Los diputados contrarios a la ley de educación del Gobierno socialcomunista de Pedro Sánchez recibieron su aprobación en el Congreso gritando «Libertad, Libertad» para reclamar el principal bien que se pierde con la norma.
Aún se manifiestan opiniones que, con pretensiones de neutralidad, aducen que la nueva ley Celaá, del gobierno de Sánchez, solo favorece a la enseñanza pública, a pesar de que lo que evidencia el texto aprobado es la voluntad de cancelar la enseñanza concertada, la que no está sometida al control directo del Estado.
Claro que la ley Celaá no dice en ningún momento “se prohíbe la enseñanza concertada”, o “se han terminado los conciertos”. No dicen esto, pero tampoco es un modelo de sutileza. Ni sus defensores, algunos tuneados de presunta objetividad, ni sus autores ideológicos poseen la grandeza de espíritu para manifestar que lo que persiguen es un modelo en el que la enseñanza gratuita esté en manos del Estado.
Claro que la ley Celaá no dice en ningún momento “se prohíbe la enseñanza concertada”, o “se han terminado los conciertos”. No dicen esto, pero tampoco es un modelo de sutileza. Ni sus defensores, algunos tuneados de presunta objetividad, ni sus autores ideológicos poseen la grandeza de espíritu para manifestar que lo que persiguen es un modelo en el que la enseñanza gratuita esté en manos del Estado.
Quedaría fuera de su control una minoría que puede pagarse el elevado coste de la enseñanza privada, que es el lugar, no solo, pero sí donde se concentran los hijos de la élite económica, a la que el Gobierno obviamente no molestará, porque su progresismo tiene precisamente su límite en la salvaguarda de estas élites con las que ha pactado, al menos con aquellas asentadas en un liberalismo a lo Soros.
Y esta liquidación la pretenden hacer con una norma aprobada por mayoría absoluta, una condición necesaria al tratarse de una ley orgánica, pero solo por un voto. Es la ley con menos apoyos de la democracia.
La forma en que la ley Celaá terminará con la enseñanza concertada se fundamenta en lo siguiente:
La idea es la progresiva reducción del número de plazas concertadas. Se trata de convertirla en un ámbito residual. Esto se logra mediante la obligación de matricular a los hijos en la escuela pública mientras existan plazas disponibles en ella, de manera que la concertada se limite solo a los “sobrantes”. En la medida en que se creen nuevas plazas en la pública se irán reduciendo en la enseñanza concertada.
Y esta liquidación la pretenden hacer con una norma aprobada por mayoría absoluta, una condición necesaria al tratarse de una ley orgánica, pero solo por un voto. Es la ley con menos apoyos de la democracia.
La forma en que la ley Celaá terminará con la enseñanza concertada se fundamenta en lo siguiente:
La idea es la progresiva reducción del número de plazas concertadas. Se trata de convertirla en un ámbito residual. Esto se logra mediante la obligación de matricular a los hijos en la escuela pública mientras existan plazas disponibles en ella, de manera que la concertada se limite solo a los “sobrantes”. En la medida en que se creen nuevas plazas en la pública se irán reduciendo en la enseñanza concertada.
Esta situación se precipitará sin necesidad de incrementar la oferta pública, porque la demanda en las edades más jóvenes se va reduciendo debido a la crisis demográfica. En otras palabras, habrá menos niños para el mismo número de plazas.
Al actuar de esta manera, se liquida el derecho constitucional de los padres a elegir para sus hijos la educación moral y religiosa (CE art. 16.1). Esto es una evidencia: si no hay centros con idearios específicos, como sucede con la escuela libre, no hay posibilidad práctica de realizar aquel principio. Será muy interesante ver cómo el Tribunal Constitucional responde a esta obviedad.
Este proceso incidirá sobre los conciertos eliminando progresivamente líneas y grupos hasta que el centro sea inviable. Por ejemplo, una escuela concertada montada sobre 3 líneas de primaria y dimensionada sobre ellas, empezará a tener un futuro difícil si les suprimen una línea de primaria, porque la escuela pública y el carácter de sus plazas hace innecesaria esta oferta concertada. Es la crónica de una asfixia anunciada.
