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domingo, 4 de julio de 2021

EL AVENTURERO NIÑO CARLOMAGNO SE PIERDE EN EL BOSQUE

 

Fuente: El Heraldo.

Recuerdo que fue un cálido día de junio, al caer la tarde, cuando estaba yo en Laon jugando con mi perro Glotón, un pastor alemán que siendo todavía cachorro me regaló mi madre unos meses antes, al cumplir siete años.

De pronto, hasta el patio trasero del palacio condal donde jugaba con Glotón, llegó el sonido de la campana avisando que la cena iba a comenzar. Me lavé las manos rápidamente en el agua que había en una pila y, tras despedirme de Glotón, corrí apresuradamente para llegar al comedor antes que mi abuelo Caribert, pues no quería darle motivo a que me riñera ni castigase.

¡Bien! fui el primero en llegar. Esperé de pie a que viniesen el conde y mi madre. Unos minutos después, cuando llegó mi abuelo, solo, me dio permiso para sentarme. Enseguida ordenó a los sirvientes que trajesen la cena.

Yo me atreví a preguntarle, tímidamente:

-              ¿Es que no viene mi madre a cenar?.

-                 No, no vendrá ni hoy ni nunca. La he encerrado en la mazmorra porque hemos discutido. La he reprochado que deshonró a mi estirpe, al sagrado linaje merovingio, cuando te trajo al mundo siendo concubina del pipínido mayordomo del palacio real.

-                 Señor, ¿es que vais a matar a mi madre?, -me atreví a preguntarle-.

-                 ¡Sí!, la voy a matar. Pero a ti, Carlos, no pienso matarte; aunque tienes que comportarte mucho mejor que hasta ahora.

Al oír todo esto se me encogió el corazón y me quedé sin habla, pues el miedo se apoderó de mí. Mi abuelo era malo y cruel: era capaz de todo. Desde luego yo estaba seguro de que a mi madre sí que iba a matarla.

Temeroso, no quise moverme ni decir nada durante la cena. Lo único que deseaba era irme corriendo de allí. Mi abuelo tampoco me dirigió una sola palabra mientras cenábamos. El silencio se me hizo pesado e insoportable. La cena fue lenta e interminable. Apenas comí algo, pero no osé levantar la vista de mi plato ni mirar a mi abuelo.

Por fin oí la frase liberadora:

-        Carlos, puedes retirarte a tu cámara. ¡Buenas noches!.

Sin que me saliera ni una sola palabra, me levanté de la mesa y andando lentamente, sin volver la vista atrás porque no quería ver al conde, me dirigí hacia mi cámara. A mitad de camino se me ocurrió desviarme hasta el patio trasero para decirle una cosa muy importante a Glotón. Al aproximarme a su caseta, salió gozoso a mi encuentro y me recibió moviendo alegremente su rabo y dándome lametazos. Me los daba en las manos solamente porque no le dejaba que me los diese también en la cara, a pesar de que lo intentaba. Le hice unas carantoñas, pero enseguida me puse frente a él diciéndole muy en serio:

-                 Glotón, amigo, prepárate porque vamos a hacer un largo viaje. ¡Mi abuelo quiere matar a mi madre!. Nos vamos a escapar mañana al amanecer. Tengo que huir de aquí. Tengo que ir a Soissons, al palacio de mi padre, para decirle que venga enseguida a rescatar a mi pobre madre antes de que la mate el conde. Tú me acompañarás, ¿verdad?. Nos levantaremos muy temprano porque ahora en junio los días son muy largos. Debemos llegar a Soissons lo antes posible para salvar de la muerte a mi madre.

Entonces me quedé callado un momento y lo miré fijamente hasta que dio unos cortos ladridos, comprensivo. ¡Estaba de acuerdo en venir conmigo!: era un amigo fiel.

 

 

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Al llegar a mi cámara saqué del armario mi mochila y la coloqué encima de mi cama. Después me fui al retrete para hacer mis necesidades, que me estaban apremiando. Cuando  volví a mi estancia me senté en un lado de la cama y me puse a reflexionar. ¡Sí!, desde luego era preciso que llegase a Soissons cuanto antes. Lo que más sentía era que no iba a poder despedirme de mi querida madre. ¡Qué pena!.

Mi viaje iba a ser largo y peligroso. Para ir al palacio de mi padre, que está a más de cuatro leguas de Laon, tenía que atravesar muchos bosques durante unos días. Por las noches dormiría en alguna cueva, como había visto que hacen los guardabosques y algunos pastores. Antes de dormirme, debería encender y mantener viva una gran fogata cerca de la entrada de la cueva para ahuyentar a los lobos y a las alimañas. Tendría que frotar intensamente dos piedras hasta que brotase fuego con que iniciar una hoguera que avivaría con unas ramitas de leña seca. ¡Menos mal que Glotón iba a venir conmigo, pues me defendería de los lobos!.

Enseguida me dispuse a recoger las cosas que iba a llevar en mi mochila; que iban a ser principalmente comida y algunos utensilios: un gran cuchillo de monte, y otro pequeño, un cuenco de madera para comer, un vaso de madera, una cantimplora para el agua, un par de cuerdas, una larga y otra corta,…También debería llevar ropa de abrigo: una capa de piel de oveja, una mantita de lana, una túnica de cuero con capucha y otra sin ella. ¡Ah! y un bastón, que me podría servir para defenderme si fuese necesario y para apoyarme en la tierra cuando tuviese que subir montes o collados.

Como necesitaba coger alimentos, esperé despierto a que fuese de madrugada, cuando los sirvientes estuviesen ya dormidos. Tenía que meter en la mochila lo máximo que cupiera en ella.

 

 

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Estaba amaneciendo un día despejado cuando Glotón y yo nos alejamos del palacio condal de mi abuelo. Un sol naciente pugnaba por abrirse paso entre unas leves neblinas matinales. Los gorjeos de los madrugadores pájaros rompían alegremente el silencio en la campiña. Me marché rápidamente de Laon, temeroso de que alguien me viese y me impidiera seguir adelante, abortando mi escapada. ¡La aventura había comenzado!. Nos adentramos enseguida en el tupido bosque que rodea el enorme promontorio sobre el que se levanta la población, para ponernos a salvo. Glotón me miraba atentamente, con sus ojos muy brillantes. Su rabo alzado se movía festivamente de un lado a otro, tal vez porque creía que íbamos de excursión. Yo me sentía esperanzado y, como el optimismo se había apoderado de mí, me puse a gritar jubilosamente porque el palacio de mi padre ya estaba más cerca.

La única pesadumbre que tenía es la que me venía cuando, de pronto, me acordaba de mi buena madre y me quedaba preocupado por lo que pudiera pasarla en Laon, encerrada allí en la mazmorra del castillo de mi abuelo. Debía darme prisa para llegar a Soissons y decirle a mi padre que viniese corriendo a liberarla de una muerte segura. ¡Dios me ayudará!. Con esta confianza intenté dejar atrás la tristeza y me metí en el inmenso bosque de Vosevio, camino de la liberación. De momento estaba alejándome de mi temible y rencoroso abuelo. Casi había desaparecido ya mi miedo a que me encontraran. Hacía un veraniego día soleado, espléndido. Iba caminado por un estrecho sendero internándome en una selva cada vez más espesa e intrincada, en la que destacaban los gigantescos robles seculares, las hayas cuyos troncos rectos y lisos parecían columnas, los enormes y venerables olmos, los frondosos castaños y los hermosos abedules.

De repente me entristecí otra vez porque me vino a la memoria que, hace tan solo un mes, mis padres y yo estábamos tan felices en nuestro palacio de Soissons cuando un día mi madre me dijo que, como mi padre se iba a marchar enseguida a una campaña militar con sus guerreros -que estaban ya convocados en el Campo de Marzo-, ella y yo íbamos a pasar unos meses en Laon, en el palacio condal de su padre. Ella quería volver a verlo porque no estábamos con él desde hacía cuatro años, cuando mis padres se casaron en ese palacio. Aunque no le contesté nada a mi madre sobre nuestra estancia en Laon ella debió notar mi gesto de contrariedad. Mis compañeros de juego y mis cosas estaban en Soissons, mientras que en Laon me iba a aburrir en soledad, sin jugar con otros niños, en el siniestro palacio de mi abuelo, un viejo gruñón que siempre estaba de mal humor.

 No le dije nada a mi madre porque sé que a ella le hacía ilusión volver a ver a su padre después de tanto tiempo sin visitarlo, así como regresar a Laon, pues en su castillo había pasado su infancia y su juventud hasta que en el año 744 se casó. Entonces, cuando yo tenía ya dos años, nos fuimos a vivir a Soissons con mi padre, que era el mayordomo del palacio real de Childeric III.

