Translate

jueves, 10 de diciembre de 2020

¡INTELECTUALES! ¡FIRMES!

El autor analiza el grado de servilismo de los intelectuales sumisos ante el Gobierno. A su juicio, no es que éstos desprecien la verdad, es que desprecian el principio de no contradicción.

 

RAÚL ARIAS

El cuento es muy bonito. Los ciudadanos configuran sus demandas políticas a partir de convicciones firmes y meditadas. Los partidos intentan responder con sus propuestas y, si no las atienden, los ciudadanos cambian su voto y los penalizan. Más o menos como en el mercado. Desgraciadamente el cuento es enteramente falso. A los votantes les trae sin cuidado la verdad, sostienen opiniones inconsistentes y mudadizas y, sobre todo, no votan según sus opiniones sino que forman sus opiniones según votan. Lo cuentan, entre otros, M. Hannon y J. de Ridder, en The Point of Political Belief, 2020. Si el partido dice A, pues A; si dice B, pues B. Sabemos eso y muchas otras cosas más. Por ejemplo, que los votantes huyen de quienes les recuerdan las verdades ingratas y que, enfrentados a datos y argumentos que les muestran sus errores, se empecinan todavía más en sus puntos de vista. En resumen, cogen la senda del partido y, salvo circunstancias apocalípticas, no se apean.

Las implicaciones de tales miserias no son escasas. Algunas afectan al sentido de las etiquetas izquierda y derecha. Tan provistas de contenido y tan maltratadas. Pero eso, otro día. Ahora me interesa el trato -perdonen la solemnidad- con la verdad. En el caso de los votantes, pues ya ven: manzanas traigo. Claro que la patología se podría corregir si otros protagonistas de la trama democrática, supuestamente comprometidos con la calidad de la información, oficiaran como correctores. Algunos confían en el periodismo. Es posible. Yo, poco o nada. Me permitirán un ejemplo a cuenta de la inmersión lingüística. Sobre la inmersión se saben algunas cosas muy firmes: que en los institutos la lengua común está penalizada no solo entre los alumnos sino en el uso entre profesores; que establece una barrera entre españoles, en su movilidad social y espacial; que refuerza sesgos clasistas (Calero y Choi «Efectos de la inmersión lingüística sobre el alumnado castellanoparlante en Cataluña», 2019). Pues bien, hace unas semanas, por casualidad, di con una tertulia en la que un periodista negaba bravamente cada una de esas afirmaciones sin otro aval para sellar su ignorancia que descalificar a sus interlocutores por no ser catalanes y participar de sesgos centralistas. Tal cual. Una falacia ad hominem de manual que, si se la aplicara, le impediría hablar sobre el virus o sobre Trump y que parecían aceptar unos contertulios que, todo sea dicho, no andaban más finos. Sin ir más lejos, asumían el mayor despropósito de todo este asunto: que el problema -que aquel hombre negaba- afecta a los niños catalanes (como si no fueran españoles) y no a los del «resto de España». Ninguno parecía interesado en tasar la mercancía. Indagando me enteré de que el periodista, que disfrutaba del privilegio epistémico de ser catalán, había sido jefe de prensa de Montilla. Y lo entendí todo: como los votantes, pero por disciplina.

Pero hay otro gremio al que sí se le presume un especial amor por el bien, la belleza y la verdad. Me refiero, naturalmente, a los intelectuales. Aquí el cuento es otro. Tiene dos capítulos. Según el primero, los partidos políticos, perfilados en torno a ciertos principios o valores, su particular ideología, acuden a los sabios para que les suministren cartografías de la realidad y propuestas institucionales para modificarla inspiradas en tales principios. El otro capítulo sostiene que los intelectuales participan de una especial autoconciencia acerca de sus principios: saben por qué hacen lo que hacen y lo hacen con afán de verdad (eso que Julia Annas llama «Intelligent Virtue»). Piensan con su propia cabeza. No se sienten comprometidos con los partidos, sino con la razón, incondicionalmente, según la recomendación socrática: «Debemos seguir la argumentación donde la razón nos lleve». De vez en cuando, recalan en compromisos políticos, cuando algún partido u organización los materializa, pero solo mientras los materializa, circunstancialmente. Ese el orden: primero, la verdad; luego, los compañeros de viaje. Van en serio. Seguramente, en eso estaba pensando Albert Camus cuando escribió que «la verdad no puede subsistir sin una vida verdadera». Y ejemplificaba con precisión política: «Si yo creyera que la verdad es de derechas, allí estaría».

