El domingo, en Valencia, celebramos la fiesta de la Virgen de los
Desamparados: algo maravilloso, un desbordamiento de júbilo y de alegría, un
permanente e ininterrumpido grito unánime «i Vixca la Mare de Déu» y un aplauso
sin cesar marcaba el recorrido de la imagen de la Virgen por las calles
valencianas. ¿Por qué eso en pleno siglo XXI? Sencillamente, porque Valencia
contempla y quiere a la Virgen y Madre del amor hermoso, de piedad y de
misericordia, que lleva en sus brazos, abrazando y mostrando a su pequeño,
Jesús, y mirando con ojos misericordiosos, entrañables, a los dos pequeños,
desamparados, a sus pies. El pueblo valenciano ve y palpa en Ella la ternura y
la cercanía inigualables de Dios que quiere a los hombres, a todos, con amor
infinito, y que, así, lo ha apostado todo por el hombre, hasta el extremo de un
rebajamiento y de un despojamiento total por amor al hombre, como nos hace ver
el Niño con la cruz en sus diminutas manos, acompañado de otros dos pequeños y
desvalidos alzando sus manos en actitud de súplica ante su desamparo. En el
Niño advertimos la bondad que no es de acá y que lo inunda todo; en ese Hijo de
sus entrañas Dios empieza a estar con nosotros para siempre: nada, en efecto,
ni nadie podrá separarlo de nosotros, ni a nosotros de Él.
Dios no quiere ser sin el hombre, sin tomar parte en su desamparo. Así, se ha comprometido irrevocablemente con el hombre. Ha entrado en nuestra historia con el llanto de la criatura que llega al mundo. Ahí nos aceptó y ahí nos aguarda incansable su amor escondido y crucificado. Junto a la Cruz, en la Cruz, y desde la Cruz, no en balde, Jesús nos la dio y confió como Madre: su Madre y Madre nuestra. Ella nos da a su Hijo: ¿cabe mayor amor hacia nosotros que el de Ella? Nos da a Jesús, la única respuesta a nuestro desamparo, soledad e indigencia y pobreza, la única respuesta a nuestra esperanza. La única medicina para el desconcierto, el desasosiego, el desánimo o el desencanto que muchas veces paraliza, bloquea, hiere y llena de miseria al corazón humano es Jesucristo. Para los creyentes Jesucristo es la esperanza de toda persona porque da la vida eterna, en Él está la plena felicidad y se colma toda esperanza. Jesucristo, el Hijo de María, nos ha traído todo el infinito amor de Dios. Jesús nos ha hecho posible acceder a ese amor tan inmenso de Dios que no pasa de largo del hombre caído, robado, malherido y maltrecho, tirado en la cuneta, a la vera del camino por donde tantos pasan y no se paran ante la miseria y las heridas; Jesús nos ha hecho ver, tocar y palpar ese amor en su persona misma que ha venido a traer la buena noticia a los que sufren, que anuncia, como signo suyo, su Evangelio de misericordia a los pobres y desvalidos.
En Jesucristo, vemos y palpamos, a Dios, amor infinito e incondicional por el hombre y por la vida del hombre. Dios, el misterio que da consistencia a todas las cosas, se nos ha revelado en Jesucristo, nacido de María siempre virgen y entregado como amor infi nito e incondicional por el hombre y por la vida del hombre, se nos ha revelado como amigo y cercano a los hombres, compartiendo sus pobrezas y sanando sus heridas. Dios ama a los hombres, nos ama a cada uno de nosotros, tal y como somos, con todo el peso de pecado y miseria que llevamos dentro de nuestro corazón. Mirando y oyéndolo, tocándole con nuestras manos en su carne tangible de los pobres, enfermos, sufridos y marginados, con los que se identifica, podremos hallar la única esperanza que puede dar plenitud de sentido a la vida. En Él tenemos la verdad y la grandeza del hombre, lo que vale el hombre.
Por el don que se nos ha hecho al darnos a conocer a Jesucristo, gracias a María, podemos ser conscientes de que toda persona es un sagrario vivo e inviolable, un portador de Cristo, que se identifi ca singularmente con los pobres, los que padecen hambre o sed, los que no tienen techo bajo el que vivir, los desahuciados, carecen de vestido, están enfermos, son extranjeros o inmigrantes, están privados de libertad, viven en las esclavitudes antiguas o nuevas, están amenazados en sus vidas o son privados de ella vilmente con la persecución o el exilio, mueren perseguidos por su fe o en las pateras que surcan el mar buscando una situación mejor para sí mismos o sus familias. Jesucristo abrazado y unido a todos éstos y a esa multitud ingente, incontable, de los que gimen bajo la dura realidad de las múltiples
y nuevas pobrezas que afl igen a este mundo, querido por Dios, por Jesucristo que nos quiere de verdad. De Él escuchamos su voz que nos dice y pide que permanezcamos en su amor y que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, con el mismo amor
con que son amados todos los Desamparados por su Madre amantísima que nos fue dada como Madre junto a la cruz de esa ingente multitud de hijos que la sufren hoy.
