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domingo, 27 de diciembre de 2020

FELIPE VI, ESA RAREZA CONSTITUCIONAL

Desatendiendo los señuelos de quienes persiguen su perdición, Don Felipe refrendó, como ironizó Churchill, que «no es suficiente con hacerlo lo mejor que podamos; a veces, tenemos que hacer lo que hay que hacer»

 

ULISES

 Frente a los cantos de sirena del ala socialista del Gobierno de cohabitación Sáncheztein y a los aullidos de la facción comunista de Podemos con los grillos independentistas de coro, Felipe VI ha vuelto a corroborar esta Nochebuena su condición constitucional de cabeza de la Nación en las Navidades más tristes desde la Guerra Civil con casi 80.000 sillas vacías de víctimas del coronavirus y con otras tantas de familiares alejados por las cuarentenas para frenar la pandemia. No lo ha tenido fácil, desde luego, con una vicepresidenta erigida en aya real con capacidad para dictarle un discurso que regalara el oído al Gobierno con música celestial en periodo de réquiem, como si fuera un Rey débil al que dominar como un colegial salido de la Academia, y con otro vicepresidente chantajeándole. Olvidan que el destinatario del mensaje real es la Nación al margen de quien la rija. A este respecto, debieran repasar el artículo 56 de la Constitución y repetirlo en voz alta para ver si se les queda.

Atándose al palo mayor de la Carta Magna cual Ulises ante los arrullos de las sirenas y desatendiendo los señuelos de quienes persiguen su perdición, Don Felipe refrendó, como ironizó Churchill, que «no es suficiente con hacerlo lo mejor que podamos; a veces, tenemos que hacer lo que hay que hacer». De hecho, es lo que ha sido su singladura, navegando contra viento y marea, desde su apresurada entronización en 2014 tras abdicar Juan Carlos I.

En su tradicional charla, el Monarca supo mostrarse cercano con el dolor de un pueblo que ha visto su salud quebrantada, en muchos casos de manera irreversible, y su economía despedazada. A la par, ratificó su compromiso con la ejemplaridad sin que quepan excepciones familiares o de rango, aunque su cumplimento produzca pungentes desgarros paternofiliales a resultas de las comisiones percibidas por su progenitor y su posterior blanqueo fiscal.

Tras el público repudio meses atrás, el Rey ha afrontado el escándalo paterno con la conciencia de que «ofende más la mancha en el brocado que en el sayal», según la máxima de El Criticón Baltasar Gracián, el sabio jesuita del Siglo de Oro. Desde el respeto a la presunción de inocencia, pero sin ser ello óbice para recusar su conducta y, por ende, apartarlo de su lado como honrosa adenda a la intachable hoja de servicios de que goza Felipe VI desde que ciñera sus sienes con la Corona.

Dado que «Dios no ha dotado a ningún estadista (...) de sabiduría suficiente para armar un sistema gubernamental intachable», como subrayó con tino el vigésimo tercer presidente estadounidense Benjamin Harrison -único sustituido, por cierto, en el cargo por su antecesor-, conviene siempre poner pronto remedio para que una manzana podrida no pudra al canasto en su conjunto.

En este sentido, a ningún español le pasó desapercibida la referencia tan explícita al Rey Emérito sin precisar mentarlo por su nombre, salvo a esos sectarios que, obscenos, evocan al personaje de la Reina de Corazones que Lewis Carroll retrata en Alicia en el País de las Maravillas. Colérica, urge impaciente «¡que le corten la cabeza!» a cuantos no se pliegan a sus órdenes bajo la premisa: «¡Primero la sentencia, luego el veredicto!». Descuellan en su insolencia y descaro algunos vituperadores podemitas y secesionistas condenados por sentencia firme. Procuran exculparse de sus pecados vociferando los ajenos.

Sin ser tartamudo como el protagonista de la memorable película El discurso del rey, seguro que Don Felipe habrá ensayado su habitual plática navideña para no atragantarse como Jorge VI en su patriótica alocución radiofónica de septiembre de 1939 en la que este soberano por accidente, tras abdicar el tarambanas y filonazi Eduardo VIII, comunicó a su pueblo la declaración de guerra a la Alemania hitleriana. Superando su minusvalía merced a un pintoresco logopeda, el padre de Isabel II hizo lo que Don Felipe el 3 de octubre de 2017 en su comparecencia televisiva a raíz del intento de golpe de Estado separatista en Cataluña y ha tenido que reeditar este 24 de diciembre para enderezar un annus horribilis para la Monarquía y para España. Haciendo de tripas corazón, como monarca y como hijo, Su Majestad se ha visto forzado a tener que digerir un plato de su disgusto como es la olla podrida de los negocios paternos.

Si Jorge VI no podía permitirse tartamudear ni quedarse sin articular palabra, como en la ocasión que se recrea al inicio de aquella película de Oscar, tampoco Don Felipe podía ni debía enmudecer. No podía porque, como entrevé el personaje del rey Jorge reflexionando en voz alta, «si soy un rey... ¿dónde está mi poder? ¿Puedo formar un Gobierno, puedo subir los impuestos, declarar una guerra? ¡No! Y así y todo soy la base de la autoridad. ¿Por qué? Porque la Nación cree que, cuando hablo, hablo por ellos». Y a fe que así actúa Don Felipe, consciente de que la Corona, junto a la legitimación de origen -en el caso español, histórica y, ante todo, constitucional-, requiere también de una legitimación de ejercicio que pasa por una virtuosa integridad que le dote de autoridad moral para jugar el papel moderador que le asigna la Ley de Leyes.

