El TC ni cuestiona el confinamiento ni desarma al Estado frente a la pandemia, sino que rechaza que, so pretexto de la emergencia, se orille al Parlamento y se desbarate el Estado de derecho
ULISES CULEBRO
A casi todo Gobierno -mucho más si exhibe faz despótica- cualquier exigencia que haga le parecerá corta y todo servilismo que reciba le resultará escaso. Por eso, luego de una tardía sentencia por la que el Tribunal Constitucional ha salvado la negra honrilla al juzgar ilegal el primer estado de alarma dictado por Pedro Sánchez el 14 de marzo de 2020 por el Covid-19, pero que no ha hecho justicia del todo, pues ha servido una sentencia fría cuando ya había prescrito un dictum que transgredía derechos fundamentales, aun así sus brasas frías han encendido al Ejecutivo contra el Alto Tribunal. Ensoberbecido, pretendía, bajo presiones y amenazas, que sancionara un trágala que soslayaba el plácet previo del Parlamento y la efectiva tutela judicial. Con esta enmienda a la totalidad, cualquier Gobierno en democracia por un asunto tan capital como este, como son los derechos fundamentales, habría caído -a Rajoy le bastó con un gazapo judicial-, pero, en vez de ello, pretende tumbar al TC como antes al Tribunal Supremo o al Tribunal de Cuentas en su estrategia de desempedrar el cambio constitucional y que ha descalabrado al otrora todopoderoso, en el Gobierno y en el PSOE, José Luis Ábalos, a quien verbalizó este afán destructor en vísperas de su entierro político.
«Si el Gobierno quería suspender derechos fundamentales, tenía que haber ido al estado de excepción, y no lo hizo porque para ello tendría que haber acudido al Congreso y contar cuál era su proyecto», reprocha el Tribunal de Garantías Constitucionales en un pronunciamiento en el que, por una ajustada mayoría de seis votos contra cinco, aclara que las restricciones impuestas desbordaron los límites constitucionales. Los magistrados ni cuestionan el confinamiento ni desarman al Estado frente a la pandemia, sino que rechazan que, so pretexto de la emergencia, se orille al Parlamento y se desbarate el Estado de derecho por un Gobierno que, habiendo desaprovechado un año largo para fijar el pertinente paraguas jurídico, ha bastardeado el estado de alarma para acelerar la deriva cesarista de su presidente. Ello es fácil de comprender para cualquiera cuyo cargo o nómina no dependa de no entender esta cuestión de primero de Derecho y de democracia, pero cuyo cinismo los lleva a comulgar con ruedas de molino arrastrando al sistema por la pendiente del desprestigio.
Lejos de asumir responsabilidades, el Ejecutivo se ha revuelto contra el Alto Tribunal en unos términos inusitados por no haber logrado doblarle el brazo del todo. Pero, sobre todo, porque desenmascara una estrategia de larga zancada de Sánchez. No en vano, valiéndose de la pandemia, se arrogó atribuciones que ponían los tres poderes del Estado a su servicio y abría un camino a la instauración de una monarquía presidencialista en la que se erigía en fáctico jefe del Estado con minusvaloración del Rey como cabeza de la Nación.
Hace un año largo, a raíz del uso perverso del primer estado de alarma frente al desbordamiento de una plaga que se negó hasta celebrar el día de la Mujer para preservar las marchas alentadas por el Gobierno, ya el magistrado emérito del TC Manuel Aragón Reyes, así como la ex fiscal general del Estado Consuelo Madrigal en su artículo en EL MUNDO La sociedad cautiva, repararon en esta circunstancia y evidenciaron la extralimitación de funciones de quien se presentaba como «el máximo representante» de la Nación cuando la representan las Cortes y al Estado, el Rey. Aragón reclamaba que «hay que tomarse en serio la Constitución» -así tituló su diatriba- que no permitía, para situaciones de excepción, una «dictadura constitucional», sino reforzar los poderes del Estado bajo la vigía parlamentaria. No obstante, Sánchez dejó pasar el tiempo, mientras cogía vergüenza y afán, como en los versos de Góngora.
El ilustre jurisconsulto traía atinadamente a colación el concepto de «dictadura constitucional» que introdujo Carl Schmitt, arquitecto legal del régimen nazi, para designar el proceso por el que Alemania deambuló de la democracia al nuevo orden totalitario por el artículo 48 de la Constitución de Weimar al conferir al presidente del Reich la prerrogativa de «suspender en todo o en parte los derechos fundamentales» cuando discerniera que peligraba la seguridad o el orden público. «Ninguna constitución de la tierra -se jactaría Schmitt- había legalizado tan fácilmente el golpe de Estado como la de Weimar».
Cuando Hitler ascendió al poder en 1933 y el Reichstag aprobó la Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo, se corroboró crudamente el aserto de Schmitt. El Führer, por medio de esa ley habilitante del 24 de marzo de 1933, devastó la Constitución a la vista de todos y ante la impotencia general, incluida la del Reichspräsident, el mariscal Hindenburg, al que no hubo ni que derrocar. No había más autoridad que la suya.
Desde el primer estado de alarma, Sánchez ha socavado organismos e instituciones dejando la vía expedita al abuso típico del caudillo que establece un vínculo directo con quienes lo han escogido. No por casualidad, Sánchez planteó en su día que, para evitar bloqueos, se le designara directamente presidente como candidato de la lista más votada, esto es, que pudiera gobernar con 120 diputados como si atesorara una mayoría absoluta. Así, con órdenes ministeriales, ha subvertido leyes y desvirtuado instituciones -desde el CNI a RTVE pasando por la Guardia Civil o el CIS-, hasta abollar la carrocería de la Constitución y afectar al motor.