Estaba ensimismado con estos recuerdos cuando oí un crujido lejano en la maleza y Glotón, alarmado, comenzó a dar insistentes ladridos que me pusieron en guardia. Vigilante, me detuve y saqué mi cuchillo de monte por si no era suficiente mi bastón, preparándome para defenderme si fuese necesario. Los crujidos siguieron oyéndose de vez en cuando, pero cada vez más cercanos. También se oyó un leve gruñido. Entonces me quedé quieto, expectante, y mandé callar a Glotón que dejó de ladrar. Pasó bastante tiempo y, como había vuelto el silencio y nada ocurría, reanudé la marcha pero siguiendo ojo avizor. Tal vez se tratase de un oso pardo o de un jabalí que, emboscado en la maleza, nos estuvo observando sin decidirse a atacarnos.

 

 

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Hacía ya más de dos horas que iba caminando por un sinuoso sendero del bosque que parecía alejarnos de Laon, aunque yo no sabía exactamente adonde nos podría llevar, cuando vi un manantial del que brotaba cristalina agua fresca; así que, como ya era tarde, porque el Sol estaba muy alto, miré al perro y le dije:

-        Es hora de descansar un poco, Glotón. ¿Te parece bien?.

El animal meneaba su rabo y daba algún que otro saltito, complacido.

Tras calmar nuestra sed nos sentamos y comimos algunas de las provisiones que traía. Antes de reanudar nuestra marcha contemplé un rato el bosque que relucía gozosamente mostrando el brillante espectáculo de la luz solar que penetraba entre el denso follaje de los enormes y frondosos árboles que nos rodeaban: castaños, abetos, fresnos, tilos, robles, olmos, pinos y muchos otros que me resultaban difíciles de identificar. También había infinidad de arbustos que sobresalían entre la maleza que, sofocante, parecía retenerlos para impedir que se elevasen. Predominaban las zarzas, cargadas ya de moras que comenzaban a madurar. En los sitios más húmedos se veían multitud de setas de caprichosas formas y con variopintos colores. Muchas de ellas, a pesar de su aspecto atractivo, eran venenosas.

A lo lejos, entre los arbustos, había grandes ramas secas y también troncos viejos que aparecían semienterrados en inverosímiles posiciones, como si estuvieran haciendo un inútil esfuerzo para no ser engullidos por la exuberante maleza verdosa de esta selvática vegetación, sobre la que pululaban incesantemente infinidad de insectos. 

De mi gozosa contemplación de los encantos del bosque me sacó, alarmado, el pensamiento de que los sirvientes y guardas de mi abuelo estarían buscándome en los cercanías boscosas del palacio condal. Ante esa dura realidad, y como ya estaba repuesto –más de la ansiedad por mi huida de Laon que por la fatiga- eché una mirada de despedida a la acogedora umbría que circundaba el manantial porque había llegado la hora de reemprender la marcha.

-        Hay que irse de aquí, Glotón. ¿No te parece?.

Yo quería alejarme lo más posible de Laon para evitar que me pudiesen encontrar y que me llevasen ante mi abuelo a su triste palacio.

Seguí adelante por el mismo sendero, pues de momento no veía otro mejor y, aunque ignoraba adonde iba, presentía que nos acercaba a nuestro destino, Soissons, que está al sur de Laon. Intentaba confirmarlo fijándome en los árboles y observando si tenían musgo aterciopelado en la parte del tronco que yo veía al acercarme a ellos. Como ocurría así, deduje que iba en la buena dirección, la norte-sur. Esto de fijarme en que el tronco de los árboles tengan o no musgo es un buen indicio que ayuda a orientarse. Me lo enseñaron los guardabosques reales que estaban al servicio de mi padre. Según decían ellos, la parte del tronco que presenta mucho musgo aterciopelado es la correspondiente al norte; la opuesta es la que da al sur, porque en esta última parte dan con mayor intensidad la luz y los rayos del Sol y, por ello, la humedad que tiene el tronco es menor que en la cara norte. El musgo que sale en la parte del tronco que da al sur, o bien no crece o si lo hace se seca enseguida.

 

 

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Desde hace algún tiempo venía dándome cuenta de que, de vez en cuando, algún camino se cruzaba con el que yo llevaba. Ello me perturbaba pues me hacía dudar de que estuviese siguiendo correctamente la dirección norte-sur. La vegetación del bosque era muy tupida en esta inmensa llanura, y era fácil perderse. Mi sendero iba suavemente cuesta arriba, porque al parecer estábamos subiendo a una loma o a un collado. ¡Menos mal!, ya estaba harto de las interminables llanuras boscosas, donde la vegetación llegaba a ser tan exuberante que a veces tenía la sensación de que me aprisionaba, con el consiguiente agobio.

A medida que ascendía por esa ladera la vegetación se iba aclarando; pero el sendero se hacía áspero y duro transformándose, en ciertos tramos, en un vericueto difícil de seguir, incluso para un caballo. Lo bueno era que allí en lo alto se notaba un poco de viento fresco, lo que era agradable en aquella calurosa hora del mediodía, cuando la fatiga era mayor.

Finalmente llegué hasta la cumbre del collado y, para orientarme mejor, me subí a la copa de un árbol -desde donde se divisaba el paisaje en toda su extensión-, como había visto que hacían a veces los guardabosques de mi padre. El panorama que contemplé era tan maravilloso como desalentador. En lo que abarcaba mi vista en cualquier dirección, el bosque era interminable y se confundía con el horizonte. Parecía que esta selva infinita no tenía salida; aunque si me fijaba con mucha atención, podía distinguir en la lejanía, en algunos puntos, leves humaredas que ascendían lentamente y que podrían corresponder a las poblaciones que hay dispersas en el interior del inmenso bosque. Pero ¡qué mala suerte!, hacia el sur no distinguía ninguna humareda, lo que significaba que Soissons estaba muy lejos, mucho más de lo que yo imaginaba.

El único consuelo que experimenté fue cuando miré hacia el norte y observé que la humareda correspondiente a Laon quedaba ya muy lejana. En tal caso los criados de mi abuelo ya no iban a poder encontrarme ni atraparme. Además probablemente ellos me estarían buscando solamente por los alrededores de Laon, porque ignoraban que mi objetivo era hacer un largo viaje que finalizaría en  Soissons.

En fin, un poco desalentado descendí del árbol. Menos mal que Glotón, zalamero, me recibió con ladridos afectuosos, dándome algunos lametazos. Enseguida inicié la bajada del monte para reemprender mi ruta, encaminándome hacia el sur por el mismo sendero. Como la fatiga se iba apoderando de mí pensé que sería conveniente localizar una fuente o un regato al llegar a la llanura, para sentarme a su vera, comer algo y descansar.

 

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Después de haber comido y reposado junto a un arroyuelo, ya no tuve más remedio que reanudar la marcha porque la tarde estaba avanzada.

Con renovados ánimos me interné en el bosque de nuevo. En mi recorrido por la selva fui observando la fugaz aparición de graciosos animales salvajes que no atacan a las personas: ciervos, cabras salvajes, patos, e incluso esos gatos gigantes llamados linces. Lo que no me encontré, gracias a Dios, fueron fieras ni alimañas, tal vez porque no suelen dejarse ver por el día.

Dado que ya no temía que me hallasen los sirvientes de mi abuelo que habrían salido a buscarme pensé que sería conveniente localizar un lugar adecuado para que Glotón y yo pasásemos la noche sin peligro, fuera del alcance de los lobos o de las alimañas que prefieren atacar a sus presas en la oscuridad nocturna. De lo que no me podría librar es de otros animales repugnantes, como los murciélagos y los búhos, que aprovechan la noche para hacer sus correrías o para asustarnos con sus imprevisibles vuelos.

Más tarde, camino adelante, al llegar a la base de un altozano observé que en una ladera suya había grandes oquedades, entre las que destacaba una cueva. Al inspeccionar ésta observé que tenía una entrada pequeña, por la que era posible adentrarse en el terreno unos doce pies. Me pareció que la cueva era un buen sitio para resguardarnos de las fieras; así que, como la tarde iba cayendo, decidí que nos quedásemos allí esa noche. Antes de que anocheciese me instalé en su interior extendiendo la mantita y sacando las provisiones y la cantimplora con el agua. Seguidamente Glotón y yo exploramos los alrededores buscando troncos y ramas secas que, poco a poco, fui transportando y acumulando junto a la entrada de la cueva, con el fin de tener leña para hacer una hoguera que durase toda la noche y que ahuyentase a las fieras y a las alimañas, como había visto que hacían los guardabosques de mi padre.

 

 

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Antes de que la oscuridad nocturna invadiese todo encendí una gran fogata cerca de la entrada de la cueva. Para iniciar el fuego froté entre sí dos piedras hasta que saltaron chispas que prendieron en las ramas secas.

