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domingo, 18 de julio de 2021

EL DISCRETO ENCANTO DE LA ESCLAVITUD

Panóptico 33 el discreto encanto de la esclavitud

 

Desde el Panóptico, desde la altura histórica, se perciben relaciones que inmersos en la algarabía del presente pueden quedar ocultas. Una de ellas es la que existe entre las nuevas tecnologías, la economía de los datos, el capitalismo de la vigilancia, las democracias no liberales, el crédito social chino y la psicología conductista. Lo que enlaza todos estos fenómenos es que suponen una cierta devaluación de la libertad, que ya no parece tan importante como solía.

Esta afirmación puede parecer disparatada, cuando con motivo de la pandemia hay tantos gritos de ¡Libertad!¡Libertad!, pero los que llevamos mucho tiempo lidiando con el tema, sabemos que la libertad no es hacer lo que te de la gana, porque con frecuencia no somos dueños de nuestras ganas. En muchas ocasiones consiste, precisamente, en lo contrario. En hacer lo que no tienes ganas de hacer, pero piensas que debes hacerlo porque es tu obligación o porque es la decisión más inteligente, aunque sea la más molesta.  Jean Paul Kaufman, de quien ya he hablado en esta sección, dice algo parecido en su último libro C’est fatigant la liberté. Según este sociólogo, tomar decisiones continuamente puede producir agotamiento. Piensa que la pandemia ha despertado en mucha gente la idea de dejar que otros tomen las decisiones, de valorar sobre todo la comodidad, de vivir en pijama, en una “societé molle”, en la sociedad suave. La comodidad, esa “felicidad blanda y fácil” que según Fukuyama ofrece la cultura de la dependencia voluntaria, fomenta la pasividad. Tomás de Aquino había opuesto la acción humana, que busca lo arduo, a la acción animal, que se deja llevar por lo fácil.

Lo que me interesa subrayar es que todos estos fenómenos suponen el triunfo de la psicología conductista, lo que merece una explicación. En todas las listas de los psicólogos más influyentes del siglo XX figura en primer lugar el profesor Skinner, gran teórico del conductismo. Esta teoría afirma que la conducta está modelada por los refuerzos positivos y negativos, es decir, por los premios y las sanciones. Lo que sucede dentro de la cabeza de las personas tiene poca importancia. Defendió que la aplicación de sistemas de condicionamiento, de ingeniería conductual, podría conseguir el bienestar social; que la aplicación masiva de las técnicas de modificación de conducta podría dar lugar a un mundo ideal, que describió en su novela Walden 2. En Más allá de la libertad y de la dignidad, mantuvo que la idea de un sujeto autónomo y libre era precientífica, y que venerarla había impedido resolver los problemas sociales por medio de técnicas conductistas. Si lo que queremos es una sociedad justa y feliz, concluía, debemos prescindir de la idea de libertad. La gente puede comportarse bien sin necesidad de hacerlo libremente. Basta premiar la bondad y castigar la perversidad. La libertad queda entonces reducida a su propiedad menos respetable: la capacidad de equivocarse. Es decir, una imperfección.

En la teoría de Skinner el objeto de estudio de la psicología es la conducta, y no la mente o la mente y la conducta a la vez.

Las ideas de Skinner tuvieron una influencia hegemónica en Psicología durante más de una década, y sólo la perdieron con el advenimiento de la psicología cognitiva, que volvía a interesarse por los antecedentes mentales de la acción. Sin embargo, importantes movimientos sociales y políticos están haciendo triunfar en la práctica las teorías conductistas. Empieza a cundir la idea de que la libertad no es tan importante, si se abdica de ella voluntariamente y los resultados de esa decisión son satisfactorios, eficientes y justos.  Si soy feliz ¿para qué quiero ser libre? Tres fenómenos corroboran su éxito: las nuevas tecnologías, el auge de las democracias no liberales, la influencia ideológica de China. Los tres tienen en común la idea de que hay valores más importantes que la libertad, como el bienestar, la eficiencia, o la justicia.

PO33 Mapa El discreto encanto de la esclavitud

Comenzaré por las tecnologías de la información, que trabajan para modelar la conducta. Google y Facebook, que habían nacido para facilitar la información y la conexión, descubrieron que su colosal fuente de ingresos era la publicidad y, posteriormente, lo que empieza a llamarse “excedente conductual”, es decir, la información sobre el comportamiento de los usuarios que puede servir para predecir los deseos y comportamientos futuros, y proporcionar esa información a empresas que se encarguen de fabricar los productos adecuados. Shoshana Zuboff, en su influyente libro La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós) sostiene que ese capitalismo e-manipulador está favoreciendo la aparición de esclavos felices, sumergidos en su pantalla. Por cierto, Zuboff fue alumna de Skinner en Harvard. Eric Schmidt, exejecutivo de Google y presidente de la Comisión Americana de Seguridad Nacional en Inteligencia Artificial ha dicho: los países occidentales deberíamos unir nuestros esfuerzos para que la democracia no sea vencida por la tecnología. La irresponsabilidad con que cedemos nuestros datos a La Red supone el triunfo de Skinner porque, como él quería, es un gigantesco modificador de conductas, voluntaria y gratamente aceptado.