Esa «dictadura constitucional», a la que aludió Aragón Reyes y que dio pie a algún rifirrafe entre Sánchez y Casado, tiene visos de plasmarse por medio de la inquietante reforma de la Ley de Seguridad Nacional que el Consejo de Ministros estudió el 22 de junio para reemplazar la Ley orgánica del estado de alarma, excepción y sitio fundamentada en el artículo 116 de la Constitución. Una norma que, como reveló EL MUNDO, autorizaría a Sánchez para mandar libérrimamente cuando interprete que se registra una seria vicisitud dentro de un ancho abanico que puede desplegar o recoger a su acomodo. En suma, un traje a la medida para que se pasee sin corsés democráticos. Justo en las antípodas de un líder democrático como Churchill que, con Londres bombardeado por Hitler, afrontó incluso una moción de censura.
Con este trasfondo, se explica el entripado con un TC sometido a asedio gubernamental, como ha denunciado su vicepresidenta, Encarnación Roca, tanto desde extramuros por parte del presidente del Gobierno y su Consejo de Ministros como intramuros por medio del delegado del Gobierno en este órgano de garantías, Cándido Conde-Pumpido. El ex fiscal general del Estado con Zapatero ha desfogado su impotencia tras fracasar en el cometido que le había encargado el Ejecutivo, pese a captar a dos valiosas piezas propuestas por el PP como el presidente González Rivas y el vocal Ollero, ex diputado y ponente de por vida de la sentencia non nata sobre el aborto.
Quien apadrinó la doctrina de que «el vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino» para blindar el diálogo con ETA a prueba de bombas ha puesto como no digan dueñas al ponente González-Trevijano y a los otros cinco magistrados. Les acusa de sacar adelante una resolución «más propia de un lego que del máximo intérprete de la Constitución». Es más, el magistrado de cabecera socialista se burla con que el veredicto se funda en «la paradoja de sorites atribuida a Eubúlides de Mileto» sobre la dificultad de determinar cuántos granos de arena hacen un montón.
Tras desvanecerse la mayoría que no ha sido, Sánchez debe haberse sentido como el conde Romanones cuando quiso ser académico de la Lengua y emplazó a su secretario a que recabase los votos precisos. Venciendo el pudor, su asistente cumplimentó el encargo y todos le prometieron su sufragio. Empero, el día de la votación se toparon con que no había salido. «¿Cómo es posible? Si tenía garantizada la elección...», preguntó entre perplejo e iracundo. Al encogerse de hombros el circunstante, Romanones persistió: «Pero entonces, ¿cuántos votos he tenido?». «Ninguno, Excelencia», musitó el secretario. El político se quedó pensativo y luego se volvió hacia su ayudante exclamando: «¡Joder, qué tropa!». Si unos académicos de colmillo retorcido no le dieron gusto a aquel prócer, otro tanto a Sánchez con su abuso de derecho para reforzar sus poderes cesáreos, mientras se desentendía de la pandemia y dejaba que las autonomías se las aviaran al albur de juzgados cuya función no es gobernar o legislar, sino velar por el cumplimiento de una ley que, en este caso, es inexistente por dejación de deber.
Así cuando ya no parecía preciso decirle al presidente del TC, como Felipe González con Manuel García-Pelayo con la expropiación de Rumasa, ni tampoco abroncar a una presidenta como Teresa Fernández de la Vega a María Emilia Casas en mitad del desfile de las Fuerzas Armadas, ha habido jueces esta vez que, con miramientos, no han querido dejarse humillar ni por presidente ni por vicepresidenta ni por el sursuncorda. Cuando la ministra y magistrada Margarita Robles, en su andanada contra el la Corte de garantías constitucionales, como ya antes contra el TS por impugnar los indultos, apela a que «el TC debe de tener un sentido de Estado», lo que busca es que rindan sus togas al Gobierno. Banalizando así el «sentido de Estado», habría que recordarle aquello mismo de que la «razón de Estado» no deja de ser un invento de la política «para autorizar lo que se hace sin razones». Bien lo sabe quien estuvo en Interior con Belloch y hoy es titular de Defensa.
Por eso, la sobreactuación del Gobierno no tiene tanto que ver con los estados de alarma como que complica esa ley de Seguridad Nacional que tiene como artífice al nuevo ministro de Presidencia y vicepresidente político de facto, Félix Bolaños, quien está detrás asimismo de la modificación de la Constitución mediante leyes habilitantes del cambio de régimen en marcha. Algo que ya patentizó el TC en mayo al anular el asalto del CNI por Iglesias y que Sánchez coló de rondón en el decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo sobre medidas económicas y sociales sobre el coronavirus. Por la gatera, obró una modificación encubierta de la Ley del CNI como postula ahora con la ley de Seguridad Nacional que artilla para arrollar el Estado de derecho y sabotear la alternancia política.
Nadie había osado llegar tan lejos en democracia como para poner en riesgo sus pilares como Sánchez cual «chuletón imbatible». De ahí que convendría no cerrar los ojos a la luz cuando lo que alarma es un Gobierno en la deriva autocrática y cesarista de un presidente que quiere proveerse de Estatuto de Déspota a costa de la Constitución.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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