Todo esto es consecuencia de haber proscrito por ley el concepto de demanda social que hacía posible que los padres matricularan a los hijos en el centro de su preferencia, con independencia de si era público o concertado.
Por si esto no fuera suficiente, la ley Celaá diseña además otra vía de asfixia. Podríamos decir que es el método hipócrita. Consiste en impedir que la fundación que rige la escuela pueda cobrar cuota alguna a los padres.
Esto se hace en nombre de la igualdad y de una exquisita sensibilidad social, de ahí la hipocresía que preside el discurso de la ministra y el Gobierno. Porque es público y notorio que el concierto siempre ha situado el coste por plaza a un nivel inferior al real. El resultado es que se sitúa entre 30% y 40% por debajo de la plaza de la escuela pública. En otras palabras, con la escuela concertada el Estado ahorra dinero.
Solo en Cataluña, si se tuviera que equiparar el coste, la Generalitat, esto es, el estado, debería aportar más de 1100 millones de euros cada año. Proyectada esta cifra a escala española ya da una idea de la magnitud del coste y del trato discriminatorio que ha venido soportando la escuela concertada.
Esta situación, que nunca ha dado lugar a un verdadero debate político, en parte por falta de visión de la concertada que ha preferido esta solución a mover la discusión, paga ahora las consecuencias, porque la ley prohíbe taxativamente las cuotas, y por tanto de manera inexorable se va a producir un déficit o una degradación difícilmente soportable de las condiciones educativas de los centros concertados. Claro que se podrá diseñar una ingeniería de financiación, pero siempre desde la debilidad y el riesgo de quedar expuesto en la picota. Retroceso, en definitiva.
El propio Gobierno -éste y los anteriores- siempre renuente a asumir sus responsabilidades, admite sin embargo, que la concertada está infra financiada. Sus datos señalan que el concierto solo sirve para cubrir el 90% de los costes del profesorado y el 10% de los costes de funcionamiento y mantenimiento de la escuela. La cuestión es obvia: si se prohíben las cuotas ¿cómo se va a pagar el 10% deficitario de los salarios y el 90% que es necesario cubrir para que el centro pueda abrir sus puertas y funcionar? Sencillamente no es posible.
Así tenemos dos vías para hacer inviable la escuela que permite garantizar el derecho constitucional de los padres. Una, a medio plazo, liquidando progresivamente las líneas de concierto porque son absorbidas por la escuela pública, sin considerar cuáles son las preferencias de las familias. La otra, con efecto inmediato, porque al vetar nuestros ingresos es imposible que se produzca el equilibrio financiero del centro solo a base del concierto.
Estas dos son las armas de destrucción masiva, pero para redondear la demolición, la ley sitúa más elementos. Uno de ellos es la inclusividad.
Sí, en buena medida es cierto que la mayoría de los alumnos de familias con dificultades educativas, que mayoritariamente se corresponden con aquellos de menores ingresos, se localizan en la escuela pública. Lo que ya no se advierte es que este escenario se produce precisamente porque la escuela pública está bien financiada y la concertada no, lo cual obliga al pago de una determinada cuota.
Muchas escuelas concertadas, imbuidas de su función social, establecen exenciones para las familias con necesidades, pero evidentemente éstas son pocas, porque lo que ellas no pagan lo deberán aportar el resto de familias.
La solución era evidente y ya se pactó en Cataluña a través de un proceso negociador impulsado por al Síndic de Greuges (Defensor del Pueblo) de la autonomía. Este acuerdo está en pie y la ley se lo carga, y consiste en un aumento del número de plazas para este tipo de alumnos de las escuelas concertadas a cambio de una mejor financiación de éstas por parte de la Generalitat. De esta manera se respetaría la libertad de elección y la imposibilidad de las escuelas concertadas de atender alumnos con muy pocas disponibilidades económicas.
El Gobierno ha decidido otra cosa: imponer esta condición de inclusividad, reduciendo a su vez las posibilidades de financiación; es decir, exigiendo la cuadratura del círculo: menos líneas concertadas, prohibición del pago de cuotas a las fundaciones escolares, y remate final, incorporación de alumnos con necesidades especiales. Es imposible sobrevivir a este escenario.
