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martes, 6 de octubre de 2020

La juez, Amy Coney Barrett, Dios y el estado

Cuando la Juez Amy Coney Barret fue postulada para el Tribunal Supremo de Estados Unidos, automáticamente se alzaron voces descalificándola para el cargo porque era católica


Amy Coney

La neutralidad del estado se va transformado en negación de toda referencia a Dios; esto es, en ateísmo. Y la pluralidad de la sociedad en una cultura de la subalternidad de los cristianos ante la negación religiosa, que cancela toda presencia y referencia de la fe, en nombre de no se sabe bien que supremacía de la increencia.

Cuando la Juez Amy Coney Barret fue postulada para el Tribunal Supremo de Estados Unidos, automáticamente se alzaron voces descalificándola para el cargo porque era católica. Había críticas por el momento electoral escogido y de carácter político. Por ejemplo, la línea oficial demócrata es usar su elección por Trump para asegurar que así exista mayoría en el TS para derogar la legislación sanitaria de Obama. Todo esto entra dentro de la normalidad del debate político, pero lo que es anormal es que se la descalifique porque es católica, como si esta fe descalificara para los cargos públicos. No es nuevo; ya se hizo con Kennedy, el primer y único presidente católico de Estados Unidos, pero con una diferencia importante: aquella pretensión de descalificación era de matriz protestante, y se basaba en el principio de obediencia de los católicos al Papa que a su vez es “jefe de Estado”. Ahora, la critica procede de los seculares y es al hecho religioso como tal.

De esta manera se considera que un católico no puede representar una magistratura pública como la de cualquier juez porque su fe le hará actuar mal, y a la vez presupone que quien no tenga fe, si podrá hacerlo correctamente. No se puede aceptar tales consideraciones en una sociedad que se dice democrática y que fuerza a ser ciudadanos de segunda al 20% de su población debido a sus creencias religiosas.

Un periódico de aquí titulaba “el obscuro grupo cristiano de Barret, bajo la lupa”. Y esta “tenebrosa” organización  “Gente de la Alabanza”, forma parte del movimiento eclesial de la Renovación Carismática. Eso les parece tenebroso. Y tienen los bemoles de decir que en este grupo las mujeres son “sirvientas” de los hombres, cuando la juez Amy Coney es quien ha desarrollado una fructífera vida pública, y no su marido, que atiende más las necesidades del hogar que ella por razones de su trabajo. No quieren reconocer a una profesional brillante, a una persona ejemplar madre de 7 hijos, dos adoptados, encima, y otro con síndrome de Down, que muestra como es posible compatibilizar un matrimonio estable, una maternidad numerosa y el éxito profesional. En vez de peguntarse por el ejemplo, cargan contra ella por su fe.

Este secularismo liberal y progre atenta contra una sociedad abierta y democrática porque prejuzga y discrimina en función de la fe, y lo hace sin ningún tipo de complejo.

Ante estos sujetos vale la pena recordar lo que señala Habermas, des de su perspectiva filosófica de republicanismo kantiano, quien señala que la expresión postsecular, que corresponde a nuestra época, devuelve a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir, a motivos y actitudes que vienen bien a todos, y sostiene que “la modernización de la conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas y cambia a ambas reflexivamente. “Pues ambas partes pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y entonces también tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.”

Y advierte que “no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda clase de pretensión”.

Los católicos han de hacerse presentes en la vida pública de acuerdo con su concepción del ser humano, de su fines, y de la sociedad y la naturaleza, y lo ha de plantear abiertamente, y puede hacerlo en términos religiosos y, como dice Habermas, los seculares han de contribuir a su traducción, o bien han de utilizar recursos expresivos que sin desvirtuar el fondo resulten razonables para creyentes y no creyentes, según considere por razones de principios y oportunidad.

En España, donde tantos católicos en el espacio público-político y las relaciones sociales se ocultan, camuflan, o piden excusas por serlo, o solo se manifiestan como tales para argumentar contra la Iglesia, harían bien en manifestarse con una mayor unidad de vida, sin temor a su propia fe.

 

                                               JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL   Vía FORUM LIBERTAS

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