En un país donde sobran normas y faltan moldes, los administradores y custodios públicos han de ser espejo ciudadano, al igual que la mujer del César no sólo debía ser honesta, sino parecerlo. A diferencia del común de la gente que puede practicar todo lo que no prohíban las leyes, quienes deciden sobre la vida y la hacienda de los demás deben predicar con el ejemplo.

En este sentido, tanto Don Felipe como la Reina Letizia vienen procediendo en este año aciago de la Covid 19 en parangón como obraron el rey Jorge VI y la reina consorte Isabel Bowes-Lyon para restañar el prestigio dañado de la Corona gracias a su infatigable tarea en la II Guerra Mundial. Ello granjeó gran popularidad a quien fue, como Letizia, la primera mujer de sangre no real en casarse con un miembro de la casa de Windsor. Durante los bombardeos alemanes de Londres, mostró al país cómo debía comportarse la realeza al negarse a marcharse. Se fotografió, junto al soberano, en el palacio de Buckingham devastado por la poderosa Luftwaffe durante sus ocho meses de incursiones aéreas diarias. «Casi me alegro -señaló, según una edulcorada leyenda- de que nos hayan alcanzado. Así podré mirar sin vergüenza a esa pobre gente de los barrios obreros del East End tan castigados por los proyectiles».

Si el rey tartamudo acabó hablando por ella -hasta el punto de que un sastre judío le habría aconsejado a Jorge VI en una visita a una zona siniestrada: «Hágame caso, ponga el imperio a nombre su esposa»-, Don Felipe ha hallado la inestimable ayuda de una Reina plebeya sobre la que su augusto padre habría vaticinado, como argumento extremo para oponerse a su matrimonio, que finiquitaría la institución.

En cualquier caso, no es cómodo el futuro que aguarda a los Reyes a juzgar por cómo se le hace viajar de tapadillo a Cataluña para dar el Premio Cervantes al poeta Joan Margarit después de prohibírsele entregar sus despachos a los nuevos jueces, por cómo se limitan sus atribuciones, por cómo se trata de inspirarle su mensaje de Navidad con comas incluidas y por cómo los socios de Sánchez le insultan mientras el PSOE mantiene un displicente y clamoroso silencio. Mas allá de reacciones de reglamento sobre la intervención real de Nochebuena de la presidenta del partido, Cristina Narbona, siempre dispuesta a salir cuando no hay nada que decir, cabe circunscribir todo ello en una deliberada estrategia de Sánchez para dejar que los demás exploren por adelantado el camino que le haga transitar de la Presidencia del Gobierno a la Jefatura del Estado al modo de Putin sorteando obstáculos legales.

Ese premeditado mutismo lo llenan sus sindicados en el Gobierno y en las Cortes que no disimulan a donde quieren arribar. Sin la beligerancia montaraz de antes de ingresar en el Consejo de Ministros, con la hoy ministra Irene Montero amenazando al Rey con guillotinarlo y echarlo «a los tiburones», y con el secretario general del PCE, Enrique Santiago, asesor de la narcoguerrilla colombina, soñando con asaltar La Zarzuela como Lenin el palacio del zar, Iglesias da por descontado que el PSOE, más temprano que tarde, se subirá al carro dejando en la estacada al Monarca y pasándose a la República.

Por eso, hay empeño común en el Gobierno de cohabitación socialcomunista en dar especial realce y empaque este 2021 al nonagésimo aniversario de la Constitución republicana contraponiéndola a la vigente de 1978. Abandonando cualquier vestigio de contención, orillan que no fue revalidada en referéndum, fue traicionada por sus promotores para remover irregularmente como presidente republicano al conservador Alcalá-Zamora en provecho de Azaña, fue arrollada por socialistas e independentistas en 1934, por medio de la Revolución de Asturias y de la proclamación del Estat catalá, y fue a la postre desollada en los prolegómenos de la Guerra Civil. «Todo el mundo sabía -anota el gran europeísta republicano Salvador de Madariaga, amigo de Julián Besteiro- que los socialistas de Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931».

En América se dice, como modo de no incurrir en errores de antaño, que «quien se quema con leche llora cuando ve a la vaca», pero aquí, dejando que los mismos hagan las mismas cosas, se persigue que el pretérito imperfecto sea el porvenir de una España sin cura. En consecuencia, hay que tomarse en serio la Constitución y la Monarquía Parlamentaria en medio de un panorama que va a exigir al Rey, como aconsejaba Maquiavelo a El Príncipe que tomó como padrón, «ser zorro para conocer las trampas y león para apartar a los lobos». Muchos más en un adverso campo político en que casi todos los amigos son falsos y todos los enemigos son verdaderos.

En lontananza, la primera prueba de fuego para esa rareza constitucional que empieza a ser Don Felipe como síntoma de la actual anomalía española: el indulto a los golpistas del procés. Un derecho de gracia que corresponde al Monarca, según el artículo 62 de la Constitución, y que no autoriza indultos generales como se busca por quienes atacan al Rey y a la Constitución por ser garantes de la integridad territorial de España y de la igualdad de sus habitantes. Los indomables fiscales en el juicio del 1-O -Cadena, Madrigal, Moreno y Zaragoza- llevan alertando sobre ello desde la ensoñación del Tribunal Supremo.

 

                                                           FRANCISCO ROSELL   Vía EL MUNDO

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