Un Poder Judicial servil es garantía asegurada de impunidad ante la ley, que es lo que de verdad parece buscar el Gobierno de Sánchez
El pleno del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) EFE
La legitimidad democrática de un gobierno no radica únicamente en la habilitación que consiga como consecuencia de un resultado electoral. Ésta es una condición necesaria, pero no suficiente. Es imprescindible también que el ejercicio del poder que conlleva la gobernabilidad de un país se enmarque en un sistema de separación de poderes, en el que otras instituciones del Estado actúen como contrapeso al Ejecutivo.
Y es que lo que distingue a una dictadura de un gobierno democrático no es precisamente el hecho de exista el sufragio (se votaba con Franco igual que se vota ahora en Cuba o en Corea del Norte), sino también que los dirigentes electos estén sometidos al imperio de la ley y respondan ante los tribunales de Justicia por su incumplimiento.
Por eso, porque la división de poderes es consustancial al Estado de derecho y a la democracia liberal, no basta con que los textos fundacionales de una nación la proclamen: tienen que desarrollarla y garantizarla. Esto suele hacerse estableciendo mayorías cualificadas para alterar los mecanismos de funcionamiento institucionales, erigiendo a aquéllas también en una suerte de contrapeso. Y es que hay normas que, por su propia idiosincrasia consustancial al sistema, nacen con vocación de perpetuarse en el tiempo, por eso su modificación requiere el respaldo de una amplia representatividad social.
¿Se imaginan que para jugar al parchís los participantes tuvieran que ponerse de acuerdo sobre las normas aplicables en cada partida? Jugar, jugarían, desde luego. Pero no al parchís, sino a otra cosa. Pues igual de absurdo es cuestionar la legitimidad de las instituciones españolas o de los mecanismos constitucionales previstos para su reforma porque no han sido votados por una o varias generaciones. Algo que por desgracia está ahora muy en boga entre nuestros dirigentes, empeñados en alterar los sistemas de mayorías reforzadas que les impiden cambiar las reglas del juego recurriendo a la falacia ad populum.
Buen ejemplo de todo esto es la reforma del sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial que pretende acometer el Gobierno amparándose, cómo no, en la voluntad de la mayoría. Dar un golpe al tablero de juego en mitad de la partida, cambiando las reglas para ser el único que mueva las fichas dejando a la oposición y a los jueces como meros espectadores.
En el caso de la independencia judicial hablaríamos más de involución que de evolución. Podría decirse que la Constitución del 78 parió un sistema mixto: del artículo 122 se desprende que la voluntad del legislador constituyente era que, de los veinte miembros que integran el gobierno de los jueces (el llamado CGPJ), doce fueran elegidos por los propios jueces entre miembros de la magistratura y la judicatura, y los restantes ocho por las Cámaras, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros.
Una sentencia interpretativa del TC
Y así fue hasta 1985, en el que un Gobierno del PSOE con mayoría absoluta modificó la Ley Orgánica del Poder Judicial para que los doce jueces y magistrados que hasta entonces eran elegidos por sus pares, fuesen también designados por las Cámaras. Una reforma vergonzosa y vergonzante que salvó el Tribunal Constitucional recurriendo a una de sus tristemente célebres sentencias interpretativas que tanto daño hacen a nuestro ordenamiento jurídico: en lugar de limitarse a avalar o rechazar la constitucionalidad de la norma, estableció la manera en la que ha de ser interpretada para ajustarse a la legalidad. En este caso concreto, advirtieron sobre la necesidad de que el CGPJ no se convirtiese en un reflejo de la lucha parlamentaria. No hacía falta ser Rappel para adivinar el resultado, ¿no creen?
En fin, que la reforma supuso por aquel entonces un pequeño paso para el PSOE pero un gran paso para la politización de la Justicia. Porque no hay que olvidar que el otro partido que ha gobernado hasta ahora en nuestro país con mayoría absoluta no ha tenido a bien remendar el despropósito.
Lo único que sirve de consuelo a los que defendemos la necesidad de un poder judicial independiente es que, al menos, el Constitucional fijó en su jurisprudencia la exigencia de que los doce miembros elegidos entre jueces y magistrados fueran fruto de un amplio acuerdo político, estableciendo para ello también la mayoría cualificada de tres quintos de los votos.
Y esto es precisamente lo que ahora el PSOE ha anunciado que pretende modificar. Mientras critican al PP por no cumplir con un pretendido mandato constitucional que le obligaría a pactar las sillas del CGPJ, preparan una reforma que les permitirá elegir a esos doce miembros del gobierno judicial mediante mayoría absoluta, pactando los nombres con sus socios independentistas catalanes y vascos, sin olvidar a los herederos de ETA. Típico de Su Persona lo de acusar a otros de ser “inconstitucionales” mientras pacta y gobierna con quienes quieren abolir la Constitución y todo lo que ella representa.
Ahora muchos me dirán que esto no es más que otro globo sonda o que el Gobierno va de farol para presionar al PP, porque el TC tumbaría esta reforma. Y sí, seguramente declararía su inconstitucionalidad, pero la cuestión es cuándo. Porque dilaciones y Tribunal Constitucional son sinónimos. Así que, en tanto que el TC resolviese, el PSOE agotaría la legislatura con un poder judicial diseñado a su gusto por la vía de los hechos consumados. Y no olviden que un poder judicial servil es garantía asegurada de impunidad ante la ley, que es lo que de verdad se busca.
GUADALUPE SÁNCHEZ Vía VOZ PÓPULI
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