoriales en un nivel semejante
para todos los territorios autónomos y establezcan techos competenciales; que
concreten que la financiación de las costosas autonomías sea a cargo de los
habitantes de los territorios autónomos; que dejen claro que la iniciativa de
la modificación de los Estatutos de autonomía
corresponde al Parlamento del Estado; que garanticen la solidaridad
interterritorial de las comunidades autónomas
ricas a los restantes territorios; así como, finalmente, la prohibición
de establecer normas autonómicas discriminatorias –como que el castellano no
sea lengua vehicular en la enseñanza- o barreras u obstáculos al comercio
interterritorial y al mantenimiento del mercado único español.
3)
Aprobar normas que
garanticen que la financiación autonómica de las CC.AA. restantes se realice
ortodoxamente, con estabilidad presupuestaria, sin déficit ni endeudamiento.
4)
Devolución al Estado de
las competencias transferidas, por aquellas CC.AA. que lo decidan así.
5)
El Estado asumirá la
deuda pública que tengan las Comunidades que acepten regresar al régimen común en
referéndum popular vinculante, y les concederá otros alicientes o incentivos.
6)
Creación de las
Delegaciones regionales del Gobierno central en las CC.AA. que renuncien a su
autonomía política, dotándolas de una descentralización administrativa máxima,
lo que conllevará el mantenimiento de un gobierno regional presidido por el
Delegado regional, pero no de un Parlamento autonómico.
7)
Nombrar delegados
regionales del Gobierno central a los presidentes de las actuales CC.AA. que
renuncien a su autonomía política, durante el tiempo que reste de la
legislatura autonómica, siendo su nombramiento a ese cargo renovable.
8)
En las regiones
pluriprovinciales de régimen común habrá un Subdelegado del Gobierno central en
cada una de sus provincias integrantes, dependiente del Delegado regional, y se
suprimirán las delegaciones provinciales de
la Comunidad Autónoma al desaparecer ésta; pero se mantendrán las
actuales Diputaciones provinciales, reformándolas para que cumplan sus
funciones más eficientemente.
En definitiva, la
legislación estatal debe favorecer decisivamente el regreso de la mayoría de
los territorios al régimen común, a fin de que la autonomía política
territorial se convierta en excepcional y no atractiva por ser perjudicial. Por
supuesto, como la autonomía es un derecho pero no una obligación, cualquier
comunidad autónoma podrá renunciar democráticamente a su autonomía si así lo
desea, reintegrándose al régimen común de otras regiones.
En fin, yo creo la
mejor salida del laberinto del Estado autonómico es el de transformarlo en un Estado unitario asimétrico fuerte,
porque en muchos territorios de España existen déficits sociales y educativos,
y ni el Estado autonómico ni un hipotético Estado federal u otro confederal serían capaces de
conseguir la modernización y el desarrollo que compensaran tales déficits que,
en último término, deberían ser atendidos por la solidaridad que garantiza y
proporciona el Estado unitario.
JOAQUÍN JAVALOYS