Y para redondear la tarea, la ley también prohíbe a los ayuntamientos ceder suelo público para que se puedan construir este tipo de equipamientos; todo ha de quedar en manos del Estado. La municipalidad no puede ceder suelo para disponer de un servicio de su propia comunidad, sino que necesariamente ha de ceder su suelo al Estado para poder tener las aulas que necesita. Esto es obviamente la estatificación de la enseñanza.
Todo esto se fundamenta en una falacia: la confusión entre escuela estatal y escuela pública. Lo que se llama de esta manera es en realidad escuela del Estado; las autonomías son estado, y este además fija la orientación ideológica que ha de tener la educación, y que, como definía La Vanguardia, sin mala intención porque lo hacía en un texto que defendía la norma, se trata de una ley que “recoge las aspiraciones de la izquierda progresista”.
Ya está dicho todo. Impone las aspiraciones de una parte de la sociedad en el terreno del adoctrinamiento, de la ideología, a toda la sociedad. Es evidente que esto no es una ley pensada para todos los españoles, sino que está concebida para formatear la mentalidad de nuestros hijos de acuerdo con unas determinadas visiones y concepciones políticas e ideológicas.
De esta manera la neutralidad del Estado una vez más deja de existir y queda en manos de quienes controlan el Gobierno y el Parlamento. De esta manera, el daño es doble y muy grave, y perjudica a la columna vertebral de la sociedad, la educación, y erosiona la misión de las instituciones públicas al convertirlas en sujetos al servicio de unos partidos políticos.
Al actuar de esta manera, se liquida el derecho constitucional de los padres a elegir para sus hijos la educación moral y religiosa (CE art. 16.1). Esto es una evidencia: si no hay centros con idearios específicos, como sucede con la escuela libre, no hay posibilidad práctica de realizar aquel principio. Será muy interesante ver cómo el Tribunal Constitucional responde a esta obviedad.
Este proceso incidirá sobre los conciertos eliminando progresivamente líneas y grupos hasta que el centro sea inviable. Por ejemplo, una escuela concertada montada sobre 3 líneas de primaria y dimensionada sobre ellas, empezará a tener un futuro difícil si les suprimen una línea de primaria, porque la escuela pública y el carácter de sus plazas hace innecesaria esta oferta concertada. Es la crónica de una asfixia anunciada.
Todo esto es consecuencia de haber proscrito por ley el concepto de demanda social que hacía posible que los padres matricularan a los hijos en el centro de su preferencia, con independencia de si era público o concertado.
Por si esto no fuera suficiente, la ley Celaá diseña además otra vía de asfixia. Podríamos decir que es el método hipócrita. Consiste en impedir que la fundación que rige la escuela pueda cobrar cuota alguna a los padres.
Esto se hace en nombre de la igualdad y de una exquisita sensibilidad social, de ahí la hipocresía que preside el discurso de la ministra y el Gobierno. Porque es público y notorio que el concierto siempre ha situado el coste por plaza a un nivel inferior al real. El resultado es que se sitúa entre 30% y 40% por debajo de la plaza de la escuela pública. En otras palabras, con la escuela concertada el Estado ahorra dinero.
Solo en Cataluña, si se tuviera que equiparar el coste, la Generalitat, esto es, el estado, debería aportar más de 1100 millones de euros cada año. Proyectada esta cifra a escala española ya da una idea de la magnitud del coste y del trato discriminatorio que ha venido soportando la escuela concertada.
Esta situación, que nunca ha dado lugar a un verdadero debate político, en parte por falta de visión de la concertada que ha preferido esta solución a mover la discusión, paga ahora las consecuencias, porque la ley prohíbe taxativamente las cuotas, y por tanto de manera inexorable se va a producir un déficit o una degradación difícilmente soportable de las condiciones educativas de los centros concertados. Claro que se podrá diseñar una ingeniería de financiación, pero siempre desde la debilidad y el riesgo de quedar expuesto en la picota. Retroceso, en definitiva.
