Si el monarca fue el principal bastión contra la asonada catalana del 1-O, la mayoría socialcomunista no quiere que ocurra otro tanto con la extensión del golpe de Estado al conjunto de la Nación
ULISES CULEBRO
En el curso de la visita que giró el lunes a la reformada sede madrileña de la Fundación Ortega-Marañón, en su primera aparición tras impedirle Sánchez entregar en Barcelona sus despachos a los nuevos jueces por primera vez desde su entronización, se registró la curiosa instantánea de Felipe VI frente a uno de los retratos más característicos del filósofo. La imagen evocaba la anécdota que se cuenta del encuentro -más bien choque por sus consecuencias- del pensador con Alfonso XIII y que aceleró el republicanismo del que luego se arrepentiría Ortega ante la deriva del nuevo régimen del que fue partero con su Agrupación al Servicio de la República. Al interesarse el monarca por qué disciplina impartía el docto catedrático y contestarle que «de metafísica, señor...», Alfonso XIII le indicó sonriente: «Eso debe de ser muy complicado».
Conociendo su prudencia, seguro que Don Felipe no se habría permitido la broma que tanto pareció irritar a un Ortega indispuesto con el monarca por propiciar la dictadura primorriverista. Por su carácter, desde luego, bien diferente al de su bisabuelo y al de su padre, al que le cuadra más esa facundia. Pero también por los tiempos recios en los que le ha correspondido reinar y que se encaminan a los del metafísico que hubo de rectificarse a sí mismo. Tras romper amarras con la Monarquía con su explosivo alegato de «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia», tuvo que entonar al poco, a raíz de quemarse iglesias y conventos, su histórico «¡No es esto, no es esto!».
En el umbral de la Guerra Civil, quien pasaba por ser la cabeza más lúcida e influyente de España confesaría amargamente su inmenso error a un Cambó que demostró conocer mejor el paño con personajes tan desleales con la República como Macià y Companys. Por eso, cuando al líder catalanista le invitaron a recorrer el Real Club de Polo de Barcelona y le anunciaron su proyecto de crear un club para gentlemen al estilo inglés, inquirió no sin sarcasmo: «¿Y de dónde piensan sacar a los señores?».
No es casual que España sea el único país europeo que, tras dos terribles experiencias, ha retornado a la Monarquía por ser más inclusiva que la República. Así, siempre fue más fácil manifestarse republicano con la monarquía que monárquico con la república hasta el punto de alentar sublevaciones, como la de 1934 en Asturias y Cataluña, para impedir que la mayoría parlamentaria de derechas de Gil-Robles y Lerroux alcanzara el Gobierno. Esa dinámica perversa la reemprendería Zapatero en 2003 como protector del Pacto del Tinell, suscrito por PSC, ERC e Iniciativa para hacer president a Maragall, que establecía un cordón sanitario contra el PP, si bien nadie lo había verbalizado como el vicepresidente Iglesias al sentenciar en las Cortes que la derecha no volvería a sentarse en el Consejo de Ministros.
Lo cierto es que, al cabo del Trienio Iliberal trascurrido desde el histórico discurso real del 3 de octubre de 2017 contra la declaración de independencia de Cataluña, en el que Don Felipe ejerció su rol constitucional de «cabeza de la nación» ante la pasividad del Gobierno de Rajoy que daba por no acontecidos los hechos que tenían lugar y la actitud contemplativa de la oposición, el golpe catalán sigue su curso, más allá de las escaramuzas por liderarlo de Puigdemont y Junqueras, y sus organizadores supeditan la gobernación de España auspiciando un cambio del régimen por la vía de los hechos consumados. En manos de quienes buscan su descomposición, pronto España dejará de ser, como señalaba el canciller de hierroBismark, el país más fuerte del mundo, pues lleva siglos intentando destruirse sin lograrlo.
En el tránsito, la coalición Frankenstein que sostiene a un Sánchez hipotecado por los separatistas devalúa las Cortes a la condición de sucursal del Parlamento catalán donde se insulta y veja al Rey sin llamada alguna al orden por una presidenta de la Cámara, Meritxell Batet, perfectamente intercambiable con Forcadell o Torrent, que, en cambio, amordaza a la oposición usando ventajistamente el reglamento. Al tiempo, la televisión pública española funge de terminal del canal independentista TV3 con los golpistas tratados a cuerpo de rey -incluido el prófugo Puigdemont a quien se blanquea como antes al etarra Otegui- y los constitucionalistas debiéndose justificar por estar al servicio de la legalidad en un medio fuera de la misma con una administradora única que Sánchez nombró por el mismo artículo 42 por el que el antojadizo rey del País de las Maravillas hacía su santa voluntad saltándose a la torera el Estatuto de la RTVE.
Como ahora pretende -subiendo la apuesta- con el Consejo General del Poder Judicial para burlar la mayoría cualificada que exige la Constitución y a la que no llega sin el concurso del PP, de modo que Sánchez se erija en administrador plenipotenciario de la Justicia sometida al poder político suprimiéndose la división de poderes consustancial a una democracia digna de tal nombre. Desde que preside el Consejo de Ministros merced a una sentencia falsa contra Rajoy, a Sánchez no se le pone nada por delante y, para que no pueda hacerlo ningún tribunal, se procura los medios para poner a los jueces a sus órdenes como acaece con la servil Fiscalía General del Estado.
