La voluntad del constituyente, explica el autor, fue que las más altas magistraturas del Estado ni fueran cooptadas ni fueran designadas por unos cuantos, como ahora se pretende de manera inconstitucional
LPO
El lamentable y, en algún momento, zafio espectáculo que ofrece el Congreso de los Diputados en estos momentos de pandemia mientras los ciudadanos estamos seriamente preocupados por nuestra salud y la de los nuestros, así como por el porvenir económico que los efectos de ésta ya están provocando pero que, a buen seguro, provocarán a la economía general del país, no se corresponde con el deber que tienen nuestros representantes en las Cortes de consensuar una política en beneficio de todos, sabiendo que la razón y la verdad no se hallan, en su totalidad, en ninguna de sus legítimas opciones políticas.
La democracia se caracteriza, pero también se basa, en el deber de parlamentar para encontrar las soluciones legislativas más convenientes para el país y la colectividad de los ciudadanos, en quienes descansa exclusivamente la soberanía nacional. Si bien es cierto que es al Poder Ejecutivo a quien le corresponde el gobierno de la nación, lo es porque el Estado de Derecho define y enmarca el ordenamiento jurídico fundamental en el texto constituyente. A la Constitución se deben los partidos políticos que expresan el pluralismo y concurren, como dice el artículo 6 de la Constitución, a la formación y manifestación de la voluntad popular, pero siempre desde el respeto a la misma.
Los derechos y libertades de carácter fundamental reconocidos en la parte dogmática de la Constitución son la garantía de la vida en democracia puesto que ambas cosas están previstas como fundamento del orden político y de la paz social. Al garantizar la Constitución el principio de legalidad y de jerarquía normativa, garantiza también la seguridad jurídica. Qué duda cabe, y es conveniente tenerlo en cuenta en estos momentos, que la salud es uno de los derechos fundamentales de los ciudadanos y, por tanto, su protección ha de encontrar cobijo en el sí del Estado. Los rifirrafes entre las distintas fuerzas políticas y los representantes políticos de los distintos ámbitos competenciales del Estado no están dando precisamente un ejemplo de cohesión, lo que, sin duda, desconcierta a los ciudadanos ante un fenómeno tan serio e incierto en su origen y desenlace como es el del virus que se ha extendido por todo el mundo.
Sentada la doble preocupación que tenemos, es decir la salud y el inmediato porvenir de las economías domésticas, que van ligadas a la certeza de un trabajo seguro o al hecho de poder desarrollar nuestras pequeñas y medianas empresas, debiera obligar, como es lógico, a que, como mínimo, las descalificaciones, insultos y agresividad del lenguaje parlamentario dieran paso a la reflexión, a la búsqueda de la parte de razón que pueda tener el otro y, sobre todo, al debido respeto a los ciudadanos y a la comunidad política internacional en cuanto al deber y responsabilidad de un Estado democrático europeo. Lamentablemente, no es así.
A ello se ha venido a sumar en estos momentos un problema que se arrastra de antiguo y que mucho tiene que ver con la necesaria lealtad constitucional de quienes en su momento juraron o prometieron el desempeño de su función conforme al orden constitucional establecido; lealtad que es algo más que un compromiso, como bien lo define la Real Academia de la Lengua. Tal es el caso de las renovaciones de los altos cargos y magistraturas del Estado en la forma y tiempo previstos y preceptuados en la propia Constitución, como ocurre con los magistrados del Tribunal Constitucional, que es el intérprete supremo de la Constitución, independiente de los demás órganos constitucionales y que extiende su jurisdicción a todo el territorio nacional, como indica el artículo primero de su Ley Orgánica. Lamentablemente, una vez más está pendiente de renovación una parte de sus magistrados. El otro órgano es, nada más y nada menos, que el Consejo General del Poder Judicial, encargado del funcionamiento y gobierno de los Juzgados y Tribunales del país, incluido el Tribunal Supremo. A estas dos importantísimas instituciones quiero referirme muy especialmente.
En cuanto al primero, la Constitución española le dedica íntegramente su Título IX que es, sin duda, el título de cierre de la misma, si exceptuamos el Título X, dedicado a la reforma de la Constitución. Éste es el único Tribunal predeterminado por la Constitución, a diferencia de lo que ocurre con los tribunales de la jurisdicción ordinaria, que son predeterminados por su Ley orgánica. En este Título se establece su composición, en cuanto al número de sus magistrados, a cómo se eligen, entre quiénes se eligen y por qué instituciones son elegidos, así como la duración de su mandato y los plazos parciales de renovación del mismo. La no renovación en tiempo y forma del máximo órgano jurisdiccional del Estado es una seria manipulación del mismo por parte de aquellos que tienen la ineludible responsabilidad de hacerlo. Ya hace tiempo que se viene advirtiendo de lo inadmisible de esta grave anomalía por parte de la comunidad jurídica.
Tan grave como ello, es la no renovación del órgano supremo de gobierno de los Jueces, según lo previsto en la Constitución, que en su artículo 122.3 dice así: "El Consejo del Poder Judicial estará integrado por el presidente del Tribunal Supremo que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey, por un período de cinco años. De éstos, doce entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca la Ley Orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por la mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión". Eso mismo dice su Ley Orgánica, reformada en 2018, aún vigente, y lo dice así porque no podría contravenir en ningún caso lo dispuesto en el artículo 122.3 de la Constitución. Si me permiten, éstas son las reglas del juego.
La responsabilidad de los partidos políticos, especialmente de aquellos que gobiernan como de los que no lo hacen, es enorme, pues no cabe ninguna excusa para la no renovación en los tiempos y forma que se establecen en la Constitución; es más, son directamente responsables de no haberlo hecho. Representar la comedia en las Cámaras, echándose los trastos los unos a los otros, debiera avergonzarles, ya que los españoles merecemos una democracia de calidad. Qué lejos aquellos tiempos de la transición, que se pretende embarrar y que llenaron de júbilo a una generación que se abrazó en la democracia, después de una cruel guerra, manchada por los asesinatos de unos y otros, y de un largo período de dictadura que tanto daño hizo a la imagen internacional de nuestro país.
La actual pretensión del Gobierno de proponer a las Cortes una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que cambie y reduzca el quorum de las tres quintas partes establecida en la Constitución para elegir a los miembros del Consejo General de ese poder, denota que es imposible llegar a un acuerdo sobre las personas que vayan a ocupar esas responsabilidades. Si así fuera, conduciría a la peligrosa conclusión de que los partidos están pensando más en colocar a personas afines a sus respectivas conveniencias políticas que no en inclinarse por juristas de reconocido prestigio, como era la intención del constituyente y que, afortunadamente, en nuestro país los hay.
En cualquier caso, estoy convencido de que, de llevarse a cabo esa reforma en la forma pretendida, ésta sería inconstitucional, por lo que no podría prosperar en la forma deseada por quienes así lo pretenden. Pero, sinceramente, creo que ese no es el problema; modificar el quorum para la elección de las altas magistraturas del Estado representaría favorecer a una mayoría exigua para designar a quienes han de tener el aval de una mayoría muy cualificada para el desempeño de tan alta función. La voluntad del constituyente era, sin duda, ésa: que las más altas magistraturas del Estado ni se cooptaran ni estuvieran en manos de la designación por unos cuantos, sino por una gran mayoría de representantes de las diversas sensibilidades políticas de los españoles.
EUGENI GAY MONTALVO* Vía EL MUNDO
*Eugeni Gay Montalvo es abogado y ex vicepresidente del Tribunal Constitucional, del que fue miembro entre 2001 y 2012.
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