El propio Gobierno -éste y los anteriores- siempre renuente a asumir sus responsabilidades, admite sin embargo, que la concertada está infra financiada. Sus datos señalan que el concierto solo sirve para cubrir el 90% de los costes del profesorado y el 10% de los costes de funcionamiento y mantenimiento de la escuela. La cuestión es obvia: si se prohíben las cuotas ¿cómo se va a pagar el 10% deficitario de los salarios y el 90% que es necesario cubrir para que el centro pueda abrir sus puertas y funcionar? Sencillamente no es posible.
Así tenemos dos vías para hacer inviable la escuela que permite garantizar el derecho constitucional de los padres. Una, a medio plazo, liquidando progresivamente las líneas de concierto porque son absorbidas por la escuela pública, sin considerar cuáles son las preferencias de las familias. La otra, con efecto inmediato, porque al vetar nuestros ingresos es imposible que se produzca el equilibrio financiero del centro solo a base del concierto.
Estas dos son las armas de destrucción masiva, pero para redondear la demolición, la ley sitúa más elementos. Uno de ellos es la inclusividad.
Sí, en buena medida es cierto que la mayoría de los alumnos de familias con dificultades educativas, que mayoritariamente se corresponden con aquellos de menores ingresos, se localizan en la escuela pública. Lo que ya no se advierte es que este escenario se produce precisamente porque la escuela pública está bien financiada y la concertada no, lo cual obliga al pago de una determinada cuota.
Muchas escuelas concertadas, imbuidas de su función social, establecen exenciones para las familias con necesidades, pero evidentemente éstas son pocas, porque lo que ellas no pagan lo deberán aportar el resto de familias.
La solución era evidente y ya se pactó en Cataluña a través de un proceso negociador impulsado por al Síndic de Greuges (Defensor del Pueblo) de la autonomía. Este acuerdo está en pie y la ley se lo carga, y consiste en un aumento del número de plazas para este tipo de alumnos de las escuelas concertadas a cambio de una mejor financiación de éstas por parte de la Generalitat. De esta manera se respetaría la libertad de elección y la imposibilidad de las escuelas concertadas de atender alumnos con muy pocas disponibilidades económicas.
El Gobierno ha decidido otra cosa: imponer esta condición de inclusividad, reduciendo a su vez las posibilidades de financiación; es decir, exigiendo la cuadratura del círculo: menos líneas concertadas, prohibición del pago de cuotas a las fundaciones escolares, y remate final, incorporación de alumnos con necesidades especiales. Es imposible sobrevivir a este escenario.
Y para redondear la tarea, la ley también prohíbe a los ayuntamientos ceder suelo público para que se puedan construir este tipo de equipamientos; todo ha de quedar en manos del Estado. La municipalidad no puede ceder suelo para disponer de un servicio de su propia comunidad, sino que necesariamente ha de ceder su suelo al Estado para poder tener las aulas que necesita. Esto es obviamente la estatificación de la enseñanza.
Todo esto se fundamenta en una falacia: la confusión entre escuela estatal y escuela pública. Lo que se llama de esta manera es en realidad escuela del Estado; las autonomías son estado, y este además fija la orientación ideológica que ha de tener la educación, y que, como definía La Vanguardia, sin mala intención porque lo hacía en un texto que defendía la norma, se trata de una ley que “recoge las aspiraciones de la izquierda progresista”.
Ya está dicho todo. Impone las aspiraciones de una parte de la sociedad en el terreno del adoctrinamiento, de la ideología, a toda la sociedad. Es evidente que esto no es una ley pensada para todos los españoles, sino que está concebida para formatear la mentalidad de nuestros hijos de acuerdo con unas determinadas visiones y concepciones políticas e ideológicas.
De esta manera la neutralidad del Estado una vez más deja de existir y queda en manos de quienes controlan el Gobierno y el Parlamento. De esta manera, el daño es doble y muy grave, y perjudica a la columna vertebral de la sociedad, la educación, y erosiona la misión de las instituciones públicas al convertirlas en sujetos al servicio de unos partidos políticos.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
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