Generar miedo constituye una decisión política peligrosa e irresponsable, especialmente en el marco de una pandemia
Dos personas con mascarillas en una terraza.
El pasado 19 de julio era el día señalado para levantar definitivamente todas las restricciones Covid en el Reino Unido. Sin embargo, el freedom day se sirvió finalmente descafeinado. Ante la enorme presión ambiental, el gobierno de Boris Johnson decidió levantarlas… pero a medias. Y ello a pesar de ser uno de los países con mayor porcentaje de vacunados.
Para defender el fin de las prohibiciones, el Gobierno apeló a la libertad, a la devolución de la soberanía al pueblo para que cada ciudadano tomase responsablemente sus propias decisiones, un discurso que debería haber suscitado un arrebatador entusiasmo en Gran Bretaña, la cuna del liberalismo. Sin embargo, gran parte de la opinión pública respondió con espanto, animadversión, casi con lanzamiento de tomates. La población parecía mostrarse más partidaria de la supresión de libertades y derechos ciudadanos que el propio gobierno.
Una encuesta de Ipsos revelaba que no solo existía una mayoría favorable al mantenimiento de las restricciones (tabla 1); un porcentaje significativo declaraba que las medidas coercitivas debían permanecer para siempre… con independencia del Covid. Es un estado de opinión que también se palpa en otros países. ¿Cómo se ha llegado a semejante distopía?
Un irresponsable recurso al miedo
En marzo de 2020, para garantizar que la gente cumpliera con el confinamiento, muchos gobiernos decidieron recurrir al miedo. Se trataba de exagerar el riesgo del virus, haciéndolo extensivo a toda la población, no solo a los vulnerables. Este mensaje justificaba el encierro generalizado, en lugar de optar por una protección selectiva a los grupos de riesgo, que hubiera sido lo razonable.
Pero este llamamiento al miedo desencadenaría un devastador efecto bola de nieve, completamente inesperado. Como el discurso fue rápidamente amplificado por los medios, y reforzado por el rumor, el miedo escaló paulatinamente hacia un pánico generalizado. Nunca una campaña había creado un terror tan atroz y duradero. Una vez asentado el estado de pánico, se estableció una malsana interacción entre gobiernos y público. En ocasiones era la opinión pública la que iba por delante presionando hacia un régimen más restrictivo, como en la Gran Bretaña del freedom day. En otras, eran las autoridades las que realimentaban la espiral del miedo al considerar que la caldera necesitaba algo más de presión para conseguir ciertos fines como, por ejemplo, un porcentaje de vacunación más elevado en ciertos segmentos.
Aunque se había recurrido al miedo en el pasado para desanimar ciertas conductas (fumar, conducir imprudentemente, consumir drogas) nunca se había utilizado para afrontar una catástrofe. Al contrario, ante cualquier desastre, las autoridades siempre difundían mensajes tranquilizadores, precisamente para evitar que el pánico provocara un quebranto mayor que la propia catástrofe. Pero el mundo de hoy valora muy poco la experiencia del pasado; actúa como si la civilización hubiera comenzado hace 20 años.
En lugar de explicar al público que una pandemia es un fenómeno recurrente, al que la humanidad se ha enfrentado en muchas ocasiones, los gobernantes actuaron como si la situación fuera inédita, casi la antesala del Apocalipsis, un problema completamente desconocido para el que se improvisarían soluciones originales. Y las medidas fueron tan insólitas, tan divergentes con lo estipulado, tan radicales, que asustaban por sí solas. Actividades cotidianas como reunirse con familiares o amigos, salir a dar un paseo o llevar la cara descubierta se convertían de pronto en ilegales, perseguibles por las autoridades. Era la primera pandemia cuya resolución no se encomendaba a los médicos… sino a los policías.