Me costó trabajo tranquilizar a Glotón que se alejaba mucho de mí por miedo al fuego. Para que mi perro se apaciguase tuve que cogerlo y meterlo dentro de la cueva. Así, poco a poco fue perdiendo su temor a la hoguera y terminó por acostumbrarse a ella, acercándose a la entrada de la cueva, donde estaba yo ofreciéndole unos trozos de los embutidos de los que me estaba comiendo.

Después me preparé para cualquier sorpresa. Al alcance de la mano estaba mi cuchillo de monte y cerca de mí tenía un bastón, porque esperaba que la noche fuese larga…¡y peligrosa! En el cielo se veían cada vez más estrellas y la luna, que estaba llena, alumbrándonos mucho con su resplandor. Glotón, un poco confuso, me miraba con insistencia, inquieto ante cada uno de los sucesivos ruidos que comenzaban a oírse por la creciente actividad animal nocturna en el bosque. Además por encima de mí yo sentía el aleteo intermitente de los murciélagos que pasaban y repasaban sin cesar. Pero lo grave es que, a lo lejos, comenzaban a escucharse ya los característicos aullidos de unos lobos que se acercaban.

De pronto, un asustado Glotón rompió a ladrar con insistencia manteniendo muy tiesas sus orejas. Entonces observé atentamente el panorama y divisé allá abajo, en la llanura que había en la base de nuestra ladera montañosa, varios pares de pequeñas luces brillantes que avanzaban subiendo lentamente hacia nuestra cueva. Eran los relucientes ojos de los lobos que, sin duda, se aproximaban alarmando mucho a mi perro, que no paraba de ladrar angustiosamente porque tenía mucho más miedo que yo.

Finalmente a unos treinta pies de la hoguera los lobos se detuvieron y, distribuidos en un semicírculo alrededor nuestro, nos miraban amenazadoramente. Yo intenté asustarlos para que se fuesen, cogiendo de la hoguera una larga rama encendida y moviéndola de un lado a otro avivando las llamas que desprendían, pero los ojos de los lobos seguían inmóviles en su sitio, impasibles y conminatorios. Entonces no tuve más remedio que armarme de valor y, avanzando varios pasos hacia donde estaban los lobos más próximos, les arrojé con todas mis fuerzas la rama ardiendo. Los feroces animales, al ver que se les echaba encima el fuego, huyeron despavoridos hacia abajo y, temerosos, se quedaron observándome desde la llanura. En fin esta vez conseguí ahuyentarlos. Por lo menos comprobé que mi forma de espantarlos funcionaba bien. Así me lo confirmó Glotón que, tranquilizado, había dejado de ladrar: ¡buena señal! Lo mejor es que los lobos dejaron de dar aullidos. Además sus amenazadores pares de ojos relucientes allá abajo iban desapareciendo.

Contento acaricié a mi perro, que agradeció mis compasivas atenciones con su rabo enhiesto, moviéndolo de un lado a otro. Me acerqué a la hoguera salvadora y la reanimé añadiéndole varios troncos más que hicieron brotar nuevas llamaradas. Relajado ya cogí la cantimplora y bebí bastante agua, pues tenía mucha sed. Más tranquilo, di gracias a Dios y a la Virgen María y les recé las oraciones de la noche, para que ellos y mi ángel de la guarda me protegiesen de los peligros nocturnos.

Entonces, casi de golpe, el sueño comenzó a apoderarse de mí. ¡Estaba agotado!. Antes de echarme sobre la mantita que había en el interior de la cueva, me acerqué a Glotón y le dije imperativamente:

-                 Ahora te toca vigilar a ti. Si oyes que los lobos vuelven, ladra mucho y fuerte hasta que me despierte. ¿Entendido?

Creo que sí lo entendió porque sus cortos y suaves gruñidos me parecieron afirmativos.

 

 

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Dormí profundamente durante mucho tiempo, tal vez un par de horas. Glotón me despertó con unos angustiosos e incesantes ladridos que me hicieron abalanzarme hacia el exterior de la cueva para observar el panorama. ¡Porras!, habían vuelto los malditos lobos. Sus ojos brillantes en la oscuridad revelaban que estaban subiendo cautamente por la ladera, acercándose a mi cueva, tal vez porque la hoguera estaba mortecina y apenas llameaba. ¡Glotón me había despertado a tiempo!.

Lo primero que hice fue avivar la fogata añadiéndole ramas secas que prendieron inmediatamente. A continuación puse en ella varios troncos. Los lobos habían dejado de acercarse y se mantenían a una prudente distancia, temerosos.

Cuando de los troncos surgieron fuertes llamaradas me aproximé a la hoguera y  cogí un largo pero delgado tronco bien encendido que no pesaba mucho y, con él en mi mano derecha, me acerqué a ellos dando unos pasos, consiguiendo así que las fieras retrocediesen un poco y entonces, para ahuyentarlas definitivamente, lancé el tronco ardiendo hacia donde parecía haber más lobos. Éstos huyendo del terrible fuego que se les echaba encima salieron en estampida corriendo ladera abajo apresuradamente, adentrándose en la llanura boscosa y desapareciendo completamente, pues ya no se distinguían sus relucientes ojos en ninguna parte. Ante la tranquilizadora situación volví a dormirme apaciblemente. ¡Esta noche no iban a regresar!

-                 Glotón, por si acaso, no te duermas y, ya sabes, si ves que vienen los lobos ladras fuertemente hasta que me despiertes. ¡Buenas noches!, amigo.

 

 

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Cuando abrí los ojos era ya de día. No fueron los ladridos de Glotón los que me despertaron, sino los alegres trinos de los madrugadores pájaros del bosque. Mi perro estaba profundamente dormido. ¡Pobre!, le dejé que descansara un poco más. Comencé a recoger la mantita y mis otras pertenencias del interior de la cueva; pero aunque procuré no hacer ruido mis movimientos despertaron enseguida a Glotón que abrió perezosamente sus ojos y, al verme, se incorporó rápidamente viniendo a mi encuentro. Yo, acariciándolo, le dije sonriente:

-                 Bien Glotón. Eres un valiente: los lobos no han podido con nosotros. Ahora tienes que espabilarte porque enseguida vamos a seguir nuestro camino. Cuando veamos una fuente o un arroyo nos pararemos allí para beber agua y comer.

 

 

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Por la tarde comenzó a llover aunque con poca intensidad. Me tuve que poner mi túnica con capucha para no calarme. Glotón de vez en cuando sacudía su cuerpo meneándolo vigorosamente para liberarse de las gotas de lluvia que lo empapaban.

El sendero por el que íbamos era un lodazal intransitable. Yo tenía que caminar lentamente apoyándome en el bastón; así que fui reflexionando sobre las dificultades que me encontraba en mi escapada. Le pedí ayuda a Dios porque mi aventura iba a ser mucho más difícil de lo que yo creía.

A media tarde llegué a una amena fuente que estaba junto a una encrucijada de senderos. No se distinguía bien cual era la continuación del que traía. En la duda me puse a mirar los troncos de los árboles para distinguir en ellos la parte con musgo de la que no lo tenía, para deducir hacia donde estaba el sur; pero en aquel húmedo entorno los árboles tenían musgo en casi todos los lados de sus troncos, por lo que me era imposible orientarme con seguridad. Tampoco me podía servir de orientación la situación del sol en el cielo porque en ese momento las nubes lo ocultaban totalmente. ¡Bueno!, no tuve más remedio que arriesgarme y elegir, más por intuición que por certidumbre, el camino que me pareció mejor para avanzar en dirección sur. Antes de reanudar la marcha bebimos agua de la fuente y comimos algunas cosas para reponernos del cansancio porque también Glotón parecía fatigado.

 

 

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El cielo había comenzado a oscurecerse y pronto iba a anochecer. Era preciso localizar una cueva donde refugiarse para pasar la noche con seguridad, al resguardo de las fieras. Lo malo es que estábamos atravesando una llanura y no veía ningún collado o altozano.

¿Qué podría hacer si no encontraba una cueva?. Desde luego, si tenía que quedarme al aire libre la lluvia apagaría el fuego, en el caso de que consiguiera encender una gran hoguera como la de ayer. ¡Qué apuro!, Santísima Virgen María ¡ayúdame!.

¡Ah!, si no consigo localizar una ladera montañesa donde haya una cueva, entonces tendré que encontrar un árbol grande, con gruesas ramas, tal vez un olmo viejo o un enorme roble, para subirme a él. En todo caso debía seguir caminando un rato para encontrarlo. Menos mal que llevaba una cuerda larga, de unos veinte pies, con la que podría elevar a Glotón hasta arriba del árbol. Por mi parte no había problema, yo era capaz de trepar a un árbol, aunque fuese muy difícil. Estaba acostumbrado a hacerlo, y me encantaba.