 Nadie puede hoy vivir off-line, sin usar la red y, por lo tanto, todos estamos sometidos a la misma tiranía.

La tecnología nos proporciona grandes satisfacciones y comodidades. ¿Qué más da que estemos enganchados a esos premios? En realidad, ¿por qué valoramos la libertad? Porque pensamos que nadie como nosotros mismos sabe lo que nos haría felices. Si otra instancia puede proporcionarnos la felicidad, la libertad resulta superflua. Así funcionaron las creencias cristianas en un Dios providente, que premia la obediencia. Lo mismo ocurre en la cultura japonesa. El sentimiento fundamental es amae, la cordial dependencia de un superior, un paternalismo a todos los niveles. También sucedía en la dictadura soviética. Todavía en una reciente encuesta, un número importante de los ciudadanos de la Alemania Oriental añoran la dictadura que les aseguraba unos mínimos, aunque limitando su libertad.

Volviendo a la tecnología, Tim Harris, experto tecnólogo, escribe: “Puedo ejercer control sobre mis dispositivos digitales, pero sin olvidar que al otro lado de la pantalla hay un millar de personas cuyo trabajo es acabar con cualquier asomo de responsabilidad que me quede”. Su testimonio es relevante porque formó parte como experto de ese millar de personas, mientras trabajaba en Apple, Wiki, Apture, y Google. Harari en 21 Lecciones para el siglo XXI advierte: “Podrías ser perfectamente feliz cediendo toda la autoridad a los algoritmos y confiando en ellos para que decidan por ti y por el resto del mundo”. Con razón, Evgeny Morozov, experto en tecnologías digitales, afirma: “El verdadero santo patrón de “internet” es B.J. Skinner.

Las tres preguntas que hay que hacerse son: ¿Quién tiene el conocimiento? ¿Quién decide? ¿Quién decide quién decide?

La segunda demostración del creciente desinterés por la libertad es el auge de las democracias no liberales, un término acuñado por Orbán en 2014. La distinción entre sistemas democráticos y no democráticos se está difuminando. El estudio de Pew Research sobre 38 naciones, en 2017, mostraba que la democracia no se consideraba ya un valor inviolable, ni siquiera por los ciudadanos de las democracias consolidadas. Aunque el 78% dicen que la democracia es buena, el 49% dice que también puede serlo estar gobernados por expertos, un 26% por un líder fuerte, y un 24% por militares. En Estados Unidos, solo el 40% apoyan la democracia, rechazando las otras alternativas. Y un dato preocupante: Italia, Reino Unido, Francia, España, Polonia y Hungría están por debajo de la media. Solo un 37% se comprometen exclusivamente con la democracia. Aumenta, además, la atracción por el sistema autoritario chino.

El Índice Democrático 2020 ¿En la enfermedad y en la salud?, elaborado por The Economist indica que de 165 países estudiados solo 23 son democracias plenas (entre ellas la española). Incluyen solo el 8’4% de la población mundial. Hay 57 “regímenes autoritarios, donde viven el 35,6% de los habitantes del planeta (unos 2.800 millones de personas). Según este estudio, algo menos de la mitad (49,4%) de la población mundial vive en un país democrático en algún grado (75 países). El alto nivel de abstención preocupa como síntoma de desafección política. L’express (24.6.2021) tras haberse dado un 68% de abstención en las elecciones regionales, comenta:” Existe en muchos franceses una gran pereza de saber. Una complacencia individualista, consistente en refugiarse en su burbuja de certezas y convicciones, sobre todo en las redes sociales, lo que supone un abandono de la ciudadanía”.

Incluso el liberalismo se ha hecho un lio con la libertad. Ha sido absorbido por el ‘liberalismo económico’, cuya esencia está en reclamar ‘libertad económica’, no libertad a secas. De hecho, algunos economistas liberales admiten la posibilidad de un liberalismo económico no democrático. En declaraciones a ‘El Mercurio‘ (12-4-1981), el premio Nobel de Economía Hayek dijo: “Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un Gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente”. Hace ya 20 años, Xavier Sala i Martin, conocido economista liberal, al recibir el premio Juan Carlos I de Economía, afirmaba que “la falta de libertad política no es mala para el crecimiento económico. La democracia es un bien de lujo” (‘El País’, 19.1.98).