El peligro sigue igual
Aunque el miedo es una respuesta útil porque protege de muchos peligros, resulta muy dañino cuando es intenso, persistente y paralizador. Puede generar ansiedad, fomentar el abuso de alcohol y drogas, desembocar en depresión, idea de suicidio. O debilitar el sistema inmunitario. Y, sobre todo, impide actuar con libertad, convirtiendo al ciudadano libre en esclavo. Por ello, los seres humanos desarrollaron diversos mecanismos para mitigarlo, para evitar la angustia permanente. Desgraciadamente, debido al carácter insidioso de la propaganda, casi todos estos mecanismos quedaron bloqueados en esta pandemia.
Ante una campaña de terror, la primera opción para rebajar el miedo es abstraerse de la propaganda. Para un fumador no era difícil desoír los mensajes antitabaco; pero es casi imposible sustraerse a un relato covid tan prominente, agresivo y abrumador. Aquí se explicaría el fenómeno de la negación de la pandemia como un mecanismo psicológico de evasión, una vía para reducir la ansiedad.
Otra opción consiste en cumplir las normas sugeridas por la campaña de miedo, una vía que resulta muy eficaz en otros casos: "Dejo de fumar y los mensajes de terror ya no me conciernen". Pero el relato covid no permite esta salida al insistir constantemente en que, aun cumpliendo todas las normas, el peligro sigue igual. Aunque usted luzca una mascarilla tan gruesa y ajustada que le impida respirar, se inyecte todas las vacunas o mida el CO2 con el mismo afán que los desdichados astronautas del Apolo 13 comprobaban su reserva de oxígeno, los medios pregonarán que igualmente puede contagiarse y perecer.
La sucesión de dos mensajes, a) “es imprescindible que adoptes esta medida” y, poco después, b) “buen chico, pero sigues siendo tan vulnerable como antes”, genera una percepción de absoluta ausencia de control, un sensación tan miserable que favorece una indefensión aprendida, conduciendo a una adicción a las medidas restrictivas del gobierno. Algunos sujetos suplican otra prohibición en un intento de aliviar momentáneamente su ansiedad pero, como cualquier adicto, necesitan cada vez mayores dosis de restricciones tan solo para obtener una rebaja pasajera de su nivel de pánico.
El tortuoso camino a la libertad
Generar miedo constituye una decisión política peligrosa e irresponsable, especialmente en el marco de una pandemia. Y no sólo porque se trata de un enfoque paternalista que considera a los ciudadanos como niños a los que asustar con la presencia del monstruo para se coman toda la cena. También porque el pánico duradero acarrea consecuencias sociales y políticas muy graves en el largo plazo. Causa trastornos psíquicos y acrecienta el egoísmo y la intolerancia de los individuos, reduciendo considerablemente su respeto hacia los derechos de los demás. Y pone en peligro la democracia pues las constituciones se convierten en papel mojado cuando una mayoría social, presa del miedo, apoya la supresión de derechos y libertades.
Especialmente preocupante es la frivolidad con la que ciertas administraciones introducen nuevas restricciones de un día para otro, casi como ocurrencias, generando enorme inseguridad. Esos vertiginosos vaivenes normativos refuerzan el círculo vicioso del miedo porque el baile de prohibiciones es el estupefaciente que alimenta a los adictos.
Cada vez se alzan más voces denunciando el uso de los “positivos” como inyección diaria de adrenalina pues, una vez vacunados los vulnerables, la relación numérica entre contagios y enfermedad grave se debilita considerablemente. El virus no va a desaparecer por muchas restricciones que se decreten: se trata de generar inmunidad suficiente para adaptarse a él, igual que la humanidad aprendió a convivir con patógenos mucho más peligrosos. Para ello hay que dominar el miedo (un buen paso es dejar de ver la televisión), comenzar a basar nuestra protección en medidas voluntarias y responsables, siendo conscientes de que el riesgo cero no existe, de que todas las enfermedades matan gente cada día. Nos encontramos en una encrucijada, es hora de recobrar definitivamente la libertad… o de perderla por mucho tiempo.
JUAN MANUEL BLANCO Vía VOZ PÓPULI
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