 

 

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¡Por fin!. Aquel árbol me podría servir: es un roble gigantesco. Al acercarme a él comprobé que se trataba de un majestuoso ejemplar centenario. Era sin duda lo que necesitaba porque tenía un grueso tronco que, a unos quince o dieciséis pies del suelo, se dividía formando una especie de plataforma de la que partían cinco robustas ramas hacia lo alto. La plataforma en la que se transformaba el tronco tenía unos cinco pies de largo; así que ahí podíamos pernoctar Glotón y yo sin demasiada estrechez.

Satisfecho de mi oportuno hallazgo y dado que la oscuridad era mayor cada vez, pues la noche se acercaba, me dispuse a trepar por el tronco y subir hasta la plataforma. Encima de mí llevaba la mochila con las provisiones de comida y material, incluso los dos cuchillos y las dos cuerdas.

Cuando llegué a la plataforma donde nacían las principales ramas del árbol, saqué de la mochila la cuerda mayor y la até con un fuerte nudo a una de esas grandes ramas dejando caer un extremo de la cuerda hacia abajo hasta que tocó el suelo. Como la noche se echaba encima tenía que darme prisa para aprovechar la última claridad del día; así que me apresuré a bajar de nuevo a tierra, donde Glotón me estaba mirando atentamente intrigado con mi hacendoso trajín y soltando algún que otro inquieto ladrido.

Lo que no se esperaba mi perro es que lo cogiese y lo atase al extremo de la cuerda que colgaba del árbol, pasándola alrededor de su lomo y pecho junto a sus sobacos. Entonces se quedó mudo de la sorpresa aunque inmediatamente, al ver que lo dejaba atado a la cuerda y que me volvía a subir al roble, empezó a ladrar temerosamente. Sus ladridos se convirtieron, más tarde, en aullidos lastimeros al notar que él empezaba a “volar” cuando yo, desde lo alto, iba tirando penosamente de la cuerda y de Glotón para subirlo poco a poco. Dado el semblante angustiado que tenía el animal, a veces dejaba de tirar y aprovechaba para descansar un poco. Entretanto Glotón se agitaba, suspendido en al aire, tratando de acercarse al tronco del árbol para asirse a él. Finalmente logré subir al perro hasta donde yo estaba, aunque el animal llegó hasta mí sobresaltado, con el pánico reflejado todavía en sus desorbitados ojos. Entonces lo tranquilicé agarrándolo con una mano, mientras tenía la cuerda en la otra. Glotón al encontrarse sano y salvo en la plataforma conmigo, al ver que yo lo miraba festivamente y “muriéndome” de risa, se quedó desconcertado y se puso a ladrar nerviosamente, todavía con el susto en el cuerpo, tras su peripecia aérea. Yo lo volví a tranquilizar acariciándolo y, para distraerlo, le di un trozo de chorizo que mordisqueó antes de tragárselo.

Pero las aventuras de Glotón no habían terminado todavía, porque mientras estaba entretenido comiéndose el chorizo notó que yo le pasaba una nueva cuerda, la pequeña, alrededor de su cuerpo por el pecho y el lomo, junto a la que ya llevaba. El animal me miró sorprendido, como pidiéndome una explicación, y yo en lugar de decirle nada cogí el otro extremo de la cuerda pequeña y la anudé firmemente a una gruesa rama del roble. Enseguida, todavía sin decirle nada al perro, lo liberé de la atadura que tenía con la cuerda grande y, soltándola de la rama por el otro extremo, la recogí y guardé en la mochila.

Al final de este complicado proceso, Glotón por fin sosegado se encontró atado con la cuerda pequeña a una rama, pero gozaba de una cierta libertad de movimientos, pues se podía desplazar por la plataforma en una longitud de tres o cuatro pies. Su atadura le impedía caerse al suelo desde la plataforma. Quedó atado así por seguridad, por su propio bien, para que no se dejase llevar del pánico cuando esa misma noche oyese el terrible aullido de los lobos gritando escandalosamente al pie del roble en que estábamos, acosando insistentemente a sus presas.

En fin como ya era de noche, pero todavía quedaba un poco de luz, saqué de la mochila algunas provisiones para que Glotón y yo calmásemos nuestro apetito y nuestra ansiedad comiendo algo.

 

 

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Me tuve que colocar mi túnica con capucha pues de vez en cuando llovía un poco. Después me acomodé lo menos mal posible en la pequeña plataforma central de nuestro acogedor roble y, con el perro acurrucado junto a mi encogido cuerpo, me preparé para escuchar la incipiente serenata nocturna del bosque, que comenzaba a intensificarse. En lo alto de mi refugio se sentía, cercano, el raudo vuelo de los murciélagos que buscaban insectos. En la lejanía, allá por el interior del bosque, se oían algunos graznidos posiblemente de aves nocturnas.

De pronto me quedé petrificado con un súbito pánico: dos luces redondas y brillantes me observaban, inquisitivas, desde lo alto de un árbol próximo. Sin haberme repuesto todavía, me sobresalté porque un ave, tal vez otro búho, dio un grito agudo y penetrante para aterrorizar a sus presas, generalmente ratoncillos, con el fin de que salieran de sus escondrijos y poder así cazarlos inmediatamente. Menos mal que los búhos no atacan a las personas y no eran peligrosos para mí. Lo que más me preocupaba entonces eran las fieras, especialmente los lobos, aunque estaba situado a una altura inaccesible para ellos, por mucho que saltasen. Los que sí podían trepar por el rugoso tronco del roble eran los linces; pero éstos no atacan a las personas y además me parece que huyen de los perros, sin querer enfrentarse a ellos.

El pobre Glotón estaba ya dormitando. Por mi parte yo me encontraba muy cansado de ir caminando todo el día; así que enseguida me dejé llevar del sueño. Antes de dormirme del todo recé mis oraciones de la noche y le pedí a Dios y a Nuestra Señora la Virgen María que me protegiesen y me ayudaran para que no me pasase nada malo.

 

 

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Debió transcurrir mucho tiempo desde que me dormí, no sé cuanto, pues me desperté bruscamente por los nerviosos ladridos de Glotón. ¡Qué horror!, ya estaban aquí los lobos aullando en las cercanías de nuestro roble. Efectivamente sus pares de brillantes ojos, que lucían en la oscuridad, delataban su cercana presencia. Habían olfateado que el perro y yo estábamos aquí y se aproximaban para ver si podían llegar hasta nosotros,  intensificando sus aullidos. Yo estaba relativamente tranquilo, pero los insistentes ladridos de Glotón demostraban que el perro estaba muy asustado, tanto que se movía velozmente de un lado al otro de la pequeña plataforma en que nos encontrábamos, desplazándose todo lo que le permitía su atadura y dando fortísimos tirones a la cuerda que estaba anudada a la rama. El pobre animal estaba muy excitado.

Observé que los lobos se habían colocado ya alrededor del tronco de nuestro frondoso árbol, rodeándolo, y no paraban de aullar inquietos mientras daban saltos sin conseguir llegar hasta nosotros. Pasado un buen rato las fieras se convencieron de que no estábamos a su alcance y, desanimados, dejaron de dar aullidos y de merodear por los alrededores. Poco a poco las luminarias de sus pares de ojos fueron desapareciendo en la oscuridad, con el consiguiente alivio para Glotón, que por fin se pudo calmar y aquietar. Por mi parte yo iba a tratar de dormir todo lo que pudiese, porque al día siguiente quería hacer mucho camino y acercarme lo máximo posible a Soissons.

Para avanzar con seguridad hacia mi objetivo, y dado que no estaba seguro de que esa tarde hubiese caminado en la dirección correcta, creo que al día siguiente tendría que subirme a un árbol en la cima del primer monte que encontrase para, desde allí, observar todo el panorama en derredor y poder orientarme bien, a fin de seguir la mejor ruta. ¡Ojalá! mañana haga un día soleado y pueda ver bien por dónde está el sur.

 

 

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De nuevo me despertaron los insistentes ladridos del inquieto Glotón por la cercana presencia de un grupo de lobos que venían hacia nuestro refugio en el roble para acosarnos. El asustado perro se movía continuamente por la pequeña plataforma en que nos encontrábamos, pegando fuertes tirones de la cuerda que lo mantenía atado a una rama del árbol, intentando huir... Al sentir que los lobos estaban aullando amenazadores al pie del roble, el animal ladraba mucho presa de pánico y se desplazaba alocadamente por la plataforma queriendo escaparse de allí como fuese, dando unos violentísimos tirones de la cuerda hasta que….¡no!, ¡Dios mío!, el pobrecillo se arrimó excesivamente a una orilla de la plataforma y cayó al vacío, quedando suspendido en el aire por la cuerda que lo mantenía atado a una rama, dando unos ladridos horribles tan pavorosos como lastimeros. Los lobos, al contemplar allí a su presa casi a su alcance, se pusieron a aullar fuertemente, al unísono e inmisericordes. Algunos lobos daban saltos increíblemente altos intentando desgarrar con sus dentelladas a Glotón.