El tercer fenómeno que define nuestra situación, muy relacionado con los anteriores, es la propuesta ideológica china, de la que he hablado mucho en el Panóptico. El Partido Comunista Chino se ha alejado de Marx para acercarse a Confucio.  Opina, como Skinner, que la obsesión por la libertad ha sido una equivocación de la cultura occidental. China, en cambio, no reivindica como valor principal la libertad, sino la armonía y una “modesta prosperidad”. Es su oferta política al mundo. El presidente Xi Jinping, al inaugurar la reunión de la Organización de Cooperación de Shangai (10.6.2018) apeló a Confucio para transmitir su mensaje: “El confucianismo, que es una parte integral de la civilización china, promueve la armonía, la unidad y la comunidad compartida para todas las naciones”. Frente a la competitividad desalmada de la cultura occidental, defiende una cooperación socialista, basada en una “democracia del mérito”, no en los partidos. Esta idea ya está calando en el mundo occidental.  Daniel A. Bell, autor de The China Model: Political Meritocracy and the Limits of Democracy, defiende esa “meritocracia democrática vertical”. John Micklethwait, exdirector de The Economist, en The global race to reinvent the State sostiene que China se halla en el centro del debate sobre el futuro modelo de Estado”.

China aspira a convertirse en la potencia civilizadora del siglo XXI

Lo que me interesa de China -sin duda un estado dictatorial- es su proyecto skinneriano para mejorar la convivencia. Consiste en implantar un sistema de “crédito social”, apoyado en alta tecnología informática, para restaurar la moralidad. Quien tiene un crédito social alto tendrá acceso a muchas ventajas, es decir, reforzadores positivos, y quien tenga un crédito social bajo tendrá desventajas. El régimen pregunta: “Si premio la buena conducta y castigo las malas ¿estoy alterando la libertad de las personas?” Se extiende, pues, la idea de que la libertad estaba sobrevalorada. Por varios caminos se nos sugiere que el futuro del bienestar, la paz, y la justicia está en confiar en sistemas eficientes que tomen las decisiones por nosotros.

Sólo podremos rehabilitar la libertad si demostramos su grandeza, no sus miserias. Vivimos inevitablemente en redes sociales, digitales o reales, pero para no diluirnos en ellas y dejarnos llevar de sus facilidades, tenemos que fortalecer los nodos, es decir, las personas. Tener que decidir es difícil, y querer hacerlo con responsabilidad, más difícil todavía. “¡Que piensen ellos!” puede parecer un alivio, pero es una trampa. Frente a la idea de un sujeto débil, de un pensamiento débil, de una teoría claudicante de la verdad, de un escepticismo democrático que se manifiesta en abrumadoras tasas de abstención, debemos defender la idea de un sujeto con capacidad crítica, autónomo, capaz de aprovechar las maravillas tecnológicas para aumentar sus posibilidades de decisión y de acción, interesado en comprender y en buscar la verdad. Harari, en un estupendo artículo que les recomiendo – “Los cerebros ‘hackeados’ votan”. (El País).- hace una advertencia sorprendente, con la que estoy de acuerdo. Tener fe en el libre albedrío es peligroso. Si los Gobiernos y las empresas logran hackear o piratear el sistema operativo humano, las personas más fáciles de manipular serán aquellas que creen en el libre albedrío. Son nuestras propias opiniones las que pueden estar controladas desde fuera. El que se nos hayan ocurrido a nosotros no quiere decir que sean ideas nuestras. No nacemos libres, nos vamos liberando con más o menos acierto. Conocer nuestras vulnerabilidades es el comienzo de nuestra fortaleza. Ya lo dijo el sabio Spinoza: La libertad es la necesidad conocida. Solo si conocemos las influencias, los determinismos biológicos, sociales o psicológicos que actúan sobre nosotros, es posible controlarlos.

La solución, pues, es la misma que señaló Jefferson hace los siglos: “No conozco ningún guardián de los poderes últimos de la sociedad que no sean los mismos ciudadanos; y si creemos que no están lo bastante instruidos como para ejercer su control con un criterio saludable, el remedio no consiste en quitarles el control, sino en informar su criterio”. Es el ideal educativo que he defendido en Proyecto Centauro, y cuya viabilidad intento demostrar pasito a paso en el Panóptico. Pero reconozco su dificultad: soy optimista pero no ingenuo.

 

 

                                                  JOSÉ ANTONIO MARINA  Vía Revista EL PANÓPTICO núm. 33

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