La leyenda de Iván Redondo fue ayer rota en pedazos por quien, capaz de engañar a su sombra y a quien se creía que lo era, lo arrojó al barranco sin esperar a que su poderoso valido tomara la iniciativa
ULISES CULEBRO
Hace 40 días, en el cénit de su poder de valido, el director de gabinete de la Presidencia del Gobierno, Iván Redondo, confesaba públicamente su ciega abnegación por Pedro Sánchez hasta el punto de mostrarse dispuesto a «tirarse por un barranco» por su jefe. «Lo hago aquí, ahora y mañana. Y ahí voy a estar con él hasta el final», presumió. No era la primera vez que hacía una aseveración de ese jaez, pero sí que la efectuara en el marco de su comparecencia ante la Comisión Mixta (Congreso-Senado) de Seguridad Nacional.
Era acorde, desde luego, con la genérica contestación ofrecida el 20 de abril de 2016 a Pablo Iglesias en el programa televisivo La Tuerka que presentaba el otrora líder de Podemos. Al inquirirle sobre la esencia de su oficio de spin doctor, Redondo aseveró: «Una persona que se tira por un barranco por su cliente, por su presidente, por su candidato». Ambos terminarían fraguando cuatro años después el pacto del actual Gobierno de cohabitación entre PSOE y Podemos después de las fallidas elecciones plebiscitarias del 10-N de 2019 y hoy vuelven a la casilla de partida en que se hallaban antes de desempeñar posiciones determinantes que han acabado derrotándoles.
Muchos cavilaron que lo de «tirarse por un barranco» no dejaba de ser una hipérbole por quien declaraba, hablando de sí mismo, que «en torno a mi persona hay más ficción que realidad». Tan era verdad esto último como que él mismo se encargaba de engrosar la leyenda hablando en tercera persona. Al igual que, en el célebre diálogo de El hombre que mató a Liberty Valance, Redondo adoptaba la pose del personaje del senador al que el pueblo transfiguró en héroe al matar en duelo al conspicuo forajido.
Cuando un periodista le pide que rememore su gesta -sin experiencia con armas, abatió a un diestro pistolero-, el senador le desvela que no fue él quien, en verdad, lo hizo. Sorprendido por la inesperada confesión, pero reacio a destruir el mito, el periodista glosa: «Cuando la leyenda se convierte en realidad, publica la leyenda». La leyenda de Redondo, en efecto, fue ayer rota en pedazos por quien, capaz de engañar a su sombra y a quien se creía que lo era, lo arrojó al barranco sin esperar a que éste tomara la iniciativa, como tampoco la adoptó -todo sea dicho- el desalojado con todos aquellos a los que, previamente, había prestado sus servicios de consultor.
Después de servirse de tretas y señuelos para desviar la atención de los errores del Gobierno, al modo de los Macguffin que popularizó Hitchcock para turbar al espectador e imprimir un giro copernicano a sus tramas, un ufano Redondo quiso -como el gran maestro del suspense- hacerse presente y asomarse intermitentemente en la pantalla como en los comicios catalanes para cosechar los aplausos de la militancia. Sin duda, demasiado para la egolatría narcisista de Sánchez. El presidente no podía consentir, por más tiempo, que se asentara la impresión de que era barro moldeable de alfarero del supuesto Pigmalión que, contra pronóstico, lo aupó a La Moncloa a través de una moción de censura Frankenstein siendo el presidente con el menor número de escaños propios desde la restauración democrática. Después de su inmenso dominio como privado de Sánchez, cuasi alter ego, Redondo deja de dar las órdenes en The War Room del Ala Oeste de La Moncloa y ni siquiera el presidente le agradece los servicios prestados al todopoderoso gurú.
En su reconocimiento a quienes «se han dejado la piel en momentos muy duros», Sánchez dejó en blanco a quien ha sido su hombre de mayor confianza en los años en los que le cambió la vida. Conceptuando la política no como el arte de lo posible, sino «de lo invisible», en cuanto quiso sacar cabeza y media de más, Redondo la perdió. Será reemplazado por el presidente de Paradores, Óscar López, quien vivía un ostracismo dorado tras ser secretario de Organización con Alfredo Pérez Rubalcaba como máximo dirigente del PSOE.
En el acto cuarto de Ricardo III, Shakespeare retrata el momento en el que el tirano, recién coronado, le dice al duque de Buckingham, su estratega preferente y copartícipe de sus delitos para deshacerse de su sucesión de enemigos, reales o imaginarios en su ascenso al trono: «Por tus consejos y por tu ayuda, el Rey Ricardo se sienta tan alto». Pero, penetrado por la duda, le inquiere a renglón seguido: «¿Llevaremos estos esplendores durante un día? ¿O durarán y disfrutaremos siempre de ellos?». En vez de contestarle abiertamente, Buckingham opta por exclamar: «¡Sigan viviendo, y duren eternamente!», mientras murmura para sí: «¡Bah! Puedo imitar al más perfecto trágico». La negación del confidente de Ricardo III podría haber sido la del consejero Redondo al augusto Sánchez.