Dada la gravedad de la situación yo acudí apresuradamente hacia el lado por donde el perro se precipitó al vacío; pero, en la oscuridad reinante, tropecé con la mochila de las provisiones dándole una involuntaria pero fuerte patada que la hizo caer y estrellarse en el suelo, mientras que yo me desequilibraba peligrosamente. Menos mal que a pesar de todo pude mantenerme sobre la plataforma agarrándome finalmente a una rama, aunque  estuve a punto de caerme al vacío. Temblando todavía por el gran susto, me acerqué inmediatamente a la cuerda de la que pendía Glotón, que seguía meneándose frenéticamente en el aire, dando unos aullidos que me partían el alma. Cuando por fin logré llegar a coger la cuerda para subir al animal a la plataforma noté, estupefacto, que se me escabullía rapidísimamente de mis manos por entre los dedos, y que se estaba cayendo hacia el suelo arrastrada por el peso de Glotón. ¡Qué horror!, el nudo que sujetaba la cuerda en la rama se había deshecho por los violentísimos tirones que le dio el perro.

El golpetazo de Glotón al llegar al suelo fue espantoso. Sus angustiosos y postreros aullidos acongojaron mi corazón y grité, impotente, como si me lo estuvieran sacando de mi pecho. Aterrado contemplé como muchos lobos hambrientos, aullando macabramente, se abalanzaban sobre mi querido perro que gimió unos momentos, desesperadamente, hasta que las fieras lo malhirieron mortalmente y lo despedazaron, disputándose sus trozos sanguinolentos. Entonces me entraron náuseas y ganas de vomitar y me puse a llorar desconsoladamente, mientras seguía oyendo los gruñidos infernales de los voraces lobos que se fueron alejando del roble y se internaron en la maleza para darse un festín con los restos del desgraciado Glotón.

Mi pena era inmensa. No paraba de sollozar, abatido. ¿Qué iba a hacer yo, solo?. Además me sentía tan desalentado como aterido, porque el frío y la humedad nocturnos se habían metido en mis huesos y en mi cuerpo que me dolía por todas partes, especialmente en el pecho, como si me hubieran aplastado los pulmones. Mi corazón se trastornó tanto que notaba en el pecho una opresión terrible, como si fuera a ahogarme. ¡Tal vez fuese que estaba a punto de morirme!. ¿Estaría agonizando?. ¡Dios mío!.

Al cabo de un rato sentí que volvía en mí tras haberme desmayado, y me hallé encogido en el centro de la plataforma del roble. Mi cuerpo estaba muy dolorido y tenía incesantes náuseas y arcadas. Por fin acabé vomitando todo lo que quedaba en mi estómago. Después, tras haberme repuesto un poco, rompí a llorar otra vez, muy apenado, al recordar todo lo que le había ocurrido a mi desgraciado amigo y compañero Glotón.

¿Qué podía hacer ahora yo, sin mi perro? No quería ni pensarlo. Además, como la mochila también se había caído al suelo, tampoco tenía provisión de alimentos, pues los lobos habrían dado buena cuenta de todo lo comestible que había dentro de ella.

En ese momento, derrotado, me pareció que no tenía más remedio que regresar a Laon y pedir perdón a mi abuelo. Pero ¡no!. Si lo hacía, si regresaba fracasado, el despreciativo merovingio me diría que era un miserable e inútil pipínido y, después de reírse de mí, me encerraría en la siniestra mazmorra del castillo hasta que me matase también, como iba a hacer con mi madre. ¡No!, no iba a regresar jamás a Laon. Prefería quedarme aquí o ir adonde fuese, aunque me muriese por el camino. No tengo más remedio que seguir adelante e intentar llegar pronto a Soissons, al palacio de mi padre, para que él venga a Laon a salvar de la muerte a mi pobre madre. Yo estaba seguro de que Dios, que es bueno, se iba a apiadar de mí y que no iba a permitir que me perdiera y que muriese en el bosque: antes o después mi ángel de la guarda vendrá a socorrerme.

 

 

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Por supuesto no pude volver a dormirme en toda la noche. En mi impotencia solo tenía ganas de llorar y llorar: por mí, por Glotón, por todo,… Esperé con ansiedad que se hiciera de día para alejarme de allí. Con las primeras luces del alba, los pájaros fueron despertándose y, ajenos a mis tragedias, comenzaron a emitir sus alegres gorjeos. Poco a poco fue despertando la actividad diurna en el bosque. En cuanto hubo suficiente luz arrojé al suelo del roble desde la plataforma las dos cuerdas y la mantita. Seguidamente me bajé del árbol agarrándome a las rugosidades de su gran tronco y me puse a echar una ojeada en su entorno: no había rastro ni restos de Glotón. No había duda, lo devoraron completamente los lobos. ¡Pobrecillo!.

Lo que sí encontré cerca del roble fueron algunos trozos de mi mochila y mi cuchillo de monte así como mi bastón, porque éste no me lo subí a mi refugio. ¡Nada más!. Ni la cantimplora ni la ropa mía que había en la mochila ni unas sandalias que llevaba de repuesto. En fin solo me quedaba, además de la manta y de lo que llevaba puesto, las dos cuerdas, el bastón y el cuchillo grande. Ni comida ni la cantimplora.

Con la mantita recogida y anudada me hice una especie de hatillo en el que metí las dos cuerdas y el cuchillo. Entonces pasé mi bastón por dentro de un extremo del hatillo para, así, poder transportarlo sobre un hombro, pasándolo al otro cuando me fatigaba de llevarlo mucho tiempo. Tenía mucha sed y necesitaba pararme siempre a beber agua cuando pasaba junto a un arroyo o a un manantial.

Me apresuré a alejarme de allí enseguida siguiendo adelante. Quería perder de vista lo antes posible ese maldito lugar donde había muerto Glotón, aunque no sabia aún hacia donde ir ni qué camino tomar. Como el día estaba muy nublado, no podía averiguar por qué lugar apareció el sol. Además ¡lo que me faltaba!, iba observando que a mi alrededor los árboles tenían musgo aterciopelado en toda la superficie de sus troncos. Me era imposible escoger la dirección correcta para encaminarme bien hacia Soissons.

Finalmente me decidí intuitivamente por uno de los senderos. Al andar me iba apoyando en el bastón porque había mucho barro y yo estaba muy fatigado, después de la fatídica noche pasada. No tenía ganas de nada e iba andando por inercia, como un autómata, casi dejándome llevar.

 

 

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Me parece que habrían pasado ya más de dos horas desde que comencé a caminar por el bosque y solo me había parado de vez en cuando para beber agua y calmar mi sed. Entonces comenzó a entrarme hambre, pero ¿con qué podría saciar mi apetito?. Tal vez con fresas salvajes o con moras de las zarzas, si conseguía localizar algunas maduras, o con frutos silvestres que estuviesen comestibles, si lograra encontrarlos en este frío y húmedo bosque de Vosevio.

Para buscar algo de comida tuve que internarme en la maleza. Me arrimaba bastante a las pinchosas zarzas, pero apenas descubría moras ya maduras. Lo que sí notaba a veces es que mi túnica se quedaba enganchada en las espinas, y también sentía el dolor de las que se clavaban en mis piernas o manos. Después de buscar durante mucho tiempo solo pude conseguir unas pocas moras que estaban ya comestibles. Además a pesar de que me agachaba con frecuencia, apenas podía ver entre el fango fresas silvestres maduras. Tras esforzarme un buen rato, solo encontré tres o cuatro que estuviesen buenas; pero tuve que dejar de hacerlo, porque me dolía ya la espalda de tanto inclinarme hacia el suelo.

¡Por fin!, ¡qué suerte!, hallé en un claro de la selva un arbolillo que tenía ciruelas bien maduras. Me comí algunas y metí dentro de mi hatillo unas cuantas más para tomármelas más adelante.

Cuando me repuse un poco procuré avanzar todo lo que pude durante mucho tiempo hasta que la fatiga y la sed me obligaron a detenerme en una bonita encrucijada del camino, donde había un manantial del que salía un chorro de agua fresca. En este ensanche se entrecruzaban varios senderos que yo contemplé confuso sin saber cuál sería el mejor para dirigirme a Soissons. ¡Bueno!, después tomaré la decisión de coger uno de ellos tras descansar, porque estaba tan agotado que no podía ni quería pensar en ello. ¡Menos mal que no llovía!. Tras calmar mi ardiente sed me limpié con agua las pequeñas heridas sanguinolentas que me hicieron las pinchosas zarzas. Enseguida me comí unas cuantas ciruelas y dos fresas que tenía dentro de mi hatillo. Finalmente vencido por un inmenso cansancio tuve que sentarme y apoyar mi espalda en el robusto tronco de un árbol que había cerca del manantial, a unos diez pies del camino y allí, destrozado por la fatiga y abatido por el creciente desánimo que me invadía, me dejé vencer por un sueño profundo.