Este cuento es aún más falso que el anterior. Lo es en su primera parte: para los partidos, la academia sirve, si acaso, como ornamento. La patética peregrinación de Zapatero en busca de principios «republicanos» para dotar de ideología al PSOE -una historia que, si me permiten la autocita, reconstruí en Sobrevivir al naufragio- ejemplifica impecablemente el desbarajuste conceptual: no se eligen los principios, sino que se está en los principios y se elige a partir de ellos. En la realidad, la mampostería doctrinal solo sirve para decorar a posteriori decisiones tomadas desde la mezquindad y la urgencia política.

Todavía resulta más fantasiosa la segunda parte, la excelencia moral de unos intelectuales a los que desde la propia calificación se parece conceder el monopolio de la inteligencia y del afán de verdad. Y no es el caso. Quienes trapichean con las palabras o las imágenes están amasados con el mismo barro que el resto de los mortales; si no peor, porque la vanidad siempre allana el camino a la venalidad. Algo que bien saben los poderosos, como nos recordó para siempre Sánchez Ferlosio cuando los describía en un memorable artículo: «borrachines de cóctel, borrachines honoríficos de consumición pagada, [a los que se convoca] para dar lustre a los actos con el hueco sonido de sus nombres, a fin de que se cumpla enteramente la clarividente profecía del chotis: «En Chicote un agasajo postinero / con la crema de la intelectualidad». Con más severidad, otro sabio de la quinta de Ferlosio, Manuel Sacristán, apuntaba al meollo del asunto, cuando defendía la importancia de la verdad: «Para mí las palabras buenas son verdadero y falso, como en la lengua popular, como en la tradición de la ciencia. Igual en Perogrullo y en nombre del pueblo que en Aristóteles. Los de válido/no válido son los intelectuales, en este sentido: los tíos que no van en serio». Lo que los dos maestros conjeturaban está confirmado por la filosofía experimental que, por ejemplo, nos muestra que los profesores de ética se comportan peor que el ciudadano medio (E. Schwitzgebel, A Theory of Jerks and Other Philosophical Misadventures, 2019).

Pero ni siquiera los dos maestros podían anticipar el grado de servilismo de estos tiempos. Los intelectuales sumisos no es que desprecien la verdad, es que desprecian el principio de no contradicción. Desde aquello de Ábalos, «los independentistas no pueden ser en ningún caso aliados nuestros», hemos ido asistiendo a un cúmulo de decisiones del Gobierno exactamente contrarias a sus compromisos. La última recopilación en vídeo de sus contradicciones duraba más que Lo que el viento se llevó. No son promesas incumplidas o vaguedades sino inconsistencias en sentido estricto. Si uno defendía a aquel candidato, pragmáticamente, estaba obligado a descalificar a este presidente.

No se trata de revisiones de ideas. La corrección de puntos de vista es una cosa muy seria al alcance de muy pocos. Requiere el cultivo de las virtudes epistémicas: coraje, afán de verdad, limpieza mental para analizar nuestras opiniones, atención a la información incompatible. Grandes filósofos han escrito sus mejores trabajos contra ellos mismos: Wittgenstein, Putnam, Nozick, Flew. Cuando esa corrección se hace, además, en la dirección de mayor resistencia, arriesgando ingresos y honores, contra la propia tribu, estamos ante alguien con genuino afán de verdad. El alto coste de oportunidad, buen indicador de la seriedad de todos los amores, también lo es del amor a la verdad. Exactamente lo contrario de lo que hemos visto en el caso de los disciplinados intelectuales, atentos antes a lo que dicen Lastra o Ábalos que a Nature. Había que elegir entre la lógica de predicados y el cobijo presupuestario.

Por supuesto, atendiendo al principio epistémico de caridad, para entender los comportamientos nunca podemos comenzar asumiendo la peor hipótesis, el desprecio a la verdad. Pero, cuando se nos han agotado todas las posibilidades, cuando no se ha visto ni la menor sombra de argumentación que justifique los cambios, cuando a los diez minutos del desatino del Gobierno ya se ha facturado el artículo laudatorio, entonces no nos queda otra que acordarnos de Marx en su prólogo de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia".

 

                                                                                 FÉLIX OVEJERO*  Vía EL MUNDO

*Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Sobrevivir al naufragio (Página indómita).

No hay comentarios:

Publicar un comentario