No obstante, cualquiera que conozca la tragedia shakesperiana no ignora que Ricardo III, una vez alcanzada la esfera a la que aspiraba, es consciente de que las malas artes que le han permitido consumar su ambición no amurallan su hegemónica cota. Ello le origina tal desasosiego que cuestiona la lealtad de su círculo íntimo al percatarse de que quienes le sirven son infames que solo miran por su propio interés como él mismo, por lo demás. «No quiero a mi lado a quien me mire con ojos escrutadores», dicta Ricardo, y su viejo aliado Buckingham, al que acusa de importunarlo, interpreta que debe huir de inmediato si quiere salvar la existencia, si bien sus esfuerzos serán vanos terminando prendido y ejecutado.
Como defenestrado ha sido todo el núcleo duro de Sánchez desde que habita en La Moncloa: su jefe de gabinete, Iván Redondo, su vicepresidenta política, Carmen Calvo, y su ministro principal y número dos del PSOE, José Luis Ábalos, enzarzados entre sí por la preeminencia en el despacho presidencial. Al poner a rodar sus cabezas, Sánchez recrea la leyenda de la Campana de Huesca, cuando Ramiro II El Monje decapitó a una docena de nobles a los que reunió bajo el ardid de fabricar una campana tan grande que oyera todo el reino. Cortó los badajos que le incordiaban y garantizó un repique monocorde. De tal modo, evita que cunda la especie de que le dicen cual señores feudales: «Nos, que somos igual que vos y todos juntos más que vos...»
Con cabezas tan distinguidas por el pendiendo de la picota, Sánchez ha dado un golpe de fuerza para reforzar la homogeneidad de su equipo desprendiéndose -al precio de tres por uno- de Redondo, Calvo y Ábalos, al tiempo que premia la discreción y efectividad de Félix Bolaños como secretario general de Presidencia designándole ministro y convirtiéndole en vicepresidente político en la sombra.
Sin llegar a la condición de caído, pues llegó al Consejo de Ministros hace unos meses tras el nombramiento del ministro Illa como postulante a las elecciones catalanas, quien sale tocado es el ministro de Política Territorial, relegado a un ministerio maría como es Cultura y Deporte, cuando muchos encaramaban a Miquel Iceta al despacho de Calvo. Era repetir la jugada de Felipe González con Narcís Serra cuando el entonces presidente desató sus hostilidades contra Alfonso Guerra tras ofrecer su propia cabeza a aquellos que exigían la testa de su número dos por los trajines del hermano de éste desde el despacho vicepresidencial habilitado en la Delegación del Gobierno en Sevilla.
En la cartera de Política Territorial, además de como portavoz, sitúa a la alcaldesa de Puertollano, Isabel Rodríguez, cuya designación cabe interpretar, al margen de los méritos de la nueva ministra, en dos direcciones bien diferentes por parte del presidente de las mil y una caras como sumo muñidor: bien trata de tranquilizar a los barones más críticos con sus concesiones al nacionalismo designando a un cargo público ascendente del partido en la muy constitucionalista Castilla-La Mancha, bien le quiere pasar factura al díscolo Emiliano García-Page poniendo el foco a su eventual sustituta para las elecciones autonómicas de dentro de dos años como reedición de la operación Illa y colocar al desplazado en el Senado en un escaño aledaño al de Susana Díaz. Ni que decir tiene cual es la opción que se paga más cara en el siempre agitado mercado de las apuestas políticas.
Cuando todo apuntaba a un cambio de guardarropía, ha hecho un cambio en profundidad que habrá que juzgar en función de si opera una modificación del rumbo en marcha, pero eso obligaría a alterar una alianza que, hoy por hoy, es inquebrantable, por lo que tratará de sacar brillo y lustre a la gestión de los fondos comunitarios. Si la ley de conservación de la materia estipula que ésta ni se crea ni se destruye, sino que se transforma, como elucidara Lavoisier, otro tanto cabe decir cada vez que un gobernante se siente acuciado y aparenta que todo cambia para que todo, en esencia, siga tal cual. No hay que recurrir, en este caso, a ninguna serie de televisión en la que el cesante Iván Redondo encontraba su fuente de inspiración, sino que basta retomar del anaquel de las viejas lecturas a Il Gattopardo del siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa cuando Don Fabrizio, Príncipe de Salina, para justificar que sufragara al revolucionario Garibaldi, proclama cínicamente: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi».
Por eso, conociendo a Sánchez y como la fuga escopeteada por Ayuso de Iglesias no supuso ningún cambio de política, sino intensificación de ésta, así como la rendición del Estado de Derecho al servicio de los separatistas, hay que estar vigilantes ante quien busca arrogarse poderes excepcionales con la nueva Ley de Seguridad Nacional como si fuera el mismísimo Luis XIV de Francia proclamando «L'État, c'est moi». El sueño de todo político es envestirse absolutus legibus; esto es, libre y desatado de las leyes, como veía el abate Bossuet a su adorado Luis XIV. En este sentido, conviene no confundirse y, si parece un pato, nada como un pato y grazna como un pato, hay que convenir que es un pato e identificarlo por su nombre por mucho que se tinte de variados colores su plumaje.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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