 

 

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Creo que estuve durmiendo mucho tiempo. Al despertarme y abrir los ojos me sobresalté mucho y tuve que erguirme, bruscamente alarmado, porque frente a mí estaba un hombre joven con un hábito talar, que me miraba inquisitivamente aunque parecía sonreírme.

-                 No temas, niño, no te voy a hacer nada malo. ¿Qué haces aquí?. ¿Quién eres?.

-              Soy Carlos. ¡Me he perdido en el bosque!.

No quise decirle nada más. Desconfíaba de él: ¿sería uno de los criados de mi abuelo que me estaba buscando?, o ¿sería un bandido que, caminando por el bosque, me había encontrado por casualidad?.

-              ¿De dónde has venido hasta aquí?.

-                 De Royancourt, donde vivía con mi madre; pero, como se ha muerto y no tengo allí familiares, voy a Soissons para estar con mi padre, que es herrero en el palacio real.

Le dije lo primero que se me ocurrió pues no quería identificarme bien y que me llevase a Laon y me entregase a mi abuelo, el conde, que entonces me castigaría por haberme escapado de su castillo.

-                 Pero Soissons está muy lejos de aquí, y atravesar este bosque de Vosevio es muy difícil y muy peligroso porque en él hay fieras hambrientas y muchos proscritos y bandidos que asaltan, roban y matan a la gente. ¿Cómo te has atrevido a meterte en el bosque tú solo?.

-                 No he venido solo. También estaba conmigo mi perro, pero anoche se lo comieron los lobos. A mí no porque me subí a un roble muy alto.

-                 ¡Ya puedes darle gracias a Dios por estar sano y salvo!. Atravesar esta tupida selva para ir hasta Soissons siendo tan pequeño como tú es una loca aventura. ¿Cuántos días llevas perdido en el bosque?.

-                 Tres días, señor.

-                 Tienes un aspecto sucio y miserable. Necesitas asearte un poco, comer y descansar. ¡Yo te ayudaré!.

-                 ¿No sois un bandido ni un proscrito?.

-                 No, yo soy un ermitaño; por eso vivo en el bosque.

-                 ¿Qué es eso de ermitaño, señor?.

-                 Soy un monje que se encarga de cuidar una pequeña ermita, la de San Gobain, que está a cien metros de aquí. Como fraile solitario pertenezco a la abadía de San Nicolas-aux-Bois. Me dedico a orar a Dios y a ayudar en lo que puedo a los pobres y a los necesitados. Por cierto ¿cómo me has dicho que te llamas?.

-                 Carlos, señor.

-                 Bien Carlos, vamos a la ermita que es donde vivo yo, y allí me seguirás contando cosas. Lo has pasado muy mal en el bosque durante los tres últimos días, ¿no es cierto?.

-                 Sí señor, muy mal. Y ha sido horrible ver, impotente, como los lobos devoraban a mi perro.

 

 

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Enseguida llegamos a la ermita. Parecía una iglesia pequeña porque el edificio tenía una cruz en lo alto de la parte delantera, por encima de la puerta de entrada. El interior de la ermita era como un saloncito que, al fondo, tenía un altar con dos candeleros para las velas. En la pared que se encontraba al final del salón estaba colgado un rústico crucifijo. Esta pared poseía una puerta en un lateral, que daba paso a una pequeña estancia en la que había dos camas, dos sillas y una mesa con un gran crucifijo encima. Todo era austero pero el ambiente era muy acogedor. Después de las penalidades que soporté en los últimos días, me pareció la antesala del Cielo.

Mi amigo el ermitaño, que se llamaba Fulcuphe y tenía treinta años, era muy bueno. Me dio de comer muchas cosas y me dejaba jugar con su magnífico perro lobo, cuyo nombre era Guardián. Me recordaba a mi pobre Glotón, aunque este era más grande y tenía un aspecto feroz e imponente; pero a mí me trataba bien y no me daba miedo.

Después de comer tuve que ir enseguida a hacer mis necesidades al bosque y, al regresar a la ermita, el monje me llevó al exterior porque había preparado un cubo con agua para que me aseara y quedase limpio y presentable.

Al volver al interior de la ermita pasamos a la cámara y, tras sentarnos en las sillas, comenzamos a charlar tranquilamente. Yo le pregunté a fray Fulcuphe si no le daba miedo vivir aquí siempre y si no se aburría estando solo en medio del bosque.

-                 No Carlos, no tengo miedo porque Dios, que es mi Señor, me trata como si fuera su hijo, me protege continuamente y ha puesto junto a mí un ángel invisible que me guarda constantemente. Además las gentes que viven en el bosque, buenas o malas, me conocen y saben que soy pobre pero que ayudo a todos, incluso a los proscritos, en lo que puedo procurando remediar sus necesidades y curarlos, si están heridos o enfermos. Los malhechores son también mis amigos o, mejor dicho, son mis hermanos porque son como yo hijos de Dios. Conmigo están a gusto pues los bandidos saben que yo nunca los denunciaré a las autoridades, aunque sean ladrones. A mí no me roban porque no tengo objetos valiosos y porque saben que lo poco que tengo lo comparto con quien lo necesita. Todos me quieren y me respetan.

Ø    En cuanto a que si me aburro aquí en medio de la selva, desde luego que no. Al contrario siempre estoy ocupado, porque rezo mucho, leo la Biblia, oficio la misa, cuido de la ermita, salgo a cazar de vez en cuando con mi perro, atiendo a los viajeros que pasan por aquí, ayudo a los pobres, …¡Ah! y una vez al mes me reúno con los otros monjes solitarios en nuestra abadía de San Nicolas-aux-Bois para rezar juntos y para charlar contándonos nuestras experiencias de ermitaños. Además un fraile de nuestra abadía nos visita periódicamente para traernos provisiones y medicinas, así como para ayudarnos en nuestras necesidades. En fin Carlos que no me aburro, porque Dios está siempre conmigo y porque a mí todo en el bosque me habla de Dios, pues los animales, las plantas, los arroyos, la nieve, todas las cosas son obra de Dios y reflejan a su Creador.

-                 A mí también me gusta mucho el bosque y no me da miedo, aunque tiene muchos peligros. Yo amo la naturaleza y me gusta cabalgar en los prados, nadar en los ríos e ir de caza con las personas mayores.

-                 Por cierto Carlos, ¿sigues empeñado en ir a Soissons para ver a tu padre y quedarte a vivir con él?.

-                 ¡Desde luego que sí!. No tengo más remedio que encontrar a mi padre en Soissons lo antes posible. Debo atravesar el bosque y llegar hasta allí como sea.

-                 Bueno hijo, no te preocupes. Entonces te acompañaré yo, porque tú solo no llegarás nunca a Soissons. Creo que es lo mejor. Mañana vendrá aquí desde la abadía de San Nicolas-aux-Bois el hermano visitador que me trae las provisiones. Como vendrá a caballo lo mejor será que nos preste su jamelgo y, dado que Soissons está a unas tres leguas de aquí, haremos tú y yo el viaje en una jornada, atravesando la selva por caminos y atajos que yo conozco muy bien. Carlos puedes estar seguro de que vamos a encontrar a tu padre y de que podrás quedarte con él. Yo pernoctaré en Soissons en la hostería de un monasterio y, al día siguiente, haré el viaje de regreso. Yendo conmigo a caballo no hay peligro, porque los bandidos y los proscritos me respetan y no nos harán ningún daño.

-                 ¡Eso sí que sería maravilloso!, señor monje. Mi padre y yo se lo agradeceríamos mucho y Dios se lo pagará. Pero….el fraile visitador…¿querrá dejarnos su caballo?. Y si nos lo deja, ¿qué hará él sin su montura?.

-                 Claro que sí que nos lo dejará. Entretanto él estará aquí, en esta ermita, hasta que yo regrese: rezará, leerá y descansará. Solo se quedará sin su jamelgo un par de días: uno para la ida a Soissons y otro para la vuelta. Entonces Carlos, si todo va bien pasado mañana haremos tú y yo el viaje, y llegarás a casa de tu padre sano y salvo.

-                 ¡Qué bien!, ¡estupendo!. ¡Muchísimas gracias! señor monje.

-                 Ahora Carlos debes descansar. Tienes que dormir, pues estarás rendido por el cansancio, aunque tienes mucha vitalidad y eres muy fuerte.

-                 Sí que necesito dormir muchísimo…y en una buena cama.

-                 Pues prepárate, sal afuera a orinar, bebe agua si tienes sed y acuéstate. ¡Ah!, y no te olvides de rezar las oraciones de la noche.

-                 Por supuesto que las voy a rezar enseguida. ¡Todas!. Tengo que darle muchas gracias a Dios porque me hayáis encontrado. Por cierto ¿no seréis vos mi ángel de la guarda?.