Si España financiaba a manos llenas a quienes querían destruir la primera nación que ha existido en el sentido moderno, ahora fía su gobernación a esas mismas fuerzas disolventes. Primero, Sánchez legitimó la asonada del 1-O para ser presidente y ahora trata de legalizarla mediante la reforma exprés del Código Penal del ministro socialista Belloch. Al rebajar la pena de sedición por el que fueron condenados por el Tribunal Supremo, los golpistas serían rehabilitados para ejercer nuevamente cargos públicos, amén de posibilitar la repesca con todos los parabienes al evadido Puigdemont. Todo ello en contra de lo prometido en campaña por Sánchez para engatusar a la opinión pública diciendo lo contrario que ha terminado haciendo.
Para favorecer el proceso, les resulta primordial invalidar el rol constitucional de un monarca al que, por saber estar en su sitio, se le intenta quitar el sitio haciéndole su pagar su llamamiento televisado de hace tres años contra la intentona golpista del secesionismo. En este sentido, buscan embridar a Felipe VI para que no se interponga en un cambio de régimen en el que el dilema no es, como algunos despistados suponen, entre monarquía y república, sino entre democracia y tiranía, aunque la autocracia se enmascare porque, como admite Iglesias, la palabra democracia mola -«por lo tanto, habrá que disputársela al enemigo»-, mientras dictadura, aunque sea del proletariado, no hay forma de venderla a la gente.
Como comprobó España en sus experiencias anteriores, saldadas de modo dramático la primera y de forma trágica la segunda, no se puede tomar el nombre república como sinónimo de libertad porque la mayoría de las dictaduras -apellidadas populares en los países comunistas- se autodenominan repúblicas; en cambio, todas las monarquías europeas descuellan como democracias. De este falaz modo, el Rey que trasladó su aliento a los catalanes con su manifestación de que «no están solos, ni lo estarán», sufre el desamparo de un Gobierno socialcomunista en el que Sánchez e Iglesias se reparten los papeles. Mientras el segundo acecha a Felipe VI, el presidente le impide desempeñar de facto sus atribuciones de Jefe de Estado, a quien quiere confinado en La Zarzuela y obligado a pedirle la llave cada vez que quiera asomarse a la calle.
No es tolerable que, para justificar el injustificable veto al Rey en la entrega de despachos a quienes administran Justicia en su nombre precisamente, se diga que se evitó para «velar por la convivencia en Cataluña», como asevera el ministro Campo. Abonando las tesis independentistas cuando Don Felipe no ha hecho otra cosa que personarse allí donde hay que estar a las duras y a las maduras -singularmente en Cataluña- sin descomponer la figura y sin otro rictus que la gravedad de su semblante. Aquel absentismo que, en el Cantar del Mío Cid, Don Rodrigo Díaz de Vivar le echa en cara a Alfonso VI: «Muchos males han venido / por los reyes que se ausentan», no cabe achacársela a Don Felipe, por lo que tampoco cabe argüir el lamento del campeador burgalés: «¡Dios, ¡qué buen vassallo, si oviesse buen señor!».
La jactancia de Sánchez ha llegado al punto de amenazar tácitamente, mientras su vicepresidente lo expresa de forma tajante, que ojito con salir en defensa del monarca porque puede ser contraproducente para la Corona. Es tal su cinismo que acusa de patrimonializar las instituciones a quienes salen en rescate de lo que él hace público desprecio para que, de esta guisa, la demolición constitucional salga expedita y gratis. Esta maniobra tranquiliza a esos avestruces humanos que se hacen a la idea de que, por no darse por enterados, los peligros van a desaparecer. Los campos de batalla de la Historia certifican que la política de apaciguamiento sólo desguarnece las defensas y agiganta la ambición enemiga. Ya Aristóteles reparaba en la estupidez de aquellos que «no se irritan en las cosas que deben» y la de quienes «no se enojan como deben, ni cuando deben, ni con quien deben».
Si el monarca fue el principal bastión contra la asonada catalana, la mayoría socialcomunista no quiere que ocurra otro tanto con la extensión del golpe de Estado al conjunto de la nación. No hay que darle más vueltas a lo obvio y que, como en la carta secreta del relato de Poe, reposa encima de la mesa a la vista de quien quiera dar uso a sus ojos. Por eso, resulta indispensable preservar la figura de Felipe VI que, al modo del clavillo del abanico, une y engarza todas las varillas del régimen constitucional. Se lo aclaró Serguéi Diáguilev, quien trajo a Occidente los Ballets Rusos, a Alfonso XIII. Cuando le inquirió -«Usted, ni toca el piano ni es compositor ni baila ni dirige el espectáculo. Entonces, ¿a qué se dedica?»-. Diáguilev le puntualizó: «Majestad, igual que vos. No trabajo, no hago nada. Pero soy indispensable».
Al igual que este Rey al que dejan desnudo, pero que quieren presentar como dignamente vestido aquellos que presumen de querer protegerlo. Sánchez e Iglesias son como la pareja de sastres embaucadores del cuento de Andersen que tuvieron engañado al monarca con aquella inexistente prenda hasta que un niño gritó: «¡Pero si va desnudo!».
En la encrucijada española, la alerta ha provenido de la juez más brillante de su promoción cuando, al ver el menosprecio a Don Felipe y a la Justicia, exclamó: «¡Viva el Rey!». No se pasaron «cuatro montañas», como susurró el ministro y captó un indiscreto micrófono, sino que quienes lo hicieron saben que la fe puede mover montañas si se está dispuesto a preservar el preciado don de la libertad.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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