Viendo y contemplando a la Virgen María, inclinada hacia esa multitud de desamparados e inocentes, el pueblo valenciano vibra como nada le hace vibrar. ¡No es para menos!, porque ahí encuentra la ternura, la misericordia, la mirada entrañable que derrama amor y misericordia del que andamos tan necesitados. Intuye que en la Madre y en su Hijo tenemos lo que andamos buscando: amor, misericordia. Por Ella, la fe en el pueblo valenciano no muere, como no muere en ninguna parte en que se intuye el misterio de amor que nos envuelve: el que vemos en Jesús y en su Madre, María; ahí tenemos la respuesta a nuestro desamparo.
Dios no quiere ser sin el hombre, sin tomar parte en su desamparo. Así, se ha comprometido irrevocablemente con el hombre. Ha entrado en nuestra historia con el llanto de la criatura que llega al mundo. Ahí nos aceptó y ahí nos aguarda incansable su amor escondido y crucificado. Junto a la Cruz, en la Cruz, y desde la Cruz, no en balde, Jesús nos la dio y confió como Madre: su Madre y Madre nuestra. Ella nos da a su Hijo: ¿cabe mayor amor hacia nosotros que el de Ella? Nos da a Jesús, la única respuesta a nuestro desamparo, soledad e indigencia y pobreza, la única respuesta a nuestra esperanza. La única medicina para el desconcierto, el desasosiego, el desánimo o el desencanto que muchas veces paraliza, bloquea, hiere y llena de miseria al corazón humano es Jesucristo. Para los creyentes Jesucristo es la esperanza de toda persona porque da la vida eterna, en Él está la plena felicidad y se colma toda esperanza. Jesucristo, el Hijo de María, nos ha traído todo el infinito amor de Dios. Jesús nos ha hecho posible acceder a ese amor tan inmenso de Dios que no pasa de largo del hombre caído, robado, malherido y maltrecho, tirado en la cuneta, a la vera del camino por donde tantos pasan y no se paran ante la miseria y las heridas; Jesús nos ha hecho ver, tocar y palpar ese amor en su persona misma que ha venido a traer la buena noticia a los que sufren, que anuncia, como signo suyo, su Evangelio de misericordia a los pobres y desvalidos.
En Jesucristo, vemos y palpamos, a Dios, amor infinito e incondicional por el hombre y por la vida del hombre. Dios, el misterio que da consistencia a todas las cosas, se nos ha revelado en Jesucristo, nacido de María siempre virgen y entregado como amor infi nito e incondicional por el hombre y por la vida del hombre, se nos ha revelado como amigo y cercano a los hombres, compartiendo sus pobrezas y sanando sus heridas. Dios ama a los hombres, nos ama a cada uno de nosotros, tal y como somos, con todo el peso de pecado y miseria que llevamos dentro de nuestro corazón. Mirando y oyéndolo, tocándole con nuestras manos en su carne tangible de los pobres, enfermos, sufridos y marginados, con los que se identifica, podremos hallar la única esperanza que puede dar plenitud de sentido a la vida. En Él tenemos la verdad y la grandeza del hombre, lo que vale el hombre.
Por el don que se nos ha hecho al darnos a conocer a Jesucristo, gracias a María, podemos ser conscientes de que toda persona es un sagrario vivo e inviolable, un portador de Cristo, que se identifi ca singularmente con los pobres, los que padecen hambre o sed, los que no tienen techo bajo el que vivir, los desahuciados, carecen de vestido, están enfermos, son extranjeros o inmigrantes, están privados de libertad, viven en las esclavitudes antiguas o nuevas, están amenazados en sus vidas o son privados de ella vilmente con la persecución o el exilio, mueren perseguidos por su fe o en las pateras que surcan el mar buscando una situación mejor para sí mismos o sus familias. Jesucristo abrazado y unido a todos éstos y a esa multitud ingente, incontable, de los que gimen bajo la dura realidad de las múltiples
y nuevas pobrezas que afl igen a este mundo, querido por Dios, por Jesucristo que nos quiere de verdad. De Él escuchamos su voz que nos dice y pide que permanezcamos en su amor y que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, con el mismo amor
con que son amados todos los Desamparados por su Madre amantísima que nos fue dada como Madre junto a la cruz de esa ingente multitud de hijos que la sufren hoy.
Viendo y contemplando a la Virgen María, inclinada hacia esa multitud de desamparados e inocentes, el pueblo valenciano vibra como nada le hace vibrar. ¡No es para menos!, porque ahí encuentra la ternura, la misericordia, la mirada entrañable que derrama amor y misericordia del que andamos tan necesitados. Intuye que en la Madre y en su Hijo tenemos lo que andamos buscando: amor, misericordia. Por Ella, la fe en el pueblo valenciano no muere, como no muere en ninguna parte en que se intuye el misterio de amor que nos envuelve: el que vemos en Jesús y en su Madre, María; ahí tenemos la respuesta a nuestro desamparo.
Cardenal
ANTONIO CAÑIZARES.
Vía Religión en Libertad.
©La Razón.
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