 

 

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Cuando me desperté era ya muy tarde y hacía mucho calor. Había dormido muchas horas de un tirón con un sueño profundo. La cama del fraile estaba ya hecha, y la cámara arreglada excepto mi cama. Fulcuphe debía haberse levantado temprano, pero yo no había oído ningún ruido.

Al asomarme al salón de la ermita lo ví leyendo la Biblia, sentado en una silla.

-          ¡Buenos días! dormilón –me saludó-. ¿Ya se te ha quitado todo el cansancio que tenías?.

-          Creo que sí pues me siento otra persona. Me he recuperado del todo.

-          Pues sal afuera, lávate la cara y las manos con el agua del cubo y vuelve pronto que tienes que desayunar, aunque ya casi es la hora de comer. Te he preparado leche, pan tostado, mermelada de ciruelas y mantequilla.

- ¡Gracias!, ¡muchas gracias!. Enseguida vuelvo.

Al salir, Guardián me saludó con unos ladridos afectuosos y yo le correspondí con unas caricias, que me agradeció moviendo su enhiesto rabo. El día era espléndido: el sol brillaba en lo más alto. Todo el bosque estaba radiante, pleno de vida. Respiré profundamente mientras me desperezaba. De nuevo tenía ganas de reemprender mi viaje.

 

 

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Recuerdo que hacía más de una hora que habíamos terminado de comer cuando, de pronto, Guardián comenzó a ladrar insistentemente avisándonos de que alguien se acercaba. Al salir vimos que un jinete y su caballo asomaban ya por un recodo. El perro daba saltos jubilosos alrededor del caballo. De la montura descabalgó un monje a quien Guardián le dio la bienvenida poniendo sus patas delanteras en el hábito del recién llegado, a la altura del pecho, e intentando lamerle el rostro. Al parecer ambos eran buenos amigos.

Cuando el fraile pudo desembarazarse de los afectuosos saludos del perro se dirigió hacia donde estaba esperándole su compañero fraile. Cuando el recién llegado me vió se le congeló la sonrisa y, mirándome inquisitivamente, exclamó:

-              ¿Quién es este niño?. ¿Qué hace aquí?.

-                 Esas dos preguntas son las mismas que, ayer a esta hora, me hice yo al encontrármelo durmiendo como un tronco junto a la fuente- le dijo Fulcuphe-.

-                 ¿Y cuáles son las respuestas?.

-                 El niño pretendía ir a Soissons a casa de su padre y se había perdido en el bosque.

-                 Pero Soissons está muy lejos de aquí.

-                 ¡Ese es el problema!. En fin es una larga historia. Bienvenido hermano. Pasad, y os la contaré. ¿Qué tal vuestro viaje?.

-                 Estupendo, todo bien. Hace un magnífico día. Antes de pasar a la ermita, voy a atar al caballo y a darle agua. Si os parece bien, Fulcuphe, podríais ir descargando las provisiones y llevándolas adentro.

-                 Así lo haré.

 

 

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A la mañana siguiente, cuando el sol acababa de salir, fray Fulcuphe y yo, montados ambos en el jamelgo del fraile visitador, que era un caballo viejo y delgaducho, iniciamos nuestro viaje a Soissons. Yo confiaba en que fuese la última etapa de mi aventura infantil.

Me asombró la maestría con la que el ermitaño guiaba decididamente su montura en los lugares más difíciles por los que atravesábamos: sendas estrechísimas, vericuetos e inverosímiles atajos, monte arriba o abajo, como un experto jinete y gran conocedor del bosque. Tan estupendamente lo hacía que nuestro famélico caballo resoplaba frecuentemente demandando reposo.

Como no teníamos prisa porque, según me dijo el monje, íbamos bien de tiempo, parábamos de vez en cuando para que el animal comiera y bebiese, descansara y se repusiese. Al reemprender la marcha el animal con renovadas fuerzas, proseguía dócilmente la ruta por la que le guiaba Fulcuphe.

A mediodía cuando el calor era ya muy fuerte, hicimos una larga parada para almorzar en una preciosa umbría donde había una fuente de agua muy fresca. El fraile sacó de su zurrón, parsimoniosamente, las provisiones. Yo no tenía mucho apetito porque estaba nervioso ante la proximidad de Soissons y la certeza de que allí estaré sano y salvo en mi casa con mi padre y mis parientes, dentro de unas horas. Me parecía un sueño, algo casi imposible, que faltase tan poco para llegar perfectamente al palacio real, después de las aventuras y peripecias que yo y mi inolvidable Glotón habíamos vivido en el bosque de Vosevio.

 

 

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Alrededor de las cuatro de la tarde ya divisamos, a lo lejos, los primeros edificios de Soissons, especialmente el palacio real situado encima de un collado, y la enorme catedral. Antes de llegar a la ciudad yo le pedí a fray Fulcuphe que parásemos un momento porque quería hacer pis, a lo que el clérigo accedió gustosamente. Sin embargo mi objetivo último era otro distinto; por eso, le rogué también que nos sentáramos un momento a la sombra de unos árboles “porque tenía que contarle una cosa muy importante”.

En primer lugar le pedí perdón por haberle mentido cuando le dije quien era, aclarándole entonces que:

-                 Efectivamente yo sí que me llamo Carlos, pero no soy hijo de un herrero, sino del mayordomo del palacio del rey Childeric y de su esposa, Bertrade de Laon, la hija del conde. Yo me interné en el bosque huyendo de mi abuelo Caribert porque, como había encerrado a mi madre en una mazmorra del castillo y la iba a matar, yo tenía que llegar a Soissons lo antes posible para decírselo a mi padre, quien iría a rescatarla inmediatamente antes de que la matase. Esta sí que es la verdad, fray  Fulcuphe, pero no me atreví a decírsela en su ermita por temor a que me entregara en Laon a mi abuelo quien, ante mi actitud fugitiva y rebelde, tal vez me matase a mí también.

-                 Bien, Carlos. No te preocupes más por ello. Lo comprendo y te perdono por haberme mentido, ya que lo has hecho por necesidad, por miedo, no por maldad. Y también Dios te comprende y te perdona. Yo noté algo raro en tu explicación de por qué querías llegar a Soissons atravesando peligrosamente el bosque de Vosevio, pero no me importó porque esperaba saber toda la verdad cuando te llevase ante tu padre. Ahora lo principal es que estás sano y salvo, así que el señor Pépin el Breve te podrá abrazar pronto. Mi obligación era ayudarte, y es lo que estoy haciendo gustosamente. Ven Carlos, valiente, te doy un abrazo para que compruebes que ya te he perdonado.

 

 

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Soissons estaba de fiesta, con todas sus calles engalanadas. Muchas de sus ventanas y balcones lucían banderas y colgaduras.

Preguntamos qué fiesta había y nos dijeron que Pépin el Breve, con sus tropas, regresaba victorioso de una expedición guerrera y que iba a llegar a Soissons de un momento a otro. ¡Efectivamente! muy a lo lejos se divisaba ya una masa polvorienta, que parecía acercarse a la ciudad. Debía ser nuestro ejército.

Fulcuphe y yo nos quedado allí mismo, en la calle, para ver pasar el desfile militar. El gentío, expectante, quería recibir jubilosamente a los vencedores. Pronto comenzaron a oírse los vítores que, espontáneamente, lanzaban algunos paisanos y que se confundían con otros gritos triunfales, casi apagados por los agudos sones de los timbales y las trompetas del ejército que se aproximaba. De pronto yo comencé a distinguir, aunque todavía estaba lejano, a mi padre en su montura cabalgando marcialmente al frente de sus tropas. A medida que se acercaba a nosotros, mi emoción y mi alegría crecían más y más. Yo le dije, orgulloso, a fray Fulcuphe:

-        Ahí viene mi padre: es el primero de los que vienen a caballo.

Cuando estaba llegando a mi altura, yo me puse a gritar como un loco: ¡padre!, ¡padre!, ¡padre!, ¡padre!...; pero como el ruido era ensordecedor, entre la música y los gritos del gentío, no sé si me pudo oír. Tenía la duda de si me habría reconocido o no porque, en cierto momento, se había fijado un instante en mí y, con gesto de incredulidad, había girado su cara volviéndose a mirar al frente. Tal vez se extrañó de verme allí o quizás pensó que no podía ser yo porque, teóricamente, su hijo Carlos debería estar entonces en Laon, en el palacio condal de su abuelo.

Acabado el paso del brillante cortejo militar, el clérigo y yo nos quedamos un rato parados en una esquina con el caballo, sin saber qué hacer, ya que si íbamos enseguida al palacio real habría allí tal ajetreo y agitación que nadie nos atendería. Pero ¿qué otra cosa podríamos hacer?. Finalmente nos encaminamos hacia el palacio del rey Childeric, tirando Fulcuphe de las riendas del caballo.

