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sábado, 14 de noviembre de 2015

YUSTE

Este verano visité el monasterio de Yuste, viniendo desde Jarandilla de la Vera, en cuyo castillo Carlos I pasó tres meses, hospedado por el conde de Oropesa, mientras le preparaban su retiro. Podemos imaginarnos al Emperador en aquella última jornada, subiendo por la cuesta pedregosa que conduce desde Cuacos al monasterio, donde lo aguardarían el prior y toda la comunidad jerónima, que besarían su mano baldada por el reúma, antes de acompañarlo hasta la iglesia, para cantar un Te Deum de acción de gracias. A partir de ese momento, el Emperador vivió apartado de los frailes, excepto cuando compartía sus oraciones y oficios religiosos, o cuando escuchaba los sermones de los predicadores que él mismo había designado.


«En el momento de poner Carlos I el pie en el umbral de Yuste escribe Azorín, se considera definitivamente separado del resto de Europa, separado de América, separado del mundo, separado del poder, separado de las riquezas, separado de la ambición, separado de las pasiones, separado de la gloria».


Separado, en efecto, de todo, menos de Dios. Impresiona mucho la austeridad de los aposentos reales en Yuste; impresiona mucho que el hombre que era amo del mundo renunciase de modo tan extremo a las pompas mundanas para recluirse en habitaciones tan despojadas. Le gustaba pasearse, herido por la gota, por los jardines del monasterio, mientras contemplaba el ameno paisaje de la Vera o las crestas lejanas de Gredos. Tal vez entonces recordara, arañado por las lágrimas, a la emperatriz Isabel, de la que tan enamorado estuvo, muerta veinte años atrás.

Se hacía leer meditaciones de San Agustín; y ordenó que el matemático Juanelo Turriano le trajese varios relojes. Sabemos que en su despacho de Yuste el Emperador se pasaba las noches de claro en claro con los relojes, que están hechos para medir y recordar el tiempo, aunque a él le sirviesen paradójicamente para olvidarlo, tal vez para mejor acordarse de la eternidad. Mientras los destripaba y volvía a componer, contemplando absorto la perfecta armonía de engranajes y ruedecillas dentadas, tal vez el Emperador añorase la armonía de una edad dorada que soñó con volver a instaurar, en donde las ruedas de la milicia, la política, la ciencia y las artes se conjuntaban para anunciar la hora exacta de la Buena Nueva.


A Yuste le llevó su mayordomo Luis de Quijada a un muchacho vestido de paje, más guapo que un doblón de oro, al que llamaban Jeromín. Cuando el Emperador lo vio no puedo evitar emocionarse; y recordó entonces la memoria en carne viva aquellos lentos crepúsculos de Ratisbona, cuando su corazón viudo y amargado por las intemperancias de los luteranos halló consuelo con una joven llamada Bárbara Blomberg. El anciano Emperador se contempló en la mirada de águila del apuesto Jeromín; y supo que mantendría viva su gloria guerrera.


Desprendido por completo de las pompas mundanas, el Emperador tenía siempre muy cerca de su lecho una imagen del Juicio Final del Tiziano, pintor por el que siempre había sentido predilección. Y quiso celebrar por anticipado sus exequias fúnebres, en la propia iglesia del monasterio. No lo movía la extravagancia macabra, sino el deseo piadoso de reunirse pronto con su Hacedor; y, fuera de sus devociones, su única participación durante la larga vigilia que duró toda la noche y la posterior misa de réquiem consistió en entregar al celebrante la palmatoria encendida, en un acto simbólico de absoluta modestia.


Antes de morir, pidió que lo enterrasen en el altar de la iglesia de Yuste, no debajo del altar («por ser lugar exclusivo de los santos») sino detrás, de modo que el sacerdote, al oficiar, pisase «la cabeza y los pechos» de su cadáver. Murió en su alcoba, en una cama más bien angosta de tablas de castaño que el visitante aún puede contemplar. Desde la cabecera de la cama, el Emperador podía escuchar misa por una gran abertura practicada en la pared frontera que comunicaba con la iglesia.


Sus últimas palabras fueron tan sobrias como los últimos meses de su vida; y las formuló en una voz apenas perceptible, en el idioma que aprendió siendo ya talludito, el idioma que según él mismo dijo en cierta ocasión parecía creado para hablar con Dios: «Luis de Quijada, ya veo que me voy acabando muy poco a poco: de lo que doy muchas gracias a Dios, pues es su voluntad... Ya es tiempo».


Era el dueño del mundo; pero murió como un monje. Sólo los buenos vasallos se merecen tan buenos señores. En Yuste, por cierto, ya no quedan frailes.

A mi hija Jimena

                                                               JUAN MANUEL DE PRADA
Vía XL Semanal

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