La inmensa muchedumbre que había en la puerta del Palacio nos obstaculizaba el paso y nos impedía avanzar, ya que con nosotros venía también el caballo. No tuvimos más remedio que esperar mucho tiempo hasta que, al irse dispersando la gente, pudimos abrirnos paso hasta la puerta. Una vez allí la Guardia Real nos negó el paso, a pesar de identificarme como el hijo de Pépin el Breve. Ante mi protesta, vino un oficial de la Guardia y me dijo que mi padre estaba despachando con el Rey, por lo que no sabía cuando terminaría, pues ignoraba si ambos cenarían juntos para seguir charlando. A continuación el oficial añadió:

-        Si queréis podéis pasar; pero solo vos, no el fraile ni su caballo.

-        Bueno, volveremos más tarde –le contesté-.

En realidad, como le expliqué a fray Fulcuphe enseguida, yo pensaba que en esta situación sería mejor, dado el barullo que había en Palacio y que mi padre estaba ocupado con el Rey, que él y yo entrásemos al recinto palatino por su parte trasera, por las cocinas, donde no había vigilancia militar.

Así lo hicimos y, nada más entrar allí, me encontré a Salaberge, la cocinera mayor, que me dio la bienvenida con un par de besos. También estaba en la cocina Rotrude, mi ama de leche, que era la mujer que me crió. Al verme se abalanzó hacia mí y me dio un fuerte abrazo y montones de besos, porque me quería como a un hijo.

Rotrude me preguntó que cuándo había llegado a Soissons y que dónde estaba la señora Bertrade, mi madre. Le dije que yo acababa de llegar y que me había traído y acompañado Fulcuphe, un fraile sirviente de mi abuelo, pues mi madre no había podido venir porque estaba enferma en Laon.

Enseguida nos marchamos de la cocina dirigiéndonos a las caballerizas, donde entregué el jamelgo a un mozo para que lo cuidase. Entonces le dije al monje que íbamos a entrar en mi casa, que estaba dentro del Palacio real. Al llegar a ella me encontré con mi hermana Leutberge, hija de Leutbergie, la primera esposa de mi padre. Ella tenía entonces nueve años. Cuando me vio se alegró mucho y me dio un grandísimo abrazo, pero inmediatamente me preguntó lo mismo que Rotrude, mi ama de leche, pues estaba sorprendida de que hubiese regresado ya a Soissons porque yo debía estar todavía en Laon. Mi contestación fue similar a la que le di a Rotrude.

Por fin pude decirle a Leutberge que era muy urgente que hablase con nuestro padre y me respondió que en ese momento estaba reunido con el Rey, pero que no tardaría porque había ido solo a informar al Monarca sobre el victorioso resultado de la campaña guerrera que había capitaneado; así pues, lo mejor sería esperarlo en la misma puerta del salón del trono. En tal caso, el clérigo tendría que esperarnos en mi casa hasta que volviésemos con nuestro padre, porque ella y yo sí que podíamos estar por todo el palacio real, pero el fraile no. Entonces el mayordomo de nuestra mansión se quedó atendiendo a fray Fulcuphe hasta nuestro regreso.

Tuvimos que esperar mucho tiempo en la puerta de salida del salón hasta que ha apareció nuestro padre. Aunque se quedó muy sorprendido de verme en Soissons, me dio un cariñoso abrazo y besos. De pronto me preguntó:

-             ¿Dónde está tu madre?.

-             En Laon.

-              ¿Con quien has venido a Soissons, y cuándo?.

-                 Con un monje muy bueno, que me ha traído a caballo. He llegado esta misma tarde. Padre, tengo que contaros inmediatamente una cosa muy grave: me escapé de Laon para venir a Soissons porque el abuelo me dijo que va a matar a mi madre. Tenéis que ir urgentemente a Laon a rescatarla pues el conde Caribert la tiene encerrada en una mazmorra y la quiere matar. Me perdí en el bosque de Vosevio, después de estar allí tres días. A mi perro se lo comieron los lobos. El monje Fulcuphe me encontró y me salvó la vida. Me ha cuidado muy bien y me ha traído a Soissons esta tarde. Está en casa esperándome, pues quiere tener la seguridad de que me quedo con mi familia.

-                 ¡No se atreverá a matarla ese viejo gruñón!. Carlos, hijo mío, todo lo que me dices es gravísimo si es cierto. ¿Por qué la quiere matar?, ¿estás seguro?. Cuando lleguemos a casa tienes que relatarme todo otra vez, pero con el máximo detalle. ¡Ah! y contarme todo lo que has hecho en estos tres días vagando por esa peligrosa selva tú solo. No sé como no te han matado las fieras o los bandidos, antes de que el fraile te encontrase. Dios te ha protegido esta vez, pero si vuelves a hacerlo puede que entonces ya no te proteja. Carlos ¿me prometes que nunca más te internarás por un bosque tú solo, sin adultos que te acompañen?.

-                 ¡Sí! padre, os lo prometo. ¿Me perdonáis?.

-                 No lo sé todavía, te lo diré cuando me cuentes todos los detalles de tu aventura en el bosque. De momento solo te digo que has sido tan tozudo y valiente como insensato.

-                 Padre ¿vais a cenar con el Rey?.

-                 No, esta noche no. Mañana comeremos juntos. Necesito descansar. Ahora vamos a casa porque quiero darme un buen baño en nuestra piscina termal. Después cenaremos juntos y entonces me contarás todo lo que te ha pasado. Posteriormente recibiré al fraile que te ha salvado de morir devorado por las fieras del bosque.

 

 

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            -      Padre, éste es Fulcuphe[1], el monje que me ha encontrado y salvado en el bosque de Vosevio.

-             ¡Encantado!. Dios le bendiga por todo lo que ha hecho por Carlos.

-                 Señor Pepin, ha sido un placer poder ayudar a Carlos. Además yo haría gustosamente lo que fuese por servir a Vuestra Excelencia.

-                 ¡Gracias!, me ha dicho Carlos que sois ermitaño, dependiente de la abadía de San Nicolas-aux-Bois. ¿Sois sacerdote o lego?.

-                 Soy sacerdote, pues hace cinco años me ordenó el señor obispo de Soissons.

-                 Fulcuphe, quiero que sepáis que la abadía de Santa María y San Juan, la que esta cerca de Laon, va a pasar al patronazgo real. Entonces ya no podrá ser el conde de Laon, sino que seré yo mismo quien nombre al nuevo abad, cargo que está ahora vacante, porque yo no he aceptado a los clérigos que ha propuesto sucesivamente mi suegro. Yo quiero que el nuevo abad de Santa María y San Juan sea un servidor mío, un hombre de mi confianza. Fray Fulcuphe, si os diera ese cargo de abad ¿me juraríais lealtad permanente como señor vuestro?.

-                 A mi humilde persona le colmaría de satisfacción ser vasallo y servidor de Vuestra Excelencia, me nombréis o no abad.

-                 Pues seréis nombrado abad de Santa María y San Juan. Dios ha querido que salvéis a mi hijo Carlos, y los príncipes recompensamos generosamente los servicios que se nos hacen. Pero creo que Dios también os ha puesto en mi camino oportunamente para que, como abad, me ayudéis a gobernar el reino de los francos. ¡Ah! Fulcuphe, os prohíbo que reveléis jamás a nadie esta conversación nuestra, y sobre todo mientras no recibáis el nombramiento de abad que os he prometido. Recordad que solamente los niños y los insensatos son imprudentes y cuentan todo.

-                 Gracias, mi señor Pepin. Permaneceré siempre mudo sobre este asunto. Desde ahora, Excelencia, podéis disponer como queráis de la humilde persona de este servidor vuestro para lo que queráis. ¡Que Dios os bendiga y os proteja siempre!.

-                 ¡Amén!, ¡ah! Fulcuphe. Quiero que aceptéis mi hospitalidad quedándoos esta noche en mi casa, pues creo que mañana tenéis previsto regresar a vuestra ermita. Carlos y yo valoramos y agradecemos mucho vuestra compañía.

-                 ¡Muchas gracias!, Excelencia, por el gran honor que me hacéis.

 

 

 

                                                                        JOAQUÍN  JAVALOYS

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] La existencia histórica del monje Fulcuphe, de la abadía de Santa María y San Juan, está documentada en un famoso evangeliario que se encuentra en la biblioteca de Autun, en Borgoña, referenciado como manuscrito número 3. En efecto, en el folio 186 de ese evangeliario existe una nota del copista, que dice lo siguiente:

               “A demanda de la madre de familia Fausta y del monje Fulcuphe de la abadía Santa María-San Juan, yo Gundohinus, he escrito estos evangelios, desde el principio al final, en Vosevio; en el mes de julio del tercer año del reinado del glorioso rey Pepin”.

 

Esta cita se encuentra en la página 105 del libro titulado “Laon promontoire sacré”, de Suzanne Martinet. Éditions N. Laon. 1994.

 

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